- Entusiasmo y desánimo en la misión apostólica.
EN UNA OCASIÓN, el Señor designó a setenta y dos discípulos para que, de dos en dos, fueran delante de él a toda ciudad y prepararan su llegada (cfr. Lc 10,1-2). También hoy Cristo cuenta con cada uno de nosotros para que muchas personas acojan el mensaje del Evangelio. Ante esta misión, podemos reaccionar de dos maneras. Por un lado, es lógico que nos entusiasmemos ante la posibilidad de compartir con quienes nos rodean la clave de nuestra felicidad. Porque no se trata simplemente de transmitir una serie de conocimientos o de prácticas que es necesario llevar a cabo, sino sobre todo de comunicar un gozo que «llena el corazón y la vida entera»[1]. Y esta es la alegría que produce el encuentro con Cristo. Solo así «somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?»[2].
Por otro lado, la perspectiva de llevar el Evangelio por todo el mundo puede provocar cierto desánimo, pues no son pocas las dificultades con las que los discípulos tienen que lidiar: incomprensiones, grandes esfuerzos en apariencia infecundos, falta de medios… En esos momentos, podemos considerar que somos instrumentos: lo más importante no es lo que podamos hacer nosotros, sino que es Jesús quien obra a través de cada uno. Al fin y al cabo, no actuamos en nombre propio, sino en el de Jesucristo. Como escribía san Josemaría: «Te crecías ante las dificultades del apostolado, orando así: “Señor, Tú eres el de siempre. Dame la fe de aquellos varones que supieron corresponder a tu gracia y que obraron –en tu Nombre– grandes milagros, verdaderos prodigios…”. –Y concluías: “Sé que los harás; pero, también me consta que quieres que se te pidan, que quieres que te busquemos, que llamemos fuertemente a las puertas de tu Corazón”»[3].
LA AVENTURA apostólica conlleva riesgos. A veces hay heridas. Pero eso no debe extrañarnos, pues, como escribe san Pablo en la segunda lectura, «llevo en mi cuerpo las señales de Jesús» (Ga 6,17). Así como los esclavos de la antigüedad eran marcados por el dueño para indicar a quién pertenecían, san Pablo se declara propiedad de Dios y signado por la cruz. Las contrariedades son parte del programa de cualquier apóstol. En todo caso, por más dificultades que nos toque enfrentar, lo hacemos con la confianza de que somos hijos de Dios. En este sentido, podemos decir que tenemos las espaldas bien cubiertas: el bien que nos favorece y el mal que padecemos son parte del plan de Dios para nuestro crecimiento. Por eso dice Isaías en la primera lectura: «Como alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré» (Is 66,13). Esto lo entienden bien los niños: bien vale una caída de la bicicleta para experimentar el consuelo amoroso de la madre.
De hecho, los discípulos experimentaron esa protección durante sus primeras aventuras. «Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”» (Lc 10,17). Están felices, se olvidaron de todas las penurias, pues han llenado el corazón de recuerdos asombrosos. También nosotros, cuando experimentamos la alegría de evangelizar, podemos guardar en la memoria esos episodios: el descubrimiento de nuestra vocación, la ayuda que brindamos a una persona para que se encontrara con Jesús, el sabor de la fraternidad cristiana, la cercanía de Dios en una circunstancia complicada… «No olvidar esos momentos: debemos ir atrás y retomarlos porque son momentos de inspiración. (...) La memoria no es solo ir atrás. Es ir atrás para seguir adelante. Memoria y esperanza van juntas. Son complementarias, y se completan. Acuérdate de Jesucristo, el Señor que vino, pagó por mí y que vendrá. El Señor de la memoria, el Señor de la esperanza. Cada uno puede hoy tomarse unos minutos para preguntarse cómo va la memoria de los momentos en los que encontré al Señor»[4].
AL VOLVER de la misión, los discípulos descubren que ellos mismos pueden ser los continuadores de Jesús en el mundo. Así, además de asegurarse la vida más feliz posible en la tierra, sienten el orgullo de estar preparándose para alcanzar la felicidad eterna. «No os alegréis de que los espíritus se os sometan –les dice el Señor–; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10,20). Tener altura de miras y fijarnos en que nuestra misión apunta a la eternidad nos ayuda a relativizar los éxitos o los fracasos que se puedan presentar en nuestro camino. «¡Visión sobrenatural! ¡Calma! ¡Paz! –comentaba san Josemaría– Mira así las cosas, las personas y los sucesos…, con ojos de eternidad. Entonces, cualquier muro que te cierre el paso –aunque, humanamente hablando, sea imponente–, en cuanto alces los ojos de veras al Cielo, ¡qué poca cosa es!»[5].
Esta realidad se puede apreciar en las biografías de los santos. Muchos experimentaron durante su vida situaciones complicadas, pero supieron acogerlas con alegría, serenidad e, incluso, sentido del humor. Y ahora que están en el cielo, podemos suponer que han relativizado esos momentos: todas las dificultades que han atravesado son poca cosa si las comparan con la dicha de contemplar a Dios cara a cara. Del mismo modo, cuando se presenten las contrariedades en nuestra misión apostólica, podemos considerar que Dios está grabando nuestro nombre en el cielo. Esos obstáculos, tarde o temprano, desaparecerán, pero la felicidad del paraíso no tendrá fin. «Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. –¿Qué importa padecer diez años, veinte, cincuenta..., si luego es el cielo para siempre, para siempre..., para siempre? –Y, sobre todo –mejor que la razón apuntada, “propter retributionem”–, ¿qué importa padecer si se padece por consolar, por dar gusto a Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a él en su Cruz, en una palabra: si se padece por Amor?»[6]. La Virgen María nos dará la ayuda necesaria para permanecer junto a su hijo y alegrarnos porque nuestros nombres estarán escritos en el cielo.
[1] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 1.
[2] Ibíd., n. 8.
[3] San Josemaría, Forja, n. 653.
[4] Francisco, Homilía, 7-VI-2018.
[5] San Josemaría, Forja, n. 996.
[6] San Josemaría, Camino n. 182.