- Santificarse pelando patatas.
MARTA y María han acogido a Jesús y a los apóstoles en su casa. No sabemos si su visita es una sorpresa; quizá habían avisado unos días antes de su llegada. En cualquier caso, Marta, como buena anfitriona que es, se siente responsable de que la estancia de sus invitados sea lo más agradable posible. Se esmeraría en que todo estuviese ordenado, que no faltara bebida y alimento para reponer fuerzas, que los allí presentes estuvieran cómodos… Sin embargo, poco a poco empieza a notar que no logra dar abasto; que lo que tiene que hacer es mucho mayor que el tiempo a disposición. Y su hermana parece que se ha olvidado de sus deberes: en lugar de darle una mano, se encuentra a los pies del Señor escuchando sus palabras. Por eso, cuando ya no puede más, se acerca a Jesús e, indignada, dice: «¿No te importa que mi hermana me deje sola en las tareas de servir?». Y Cristo responde: «Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10, 40-42).
La experiencia de Marta puede asemejarse tantas veces a la nuestra. Sentimos que en nuestro día a día son muchas las cosas que reclaman nuestra atención: el cuidado de la propia familia, proyectos de trabajo, compromisos sociales, imprevistos… Quizá tenemos la impresión de que no llegamos a todo, y por eso tal vez experimentamos un cierto sentimiento de vacío al final del día, pues no logramos hacer lo que nos habíamos propuesto. El problema, sin embargo, «no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[1].
La propuesta de Jesús a Marta no consiste en dejar a un lado sus obligaciones, sino en realizarlas sin olvidar lo esencial: encontrarse con el Señor. Es decir, que no vea en sus invitados simplemente unos cuerpos a los que atender, sino que busque unirse a Jesús en todo lo que hace. De este modo, el cansancio no nos roba la paz ni la felicidad, pues experimentamos que tenemos lo esencial y que lo tenemos en abundancia: la cercanía de Cristo. «El Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si no le rechazas, él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría»[2].
EXISTEN muchas maneras de cumplir con nuestras obligaciones. Podemos terminar un trabajo –mandar un mail, redactar un informe, preparar un plato– con ganas de quitárnoslo de encima cuanto antes, o con el deseo de buscar el bien de quienes se beneficiarán de ello. Un detalle de servicio se puede realizar con mala cara, porque no hay más remedio, para que piensen bien de nosotros, o bien para dar gloria a Dios y amar a la otra persona. En estas pequeñas luchas de cada día, como Marta, estamos llamados a encontrarnos con el Señor. Y, como María, podemos prestar atención a lo que él nos quiere decir en medio de nuestras actividades.
Saber trascender la materialidad de lo que tenemos entre manos es algo que san Josemaría difundió desde que fundó el Opus Dei. «Me escribes en la cocina, junto al fogón –recoge un punto de Surco–. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña –la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana– pela patatas. Aparentemente –piensas– su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! –Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas»[3].
Cuando procuramos buscar a Dios en lo que hacemos y nos damos sinceramente a los demás, experimentamos en el alma una humildad llena de alegría. Porque la vida cristiana no consiste en ir acumulando esfuerzos que un día, en el cielo, se traducirán en una recompensa, sino que ya en la tierra comenzamos a recibir el ciento por uno. Y ese ciento por uno es, a fin de cuentas, la vida vivida junto a Jesús. «Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina y eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra vida está en el ser aceptados, acogidos y amados por él. (...) Este amor infinito de Dios para con cada uno de nosotros se manifiesta de modo pleno en Jesucristo. En él se encuentra la alegría que buscamos»[4].
MARTA no perdió la paz solamente por la cantidad de cosas que tenía que hacer, sino también por la comparación: no concebía que ella tuviera que encargarse de todo, mientras su hermana estaba tan tranquila. Más allá de que Marta pudiera tener más o menos razón, se trata de una reacción que también puede ocurrirnos: tendemos a comparar nuestra carga de trabajo con la de las personas que están a nuestro alrededor. Y si nos damos cuenta de que hay un desequilibrio, con frecuencia tendemos a indignarnos, al igual que Marta. Procuramos entonces buscar la manera de que haya un reparto más equitativo de tareas o de que la otra persona nos ayude. En muchos casos, esa es una oportunidad para plantearnos de qué modo vemos y realizamos ese trabajo que tenemos entre manos. Si concibo esa ocupación como una carga o un castigo, es lógico que me enfade si el otro no colabora; pero si la considero una manera de dar gloria a Dios y ayudar a los demás, y al margen de que pueda realizarse una redistribución de tareas, podré convencerme un poco más de la alta misión de servicio que desempeñamos con nuestra vida.
Las comparaciones pueden darse en diversos ámbitos: aspecto físico, virtudes y defectos, posición social, situación familiar o económica… Estos pensamientos suelen traernos envidia, tristeza o enfado, como Marta, si creemos que salimos perdiendo; o bien pueden causar una alegría superficial si nos parece que salimos ganadores. En cualquier caso, es fácil que generen inseguridad, pues en lugar de agradecer lo que Dios no ha dado –un trabajo que hacer, unos talentos que fructificar, unas personas a las que ayudar–, damos más importancia al valor que nos asignan los demás, que es siempre mutable. En cambio, cuando miramos nuestra vida con ojos divinos –«Dios nos ama como somos, no como quisiéramos ser»[5]–, experimentamos el amor más sólido que hay, y que ninguna comparación puede derribar. La Virgen María, como buena madre, nos quiere sin condiciones, como si no hubiera nadie más. «No existe corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural. Piensa en Santa María, la llena de gracia, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: en su Corazón cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. –Cada uno es su hijo, su hija»[6].
[1] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 82.
[2] San Josemaría, Via Crucis, VIII estación, n. 4.
[3] San Josemaría, Surco, n. 498.
[4] Benedicto XVI, Mensaje, 15-III-2012.
[5] Francisco, Discurso, 3-VIII-2023.
[6] San Josemaría, Surco, n. 801.