Una ayuda y un negocio "florecientes"

200 minusválidos impulsan en las afueras de Madrid una de las empresas de floristería más pujantes de España. La dirige José Alberto Torres, una persona del Opus Dei, que ayuda a sus empleados a enorgullecerse de su trabajo.

Casi 200 minusválidos trabajan en esta iniciativa.

Esta historia comenzó poco antes de Navidad con las estanterías y las macetas de flores casi vacías. Las azaleas, petunias, margaritas y begonias de los jardines de La Veguilla, una finca situada en las afueras de Madrid, ya se habían vendido y, en parte, distribuido. Es la historia de una empresa privada que da trabajo a minusválidos: la de mayor éxito en su género en España y, un año más, ha conquistado los mercados de la capital española.

La Veguilla tiene muchos rasgos diferentes: es un negocio verdaderamente floreciente; un laboratorio biotécnico para nuevos cultivos, cruces y patentes, y, sobre todo, un lugar de trabajo y un hogar para casi 200 minusválidos a quienes proporciona jornal, autoestima y la sensación de saberse útiles.

Esto último es lo que le interesa a José Alberto Torres. Él es el empresario, la “chica para todo”, el director de los viveros y el secretario general de la Fundación que sostiene este ya sólido proyecto. Además, es miembro del Opus Dei, de esa organización católica de laicos y sacerdotes que en las novelas de Dan Brown se presenta como una oscura y fantasmagórica sociedad secreta.

Una especial obra de Dios

Torres, gallego de nacimiento, fuma Ducados y lleva gafas oscuras, pero tiene proyectos muy claros. Agregado del Opus Dei (así se llaman algunos de los miembros de la organización que viven voluntariamente en celibato), es en cierto modo el padre de una gran familia. Antiguo funcionario de Hacienda, canoso, con un hablar bajo y ponderado, se dedica desde hace un cuarto de siglo a una especial obra de Dios. Una obra que tiene algo profundamente terreno, empezando por la tierra húmeda de los tiestos, climatizados y regados con rocío artificial.

Rafael es el mayor de todos los hombres y mujeres de 18 a 53 años, que, entre invernaderos de cristal, han aprendido cosas de las que nadie, ni siquiera en su casa, les hubiera creído capaces. De uno como Rafael dijo una vez su padre: “Si Ud. piensa que mi hijo va un día a poder sostenerse por sí mismo, solo le digo una cosa: eso es una locura”.

Pero precisamente eso es lo que consiguen los 100 empleados fijos y los ya casi 100 aprendices. Según sean su estado físico, facultades y constancia, estos minusválidos, que ni son inválidos ni tienen grandes defectos físicos, logran con la jardinería algo lleno de sentido. Un trabajo de 40 horas semanales les proporciona un sueldo, estima en su ambiente y una satisfacción difícil de calibrar.

La ‘Laborem exercens’ y la ‘práctica de la ocupación’

Rafael, con quien tropezamos media docena de veces durante nuestra visita, lleva cosas pequeñas de un sitio a otro. En todas partes es recibido con cariño; tiene una cara amable y una abierta manera de saludar, repitiendo una y otra vez con orgullo, que ya lleva 23 años aquí; tiene además una memoria infalible para recordar cuál es el santo del día.

A su alrededor trabajan, profesionalmente instruidos, sus colegas; no únicamente con flores, sino también como ayudantes de albañiles y en otras profesiones manuales, e incluso en el laboratorio biológico del Dr. Marisé Borja. A quien no sabe leer se le ayuda mediante símbolos.

Los que plantan, riegan, cambian las plantas de tiestos y las cargan para el transporte son, como dicen, sus ayudantes, prácticos y habilidosos. Como se confía en ellos, aprenden con gusto y adquieren además otras facultades. Por si surgen dificultades, tienen a su alcance especialistas, no solamente de flores, sino también sicólogos, psiquiatras y médicos.

En tiempos de Franco ya había en los terrenos de La Veguilla una escuela para minusválidos. Por falta de recursos económicos hubiera tenido que ser cerrada en los años setenta, pero los padres se hicieron cargo de ella; los fundamentos, sin embargo, eran poco seguros, hasta que en 1981 apareció Torres. En ese año, declarado Año Internacional de los Minusválidos, Torres se tomó a la letra la Encíclica «Laborem exercens» y decidió hacer de la teoría de la “terapia de la ocupación”, “la práctica de la ocupación”.

Cinco millones de tiestos

Primero intentaron salir adelante mediante la producción de objetos de cerámica, de reposteros y muebles, pero con la creciente globalización fueron perdiendo competitividad. Con las flores se abrió, por fin, la brecha. Hoy en día se venden al año cinco millones de tiestos a personas privadas y sobre todo a mayoristas.

El humanista Torres no es un tratante de la misericordia, sino un economista que afirma: “No vendemos compasión, sino calidad”.De esa calidad, sometida a continua competición con nuevos y más eficientes “autómatas de invernaderos”, dependen al mismo tiempo numerosos efectos secundarios de carácter puramente humano. Mientras se mantenga la calidad, los “chicos” y las “chicas” de entonces, hoy adultos, tendrán un trabajo y también una vivienda, si es que no pueden estar con su familia. Aquí pueden hacerse viejos, y quitar a sus padres la preocupación de “¿que será de él o de ella, cuando nos muramos?”.

Dentro de sus limitaciones, aquí los minusválidos llevan una vida normal, sobre todo en comparación con los que están en instituciones públicas, donde se les da de todo, excepto conciencia de su propio valer y sentido de su vida. Tienen libres los fines de semana y pueden, porque nadie se lo impide, irse con el autobús a la fiesta del pueblo vecino. La experiencia de la vida entre las flores es que rara vez son agresivos o depresivos, y que los conflictos se resuelven en recíproca cooperación, de modo que, en el ideal de los casos, las deficiencias de cada uno se compensan.

Sin ellos, no florecería Madrid

Una madre se extrañaba de que su hijo, que en casa era un tirano y solía pegar a sus atemorizados padres, en La Veguilla fuera “tan obediente”. Aquí, en caso de duda, basta una palabra dicha con firmeza. Torres no se puede quejar de falta de interés, pero su jardinería tampoco rebosa personal porque algunos padres no tienen confianza en este experimento y otros prefieren cobrar la renta estatal. Para las flores no hay subvenciones, salvo los subsidios para la Seguridad Social. Por lo demás, la empresa, que algún día podría ser una Sociedad Anónima, no es una carga para nadie; todo lo contrario.

El día más impresionante para Torres fue quizá cuando se casaron dos de sus primeros protegidos, entre otras cosas porque fue testigo. Y luego, el día en que Gonzalo, muy serio, le pidió hablar con él, y su mujer, Pilar, se pintó antes los labios cuidadosamente. Tenían un deseo y una pregunta. Su deseo era tener un hijo y la pregunta: “¿Será como nosotros?”. Torres les contestó que probablemente, no lo sería, pues su caso no era genético.

El hijo tiene ahora diez años y naturalmente, es más listo que ellos, lo cual no siempre deja de ser un problema para los padres. Pero la falta de seguridad de estos padres o la de sus compañeros no enturbia su vida cotidiana entre las begonias. Los minusválidos saben lo que dijo una vez D. Alberto: “Sin nosotros, no florecerían los jardines en Madrid”.

Publicado en Frankfurter Allgemeine Zeitung