Año litúrgico, Cristo en el tiempo

«Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo". —Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?» (San Josemaría, “Camino”, 382).

La historia humana es y será para siempre una "historia de salvación", y esto es lo que la Iglesia celebra en el año litúrgico. Sus fiestas y tiempos no son "aniversarios", una mera repetición de algunos momentos históricos de la vida del Señor; son la celebración de su presencia, la actualización de la salvación que el Padre, por Jesucristo, nos comunica en el Espíritu Santo.

La Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II presenta el año litúrgico con estas palabras: «La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo» (Sacrosanctum Concilium, 102). Cada año litúrgico es, pues, una nueva oportunidad de gracia y de presencia del Señor de la historia en nuestra propia historia cotidiana, en los sucesos –también los más insignificantes- de cada jornada. El mismo que es, que era y que será, viene a nosotros en el tiempo, aquí y ahora, para vivir el presente, el de cada uno, con sus hermanos los hombres.

El año litúrgico está impregnado de la presencia salvífica del Señor para que en cada tiempo litúrgico –con sus características concretas- los cristianos podamos asemejarnos más a El, no sólo en el sentido moral de imitación, de mudanza de costumbres y de mejora de la conducta, sino de verdadera identificación sacramental –inmediata- con la vida de Cristo. Así, nuestra vida diaria se convierte en un culto agradable al Padre por acción del Espíritu (cfr. Rm 12, 1-2).

Ya a partir de los primeros siglos, a la celebración de los misterios de Cristo, la Iglesia unió la celebración de la Virgen y del día del tránsito a la casa del Padre de los mártires y los santos. Con su vida, han sabido dar testimonio de la vida de Cristo, especialmente de su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión gloriosa al cielo. Por eso a lo largo del año litúrgico son propuestos a los fieles cristianos como ejemplo de amor a Dios.

“Frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando habré ido, y os haya preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros (Jn 14, 2-3). El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José —a quien tanto venero—, de los Angeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada” (San Josemaría, “Amigos de Dios”, 220).

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