Villa Tevere: La historia de diez años entre andamios y albañiles

San Josemaría viajó a Roma por primera vez en 1946. Poco después decidió establecer la sede central del Opus Dei en la capital italiana. En "El hombre de Villa Tevere" Pilar Urbano sigue los pasos de san Josemaría en la búsqueda del inmueble adecuado para este fin, y las ‘aventuras’ de la construcción de la sede definitiva.

Villa Tevere.

San Josemaría viajó a Roma por primera vez en 1946. Poco después decidió establecer la sede central del Opus Dei en la capital italiana. En El hombre de Villa Tevere Pilar Urbano sigue los pasos de san Josemaría en la búsqueda del inmueble adecuado para este fin, y las ‘aventuras’ de la construcción de la sede definitiva.

Recorren Roma de punta a punta, buscando casa. No una casa cualquiera: ni un barracón, ni un palacio, ni una mansión de burgueses, ni un cuartel de soldadotes, ni un hotel de paso, ni un inmueble de oficinas… Ha de ser, para ahora y para los siglos, la casa del padre de una familia muy muy numerosa. Ha de ser la sede central del Opus Dei, con carácter perdurable, con presencia digna, con capacidad alojadora y crecedera, en previsión de un futuro en el que acudirán allí a vivir, a estudiar y a formarse hombres y mujeres de todos los países del mundo.

En la tienda de antigüedades que un judío tiene en Piazza di Spagna, el Padre y don Álvaro le han echado el ojo a una preciosa talla barroca de la Madonna.

Baratísima: ocho mil liras (ochocientas pesetas). Es una ocasión que no quieren dejar escapar, pensando ya en la próxima sede. Pero habrán de pasar varias semanas, más de un mes, hasta que logren reunir esa cantidad. (1)

Detrás de Escrivá no hay ningún mecenas, ningún promotor, ningún magnánimo patrocinador. En esos momentos, para contar las vocaciones de la Obra en Italia, bastan los dedos de una mano. En España, se trabaja ya de modo estable en Madrid, en Barcelona, en Zaragoza, en Valencia, en Bilbao, en Granada, en Valladolid, en Santiago… Pero las jóvenes que viven en Los Rosales, además de estudiar, crían pollos y cultivan hortalizas para asegurarse el puchero. También los chicos, en Molinoviejo, conjugan los estudios y las obras de ampliación de la casa con la puesta en marcha de una pequeña granja. Y no se les caen los anillos a los flamantes arquitectos, ingenieros, físicos, abogados o matemáticos, mientras batallan con las gallinas, los cerdos y alguna que otra vaca lechera. El polvillo residual del carbón se amasa con yeso y sirve para alimentar la calefacción. Y en la cocina inventan unas sofisticadas hamburguesas… de arroz cocido y machacado. Son soluciones provisionales y pintorescas, para salir del paso. Pero ésa es la fotografía real de la intendencia financiera del Opus Dei, en esos años.

La Italia de la posguerra es una curiosísima república aristocrática donde princesas, duques, condes y marquesas pululan, menesterosos pero dignos, por los salones venidos a menos de la que fue una esplendorosa alta sociedad. Algunos están a la última de las noticias de casas que se alquilan, palacetes que se traspasan, muebles que van a ir a la almoneda, tapices, lámparas y cuadros que se venden… todo «de particular a particular», con la discreción de la pobreza vergonzante y por un pequeño puñado de liras.

Un día, suena el teléfono en Città Leonina. Al otro lado del hilo, la princesa Virginia Sforza-Cesarini. Gestos de extrañeza entre quien tiene aún el auricular en la mano y los otros de la casa… No la conocen.

-He sabido que están buscando ustedes una villa, una residencia… Quizá yo sepa algo que les pueda convenir. Estaría encantada de recibirles en mi domicilio a la hora del té…

Acuden Escrivá y Del Portillo. La princesa Sforza-Cesarini es una dama afable y encantadora, pero la oferta que les hace, en nombre de un tercero, no les interesa; entre otras razones, porque la casa está fuera de Roma. El Padre aprovecha la visita para hablar a esta señora de amor a Dios, de vida de oración, del valor del sufrimiento. Luego le explica qué es el Opus Dei, cuál ha de ser la envergadura de sus apostolados por el mundo entero y cómo esa tarea ha de bombearse desde el corazón de la Iglesia: Roma. (2)

Virginia Sforza ha quedado bien impresionada y se dispone a ayudar en la búsqueda del inmueble. Pocos días después, vuelve a ponerse en contacto con ellos: «Tengo algo que me parece interesante.» Y lo es. Se trata de una villa grande, con jardín edificable, en el barrio del Parioli. Pertenece a un aristócrata, el conde Gori Mazzoleni, que quiere venderla para irse de Italia. La casa había sido alquilada como embajada de Hungría ante la Santa Sede, pero esa representación diplomática ha cesado, tras la ruptura de relaciones entre el gobierno comunista de Hungría y el Estado Vaticano. El propietario desea venderla cuanto antes y sin intermediarios.

El Padre, Álvaro del Portillo, Salvador Canals y algún otro más van a ver la villa. Hace chaflán entre el viale Bruno Buozzi y la Via di Villa Sacchetti. El jardín llega hasta la Via Domenico Cirillo. El conde Gori Mazzoleni les recibe en la vivienda del portero, que es donde se aloja: la zona noble del inmueble continúa ocupada por algunos funcionarios y empleados de la legación de Hungría que, aun contra todo derecho, remolonearán en su marcha y seguirán ahí durante casi un par de años.

Al Padre le gustan la situación de la casa, la amplitud del terreno edificable, el estilo quattrocento florentino del pabellón principal… Y encarga a don Álvaro que inicie los trámites para adquirirla. Como no tienen dinero, lo único viable es comprar la propiedad dando una entrada simbólica. Después, proceder a su hipoteca y, con el importe de ese crédito, pagar al vendedor.

Serán Del Portillo, Canals y un abogado amigo, el doctor Merlini, quienes regateen y negocien. Logran reducir tanto la cantidad fijada al inicio, que casi parece un regalo. Pasados dos o tres años, esa finca valdría treinta o cuarenta veces más. Pero lo cierto es que, aun siendo una cantidad pequeña, en esos momentos no disponen de ella. Se emplean en la esgrima del «sablazo», pidiendo a todos los que pueden dar.

Consiguen del dueño de la villa que les formalice la venta sin cobrar… entregándole, en prenda, unas cuantas monedas de oro que guardaban para confeccionar un vaso sagrado. Como no quieren perderlas, estipulan en el contrato que esas arras les sean devueltas en cuanto abonen la cantidad total. Y se comprometen a efectuar el pago íntegro en dos meses. La única condición de Gori Mazzoleni es que el precio convenido lo abonen en francos suizos. Por lo demás, él esperará a que los compradores reúnan el dinero. (3)

Cuando, después de firmar el contrato, a las tantas de la madrugada, Álvaro del Portillo y Salvador Canals regresan a Città Leonina, el Padre está esperándoles; no sólo despierto, sino rezando, de rodillas, en el oratorio. (4)

-¡Ha aceptado las monedas de oro… y nos da de margen un par de meses! La condición que pone es que le paguemos en francos suizos…

Escrivá de Balaguer se echa a reír y se encoge de hombros, sorprendido y divertido:

-¡No nos importa nada! Nosotros no tenemos ni liras, ni francos… Y al Señor le es igual una moneda que otra. (5)

Después, cuando pida a sus hijas que recen por este asunto, les dirá, con un guiño de pillería:

-¡Pero no os equivoquéis de moneda: tienen que ser francos suizos! (6)

Aún están pendientes los pagos, cuando el conde Gori Mazzoleni se encuentra un día por las calles de Roma a Encarnita Ortega y a Concha Andrés. Detiene su coche y las lleva a Città Leonina. Durante el trayecto se deshace en elogios hacia don Álvaro:

-Para mí, no es sólo una persona honrada, con quien he tenido un trato comercial, le considero un amigo leal, un consejero prudente… y un sacerdote admirable. (7)

Algún tiempo después, cuando ya los de la Obra se hayan trasladado a la villa de Bruno Buozzi y vivan en la zona de la portería, el conde va a visitarles. Pasa al interior de la que fue su vivienda y, fijándose en el brillo de los suelos, le pregunta a Salvador Canals:

-¿Habéis cambiado el pavimento?

-No. Es el mismo… pero limpio. (8)

Lo habría podido decir igual, algo más tarde, si hubiese visitado la parte noble de la casa: a unas paredes se les había lavado la cara; otras se habían tapizado, aunque ahorrando tela en las superficies que iban a ir cubiertas por algunos cuadros grandes; los propios miembros de la Obra se emplearon a fondo en la decoración, pintando los techos, las vigas, las jambas de las puertas… Eran las mismas habitaciones, pero con muchas manos de limpieza y de pintura artesanal.

Desde julio de 1947 y hasta febrero de 1949, que es cuando los inquilinos húngaros abandonan la villa, los de la Obra vivirán en esos dos pisos de la portería. Arriba, la administración y el comedor; abajo, la residencia, Il Pensionato.

Son pocas las habitaciones y muchos los residentes. A cada metro cuadrado se le da un multiuso intensivo. En algunos momentos tienen la impresión de estar en un autobús a la hora punta. Sólo hay una cama «puesta», una cama estable, con patas y somier. Por las noches se despliegan colchonetas, como en los campamentos. Sin dramatizar, incluso con humor, el Padre recordará más tarde esta extraña e incómoda forma de vivir: «Como no teníamos dinero, no encendíamos la calefacción. Tampoco teníamos sitio donde dormir. No sabíamos en qué lugar descansaríamos por la noche: si junto a la puerta de la calle, en ese rincón, o en aquel otro. Había una sola cama y la reservábamos por si alguno caía enfermo (…). Vivíamos, como san Alejo, debajo de la escalera.» (9)

Durante el día, todos ayudan en las obras y en la decoración, estudian, van a las universidades pontificias y realizan un intenso apostolado con otros chicos universitarios. Pronto se extenderá el Opus Dei por varias ciudades italianas: Turín, Bari, Génova, Milán, Nápoles, Palermo…

A los equilibrios para pagar la propiedad adquirida y para proveer a la manutención de todos ellos, se añaden los gastos de las obras iniciadas. Durante once años vivirán entre andamios, piquetas, trasiegos de capataces, albañiles, carpinteros, fontaneros… a los que hay que pagar inexorablemente cada sábado, a la una y cuarto del mediodía.

Es Álvaro quien da la cara: solicita créditos, firma letras, pide dinero prestado. Él mismo ha contado algo -no todo- de las dificultades con que se topaban para costear los materiales de las obras y pagar semanalmente a los obreros su justo salario:

«La primera vez pudimos pagar sin problemas, porque habíamos ahorrado algo de dinero, pero la segunda ya no. Y empezamos a buscar por toda Roma gente que nos prestase la suma necesaria. Una persona se ofreció, pero al día siguiente vino diciendo que había que hipotecar la finca, cosa completamente desproporcionada para la cantidad que pedíamos. Habíamos perdido un día. Se acercaba el sábado, y debíamos pagar a los trabajadores por encima de todo.

»Por fin, hablamos con el abogado Merlini, que tenía una perilla muy simpática y era un hombre muy piadoso, muy bueno y un competente jurista. Él nos había ayudado en la compra de la casa y en muchas otras gestiones. “Esta vez -dijo-, por casualidad tengo un dinero que me ha dejado un cliente y del que puedo disponer durante un año.” Nos lo prestó sin intereses, y eso dio para pagar dos semanas.

»Después, el Señor hizo que pudiéramos ir arreglándonos a base de letras y de equilibrios. Era desnudar a un santo para vestir a otro: una locura, una fuente de sufrimientos. ¿Y cómo pagamos? Es un milagro. No se sabe cómo, pero pagábamos siempre.» (10)

Al fin, encuentran una empresa constructora, de la que es propietario Leonardo Castelli. Este hombre ve los trabajos emprendidos y los planos de lo que se proponen acometer. Entiende que no es un proyecto de circunstancias, sino que ha de hacerse a conciencia, porque es una obra que debe perdurar siglos. Se fía de la bonhomía y de la honradez de don Álvaro… y decide actuar como contratista: en adelante, Castelli abona el sueldo a los obreros cada semana. Incluso refuerza el número de operarios para que aceleren la construcción. Del Portillo tendrá que afrontar la factura de Castelli cada sesenta o noventa días. La deuda no mengua, pero el plazo para pagar es más holgado.

Sin embargo, nadie baja la guardia. Todos en la casa se aprietan el cinturón. Madrugan, porque han de ir andando a las universidades, para ahorrar el dinero del trolebús o del tranvía. En esas largas caminatas, calzan alpargatas y llevan los zapatos a mano en un paquete: así no desgastan las suelas.

Las obras de ampliación de la Villa de Bruno Buozzi se intensifican. Siguen viviendo en la portería que llaman Il Pensionato.

Porque no tiene «el mal de la piedra» y también porque es más amigo de los finales que de los comienzos, se negará siempre a bendecir las piedras primeras. Y así ocurre en las obras de Bruno Buozzi. Sin más ceremonia que el signo de la cruz, un Te Deum rezado, y un alegre «¡A todos, auguri! ¡siamo arrivati!», queda bendecida la última piedra del conjunto de edificios que integran Villa Tevere. Es el 9 de enero de 1960. Y llueve torrencialmente. (22)

¿Qué es Villa Tevere? Es la casa del paterfamilias… De una familia numerosa, trabajadora y pobre. Es una casa grande, hidalga y sencilla, sin aires de grandeza.

Se ha ganado espacio por arriba, por abajo, por delante y por detrás. Se ha construido sobre lo que era un gran jardín. Se han elevado alturas y se han perforado sótanos. El conjunto, recogido y armonioso, no es en absoluto monumental, ni mucho menos imponente. Tiene gracia, tiene donaire y tiene un toque genuino, entre popular y distinguido. Se ha respetado el estilo florentino clásico de la Villa Vecchia, de la «casa vieja» original. Los diferentes niveles hacen necesarias muchas escaleras, cavalcavias y galerías de comunicación.

La inventiva literaria se disparará a la hora de bautizar cada rincón, cada recodo de pasillo, cada diminuto patio interior… Y así, los cortili -minúsculos patinillos de ventilación- toman nombres simpáticos de cualquier detalle ornamental: del Fiume, della Palla, dei Cantori, delle Tartarughe, del Cipresso… Un fotógrafo tendrá sin duda grandes problemas con el objetivo, para poder captar algún encuadre, por falta literal de perspectiva. Todo allí es tan diverso como reducido. Se puede pasar por delante de las que llaman Fontana della Navicella o delle Cannelle, sin darse cuenta ni de que están allí.

Pero, para quienes viven en Villa Tevere, cada lugar tiene su historia entrañable. Cada piedra es un libro abierto que rezuma recuerdos vividos cerca del fundador. «Aquí es donde el Padre me dijo que…» «¡Cuántas veces el Padre, ante esta imagen de la Virgen…!» «Cuando se pintaba el fresco que hay en aquella pared, el Padre ayudaba…» Son los escenarios de su vida. Y todos ellos están indisolublemente unidos a la propia épica de la Obra: una lápida de mármol; las huellas de unos pies descalzos, indicando el arranque de una ruta; el Ángel custodio, guardián del Opus Dei; la airosa cartela con las palabras «Omnia in bonum», diciendo a quien la mire que «todo es para bien»; la cruz de forja, con las puntas en flecha, rematando il torreone

Notas

1. Cfr. AGP, RHF 20164, p. 862 y AGP, RHF 21167, p. 742.

2. Cfr. AGP, RHF 20165, p. 836 y AGP, RHF 21170, p. 462.

3. AGP, RHF 20165, p. 836, AGP, RHF 21165, p. 850 y AGP, RHF 21170, pp. 463-464.

4. Cfr. AGP, RHF 21170, p. 463.

5. Ibídem.

6. Relato oral de doña Lourdes Toranzo a la autora.

7 y 8. Testimonio de doña Encarnación Ortega Pardo (AGP, RHF T-05074).

9. AGP, RHF 20162, p. 1055.

10. AGP, RHF 21171, pp. 1249-1250.

22. Testimonio de don Carlos Cardona Pescador (AGP, RHF T-06138).

AGP: Archivo general de la Prelatura

RHF: Registro histórico del fundador

Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, Plaza y Janés, Barcelona 1997, pp. 39-54.