EN LA SEGUNDA lectura de hoy, san Pablo anima a los Colosenses a aspirar a los bienes de arriba. Y para ello, les encarece a arrancar lo que hay de mundano en sus vidas: «La fornicación, la impureza, las pasiones, la concupiscencia mala y la avaricia, que es una idolatría» (Col 3,5). En efecto, una vida arrastrada por el vicio dificulta que podamos contemplar a Dios cara a cara en el cielo. Pero no solo: también impide saborear la felicidad ya en esta tierra. Aunque a veces el vicio se pueda presentar como algo atractivo, pues da la impresión de que ofrece una alegría segura e intensa, lo cierto es que se asemeja a un espejismo: parece real, pero no lo es. Por lo general, se sirve de una necesidad de la naturaleza humana –amar y ser amado, bienestar, paz…– y nos hace creer que un buen modo de satisfacerla es a través del pecado. Sin embargo, es experiencia común que ese camino no lleva a ninguna parte: aunque quizá calma durante un tiempo, acaba por pedir una mayor repetición e intensidad sin ofrecer una verdadera paz. Provoca, por tanto, un estado de insatisfacción permanente e incluso una cierta incapacidad para gozar de los placeres más sencillos: únicamente se encuentra cierto consuelo en los actos del vicio.
«El corazón humano puede complacerse en malas pasiones, puede prestar atención a tentaciones nocivas disfrazadas con vestidos seductores, pero también puede oponerse a todo esto. Por fatigoso que sea, el ser humano está hecho para el bien, que le realiza verdaderamente, y también puede practicar este arte, haciendo que ciertas disposiciones se hagan permanentes en él»[1]. Estas disposiciones son las virtudes, que nos permiten tener el hábito de elegir el bien no solo de vez en cuando, sino de modo estable. Una persona que vive las virtudes está más capacitado para gobernar sus pasiones y actuar así con mayor libertad: no quiere llenar su corazón de cualquier manera, sino de un modo más auténtico y profundo, coherente con su identidad de cristiano. «La verdadera virtud –escribe san Josemaría– no es triste y antipática, sino amablemente alegre»[2]. Ciertamente, en el camino de la virtud no faltará la lucha y el esfuerzo para renunciar al atractivo del vicio. Pero lo decisivo no es abrazar el sacrificio por el sacrificio, sino saber que de ese modo permitimos que la gracia nos vaya purificando, construyendo así una libertad interior que permitirá disfrutar de la vida junto al Señor. «El combate espiritual, entonces, nos conduce a mirar desde cerca aquellos vicios que nos encadenan y a caminar, con la gracia de Dios, hacia aquellas virtudes que pueden florecer en nosotros, llevando la primavera del Espíritu a nuestra vida»[3].
LA VANIDAD lleva a construir la propia felicidad sobre lo que los demás piensen de nosotros. En hebreo, para referirse a este vicio se emplea un término que significa “vapor” o “vaho”. Con esto en mente, podemos entender con mayor profundidad la primera lectura de este domingo, que recoge el comienzo del Eclesiastés: «¡Vanidad de vanidades –dice Qohélet–, vanidad de vanidades, todo es vanidad!» (Qo 1,1-2). El autor sagrado pretende reflejar que todos los deseos del vanidoso –grandeza, reconocimiento, éxito– son como el vapor: solamente procuran una satisfacción efímera, superficial, que desaparece a las primeras de cambio; se vive por un instante de vapor que, en cuanto pasa, no deja rastro. «El Eclesiastés explica la constitución particular de las cosas, y nos manifiesta y hace presente la vanidad de cuanto hay en el mundo, para que entendamos que no son dignas de ser apetecidas las cosas que son transitorias y para que comprendamos que no debemos dirigir nuestra atención a las cosas futiles o de ninguna entidad»[4].
En cierto sentido, la vanidad lleva a instrumentalizar las relaciones: se ve a los demás como dispensadores de aprobación. Para el vanidoso, «su persona, sus logros, sus éxitos, deben ser mostrados a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención»[5]; «se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él»[6]. Jesús, durante su vida, advirtió del riesgo de realizar obras buenas solamente para ser vistos por los demás, pues de ese modo se prefiere el reconocimiento humano a la recompensa divina (cfr. Mt 6,1); al mismo tiempo, alabó gestos sencillos y discretos como el de la pobre viuda que dio una pequeña ofrenda sin que nadie la notara (cfr. Mc 12,41-43). Si miramos a nuestro alrededor, seguramente reconozcamos también a muchas personas que se sacrifican silenciosamente por nosotros. La vida cristiana está compuesta de tantos gestos –sonreír cuando estamos cansados, evitar el comentario que pueda molestar, compartir nuestro tiempo con quien quizá no congeniamos tanto, un trabajo oculto del que se ha beneficiado mucha gente– que suponen un esfuerzo que probablemente pasará desapercibido a los demás, pero que Dios valora como nadie: «Tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6,4). Y ese premio será una felicidad más estable y auténtica, que no depende del vaporde la opinión cambiante de los demás sino de la certeza de estar agradando a Dios.
EN EL EVANGELIO de hoy Jesús habla de un hombre rico que tiene una gran cosecha. Ante tal abundancia, piensa que de ahora en adelante su existencia consistirá en relajarse, comer, beber y divertirse. «Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”. Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios». Por eso, Cristo advierte: «Guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes» (Lc 12,13-21). En efecto, el vicio de la avaricia lleva a pensar que la felicidad es una cuestión de sumar experiencias o posesiones; en cambio, todo aquello que implique una renuncia se percibe como un drama, pues no se comprende que se pueda ser feliz sin un determinado bien o privándose de ciertas realidades. Esto es lo que le ocurrió al joven rico: no creyó que pudiera ser dichoso si vendía sus propiedades. En ese pasaje el evangelista señala que se marchó triste: esa es la consecuencia de confiar la propia felicidad a las riquezas.
Por otro lado, en el Evangelio también vemos otros muchos casos de personas que, ante la llamada del Señor, no dudaron en elegirle a él por encima de todo, abandonando lo que tenían. Y no fue una renuncia abstracta, general, sino más bien concreta: Pedro, Santiago y Juan dejaron las barcas en la orilla (cfr. Lc 5,11), y Mateo renunció a su lucrativo trabajo como recaudador de impuestos (cfr. Mt 9,9). Aunque en un primer momento esos gestos pudieron suponer cierto sacrificio para los apóstoles, en realidad alcanzaron un bien mayor, porque en lugar de acumular bienes que tarde o temprano se consumen, optaron por llenar su corazón con algo que no defrauda ni desaparece: el amor a Cristo. Por eso san Josemaría tenía la seguridad de que quien decide vivir para el Señor en realidad no pierde nada[7]. Esto, evidentemente, no significa desentenderse por completo de las realidades materiales. «Lógicamente has de emplear medios terrenos –comentaba el fundador del Opus Dei–. Pero pon un empeño muy grande en estar desprendido de todo lo terreno, para manejarlo pensando siempre en el servicio a Dios y a los hombres»[8]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tener un corazón libre, que perciba como ganancia todo lo que nos lleve a estar más cerca de su hijo.
[1] Francisco, Audiencia, 13-III-2024.
[2] San Josemaría, Camino, n. 657.
[3] Francisco, Audiencia, 3-I-2024.
[4] San Basilio, In principium Proverbiorum 1.
[5] Francisco, Audiencia, 28-II-2024.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 101.
[7] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 21.
[8] San Josemaría, n. 728.