Como en una película: En casa de Zaqueo

Zaqueo se habría conformado con poder ver a Jesús. Pero sus expectativas quedaron superadas cuando el Maestro le pidió alojamiento. ¿Hay mayor alegría que tener al mismo Dios en tu casa?

Una escena del Evangelio con la que es fácil discurrir con la imaginación como si fuera una película es el encuentro de Jesucristo con Zaqueo, en la ciudad de Jericó (cfr. Lc 19, 1-9). Apenas el Señor cruzó las puertas de ingreso, se corrió la voz: «¡Es el Maestro! ¡Ya ha llegado!». Todos deseaban verle y oírle. Además de las personas modestas del pueblo, había un hombre importante, de nombre Zaqueo, que también deseaba conocer a Jesús. San Lucas lo retrata con gran realismo: era rico y jefe de publicanos, por lo que podemos imaginar que no gozaba de mucha estima, pues por su oficio colaboraba con las autoridades invasoras en el cobro de los impuestos. El evangelista menciona también un detalle sobre su aspecto físico: era pequeño de estatura. Zaqueo quería ver a Jesús, pero por su altura no conseguía hacerse un hueco entre la muchedumbre que rodeaba al Maestro para contemplarle.

El deseo de Dios

Aunque normalmente debía mantener las apariencias correspondientes a su cargo, para ver a Jesús Zaqueo no duda en realizar una acción que podía ser considerada ridícula. Se adelanta corriendo a la comitiva y se sube a un árbol. Así de grande es su deseo por conocer al Maestro. No está dispuesto a pararse ante las dificultades. Está dispuesto a sacrificar incluso su propia honorabilidad; a que le vean correr con agitación, trepar y asomarse entre las ramas. Su interés por ver a Jesús va mucho más allá de la curiosidad humana; lo que Zaqueo busca, de manera más o menos consciente, es la verdad. Busca, ante todo, la verdad de su propia vida.

Jesús, al llegar a ese sitio, «levantó los ojos y le dijo: “Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me aloje en tu casa”» (Lc 19,5). Este cruce de miradas debió de ser un momento inolvidable. Ya no era simplemente ver al Maestro desde el árbol, como a un objeto de estudio, sino un mirarse mutuamente. Quizá, entre los que acompañaban a Jesús, alguno ironizase sobre la actitud de este personaje: «Mirad, este es Zaqueo, el jefe de los publicanos, trepando por un árbol». Pero a Zaqueo no le importa lo que piensen los demás. Se siente mirado por Jesús. No tiene miedo a que el Señor vea el interior de su alma. Es el inicio de su conversión. Zaqueo, entonces, es un alma que quiere hacer oración: mirarse a sí mismo a través de los ojos misericordiosos de Jesús.

Las expectativas de Zaqueo habían sido superadas. Él se habría conformado con ver al Maestro, pero jamás se habría imaginado que Jesús se detuviese, le mirara a los ojos y pronunciase su propio nombre. Pero la dicha va más allá todavía: ¡le pide alojamiento en su casa! Una muestra más de que Jesús no se deja ganar nunca en generosidad. Sabe del afán perseverante de Zaqueo por verle y por eso Él mismo se deja ver: le mira, le llama y le dice que quiere entrar en su casa. A Jesús le basta el deseo sincero de un alma por buscarle para acercarse a ella: «¿Dónde está tu deseo de Dios? Porque la fe es eso: tener el deseo de hallar a Dios, de encontrarlo, de estar con Él, de ser felices con Él»[1].

Recibió a Jesús en su casa

La respuesta de Zaqueo a la petición de Jesús no se hizo esperar. Cuenta san Lucas que «se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento» (Lc, 19,6). El ambiente de alegría, fruto de la presencia del Señor tan intensamente buscada, causa felicidad.

Jesús hizo entonces algo mal visto por algunos judíos de la época: entrar en la casa de un jefe de publicanos. Las primeras críticas no se hicieron esperar: «Todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”» (Lc 19,7). Pero a Jesús no le preocupan los prejuicios sociales. Su única inquietud son las almas, y eso es lo que ve en Zaqueo: un alma que hay que salvar, un alma con deseos de conocer la verdad.

¡Cómo se esmeraría Zaqueo en agasajar al Señor! Tendría las manifestaciones de respeto y de agradecimiento que ayudan a crear un ambiente de cordialidad y de regocijo. Estaría también pendiente de las palabras que pronunciaba el Maestro. Y es que solo el que busca la verdad es capaz de aceptar las enseñanzas del Señor y confrontarlas con su vida. A medida que avanzaba la conversación, Zaqueo sentía un profundo agradecimiento a Jesús por haber querido entrar en su casa y por estar iluminando su vida.

Tan clara es la verdad, tan amable ha sido el Señor que se ha dignado a entrar en su casa, incluso sin que se lo pidiese, que Zaqueo siente en su interior una profunda sacudida. Es el momento de la conversión. Y en ese ambiente de alegría, declara: «Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si en algo he defraudado a alguno, le restituyo el cuádruplo» (Lc 19,8).

Una conversión sin cálculos

Nadie le había pedido un acto de generosidad tan grande. Lo decide así porque quiere. No se siente coaccionado: es él quien libremente toma esa decisión. No piensa que está haciendo algo contrario alo que realmente le gustaría. Él, acostumbrado a hacer cómputos económicos, no se para en cálculos mezquinos porque no se siente en la obligación de responder a una demanda, sino que sencillamente decide tomar una iniciativa. Y lo que decide no le parece heroico, porque está admirado de la bondad del Señor y, por tanto, todo le parece poco. En definitiva, no se propone dar algo, sino darse, porque lo que ha decidido es amar, es decir, corresponder al amor del Señor. Zaqueo, más que generoso, ha empezado sencillamente a vivir de amor.

«Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás por amor a mi Señor Jesús»[2]. Es evidente que un acto de esta naturaleza solo se puede hacer si se está contento de hacerlo: Zaqueo lo hace porque está alegre, agradecido y admirado, y hacerlo le llena de felicidad. Con razón se ha dicho que la alegría «no es una virtud distinta de la caridad, sino cierto acto y efecto suyo»[3]. Por eso, sabernos libres para amar «nos lleva a experimentar en el alma la alegría, y con ella el buen humor»[4]. Quienes han hecho la elección de entregarse están alegres: «La palabra “feliz” o “bienaventurado”, pasa a ser sinónimo de “santo”, porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha»[5].

Acaba de oírse la sorprendente declaración del jefe de los publicanos. Se trata de un propósito que nadie le pidió. Va más allá de lo que sería su estricto deber. Quizá alguno de los comensales piensa que lo que acaba de decir no responde a la lógica humana. Nosotros solo conocemos la respuesta de Jesús. El Evangelio se limita a recoger las palabras del Señor: «Jesús le dijo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa, pues también este es hijo de Abraham”».

La alegría de alegrar al Señor

La respuesta del Señor no ha sido una constatación fría de un hecho. Jesús es verdadero hombre y, como tal, tiene sentimientos. En varias ocasiones los Evangelios nos los narran: se compadece ante la muchedumbre que está como ovejas sin pastor (cfr. Mt 9, 36), se indigna ante los mercaderes que negocian en el templo (cfr. Jn 2, 14.17), se duele ante la desgracia de la viuda que ha perdido su único hijo (cfr. Lc 7, 11-17), se emociona ante aquella otra que echa en el alcancía del templo sus dos monedas (cfr. Mc 12, 41-44), llora la muerte de su amigo Lázaro (cfr. Jn 11, 35) y se sorprende ante las maravillas que obra su Padre.

También en esta ocasión Jesús tuvo que conmoverse profundamente. El Señor vio el cambio de vida de Zaqueo y su generosidad, pero vio también cómo había actuado el Espíritu Santo en el alma de ese pecador. Si Zaqueo es capaz de formular un propósito así es porque el Paráclito se lo ha inspirado. Jesús ve la maravilla de la acción divina que impulsa y ayuda al hombre, respetando su naturaleza libre. Parece que la iniciativa es del hombre, que decide convertirse, pero en realidad era previa la llamada divina a la conversión; era previo ese trabajo silencioso del Espíritu Santo en el alma de Zaqueo, que lo impulsaba a trepar al árbol.

Jesús, que ve todo esto, se alegra mucho. Tuvo que notarse en su rostro, en el timbre de su voz, en sus ojos que brillaban por la emoción. Y eso lo percibió Zaqueo. A la alegría de haber visto a Jesús, de haberlo escuchado, de haber comprobado cómo le tomaba en consideración hasta el punto de entrar en su casa, se suma ahora la alegría de haber sido capaz de alegrar al Señor. Alegrar a Dios y alegrarse con Dios: ¿qué más se puede pedir?

Eduardo Baura // Photo: Luke Porter (Unsplash)


[1] Francisco, Homilía en Santa Marta, 12-III-2018.

[2] Amigos de Dios, n. 35.

[3] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q.28, a.4.

[4] F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 6.

[5] Fransico, Ex. Ap. Gaudete et exsultate, n. 64.