Con el espíritu de Dios, la castidad no resulta un peso molesto y humillante. Es una afirmación gozosa: el querer, el dominio, el vencimiento, no lo da la carne, ni viene del instinto; procede de la voluntad, sobre todo si está unida a la Voluntad del Señor. Para ser castos -y no simplemente continentes u honestos-, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor.
Comparo esta virtud a unas alas que nos permiten transmitir los mandatos, la doctrina de Dios, por todos los ambientes de la tierra, sin temor a quedar enlodados. Las alas -también las de esas aves majestuosas que se remontan donde no alcanzan las nubes- pesan, y mucho. Pero si faltasen, no habría vuelo. Grabadlo en vuestras cabezas, decididos a no ceder si notáis el zarpazo de la tentación, que se insinúa presentando la pureza como una carga insoportable: ¡ánimo!, ¡arriba!, hasta el sol, a la caza del Amor.
Acabo de señalaros que me ayuda, para esto, acudir a la Humanidad Santísima de Nuestro Señor, a esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! Él no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma. Responder que sí a su Amor, con un cariño claro, ardiente y ordenado, eso es la virtud de la castidad. (Amigos de Dios, nn. 177-178)