Antes de subir al cielo, Jesús quiso tener un breve encuentro con los apóstoles a modo de despedida. Su aparición, sin embargo, les había cogido por sorpresa, pues los once se encontraban en ese momento «a la mesa». El Señor aprovechó esos últimos momentos con sus discípulos para exponer el programa de vida que de ahora en adelante les esperaba: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio» (Mc 16,15). Al leer este pasaje, a san Josemaría en una ocasión le entraron ganas de exclamar: «¡Es la tertulia!». No era la primera vez que el evangelista señalaba una reunión de este tipo. Antes de la multiplicación de los panes, el Señor dijo a los doce: «Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco» (Mc 6,31). «Esas conversaciones –añadía el fundador del Opus Dei– de Cristo resucitado con los discípulos son también el evangelio de la tertulia; hasta hoy no lo he visto con esta luz»[1].
Para llegar al corazón
San Josemaría, al recordar los momentos en que Jesús se reunía familiarmente con los apóstoles y se entretenía con ellos, comentaba que la costumbre de la tertulia tiene «sabor de primitiva cristiandad»[2]. Desde los primeros años de la Academia DYA, esta costumbre desempeñaba un papel clave en la vida de familia del centro. Don Álvaro, en su comentario a la Instrucción 31-V-1936, apuntaba que san Josemaría transmitía el espíritu de la Obra a los primeros en esos momentos: era una oportunidad para ver las cosas con sentido sobrenatural y avivar el afán apostólico, también cuando no se hablaba más que de temas intrascendentes o de broma[3].
Un cristiano es parte del pueblo del Dios y, de algún modo, fundamenta su identidad en torno a esta realidad. La lucha por ser santos no es algo solitario, sino que el Señor cuenta con las relaciones que establecemos en nuestra vida. «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» [4].
La tertulia es un momento en el que podemos experimentar la común pertenencia al pueblo de Dios que es la Iglesia y a esa parte que es la Obra. Por eso no es solo una reunión: es una necesidad de la vida en familia, un momento en el que podemos acoger a nuestros hermanos y desplegar nuestras cualidades para llegar al corazón de cada uno. Por eso es también un medio de formación, donde aprendemos sobre el modo de ser de los demás, comprendemos maneras distintas de ver la vida y enriquecemos nuestro mundo interior. Disfrutar de la compañía de otros alimenta nuestras relaciones para hacer llegar a todos nuestro cariño: «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices» [5].
Pero esto no es algo que se deba dar por descontado, ni fruto de la inercia o del hecho de vivir bajo un mismo techo. Querer construir un hogar del que todos se sienten parte lleva a alimentar la vida en familia con una constante creatividad, sin fórmulas prefijadas. Y es en la tertulia, así como en otros momentos en los que se comparte el tiempo con las personas del centro, el contexto donde podemos realizar ese deseo.
Una pérdida de tiempo
Compartir momentos juntos es esencial en la vida de cualquier familia. Los ratos de tertulia nos ayudan precisamente a entablar relaciones con las personas con quienes convivimos. «Si no tuvierais la tertulia, (…) no estaríais unidos entre vosotros, viviríais como desconocidos» [6]. Es cierto que, en ocasiones, no siempre se puede participar en ella, o bien solamente se puede asistir una vez a la semana, o con ocasión de un medio de formación o unos días de convivencia; pero, en cualquier caso, cuando estamos allí siempre podemos convertirla en una oportunidad para cultivar esa fraternidad que nos lleva a salir de nosotros mismos e interesarnos por nuestros hermanos. Nos recuerda, en medio de las ocupaciones del día a día o de la semana, que formamos parte de una familia sobrenatural.
Desde un punto de vista utilitarista, podríamos pensar que la tertulia es una pérdida de tiempo, pues no hacemos algo que se traduzca después en términos de productividad o eficacia. Pero es precisamente ese tiempo que perdemos con esas personas lo que nos hace ganar después en alegría y en deseos de llegar a todas las almas. «Si ponéis cariño, cada una de nuestras casas será el hogar que yo quiero para mis hijos. Vuestros hermanos tendrán un hambre santa de llegar a casa, después de la jornada de trabajo; y tendrán también ganas de salir a la calle –descansados, serenos–, a la guerra de paz y de amor que el Señor nos pide» [7].
Efectivamente, el reto se encuentra en lograr que una intensa vida profesional y apostólica se fortalezca en el calor de hogar. Se trata de un ideal que toda familia intenta hacer presente: que el trabajo de los padres se desarrolle en armonía con el cuidado del otro cónyuge y de sus hijos. Por eso, procuramos conciliar estas dos realidades para que se nutran entre sí: trabajar sabiendo que sostenemos una familia, disfrutar haciendo hogar para poder trabajar mejor. En uno y otro sitio, hacemos un mundo más habitable para los hijos de Dios.
Cada uno, a su modo
Nuestra historia personal está marcada en gran medida por el hogar en el que hemos crecido. Asimismo, los cristianos nos sabemos parte de la familia de Dios. El Papa Francisco ha definido la misma Iglesia como «un hogar entre los hogares»[8]. En el Opus Dei estamos llamados a crear también un hogar fundamentado en las dos realidades que nos unen: somos hijos de Dios en la Iglesia y hemos sido llamados por él a su Obra. Y este hogar está llamado también a marcar nuestra propia historia personal.
Toda familia tiene algo que la hace única. Pero podríamos decir también que no todos los miembros desempeñan el mismo rol. Padre y madre ejercen como cabezas de familia con estilos diversos pero complementarios. Y los hijos, en función de su carácter y su edad, contribuyen también a crear, a su modo, ese ambiente de hogar.
Algo similar ocurre en la vida en familia de los centros, y más concretamente en la tertulia. Habrá quien, por naturaleza, sea más propenso a hablar y contar, con todo lujo de detalles, algo que le haya ocurrido recientemente. Otros, en cambio, preferirán pasar más desapercibidos para poder así escuchar con más atención lo que cuenten los demás. Y algunos preferirán preguntar por los intereses de los otros. Todos, en definitiva, están contribuyendo a su modo a custodiar el calor de hogar en cada tertulia. «No pretendas que los demás sean a tu imagen y semejanza, sino a imagen y semejanza de Dios, según las circunstancias personales de cada uno. Lo mismo que en esa colección de borriquitos que me han mandado mis hijas y mis hijos de todo el mundo: los hay de paja, los hay de oro, los hay de plata; los hay con brillantes, los hay con esmeraldas, los hay de hierro, los hay... de todo; de todo los hay. Comprendo que sean así, variados: todos son muy graciosos»[9].
Se trata de una misión en la que cada uno tiene una aportación insustituible. Dios cuenta con nuestros talentos para hacer felices a los demás. Se podría decir que no hay un hogar modélico, sino que cada cual debe ser un mosaico único, formado por los dones que se ponen al servicio de los que nos rodean. Al fin y al cabo, es la lógica de la Sagrada Familia: «En Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la redención»[10].
Precisamente porque cada uno tiene su aportación personal, es lógico que en un hogar existan diferentes modos de pensar y de actuar. Esto forma parte de la vida misma: no hay ninguna realidad social en la que todos sus miembros sean iguales. Análogamente, también se podría decir que no hay ningún centro en la que todos tengan el mismo modo de ser y las mismas preferencias o gustos. Pero esas diferencias no son impedimento para construir el hogar, más bien lo contrario. Nos llevan a querer a los demás no solo por motivos humanos, sino porque son hermanos, hijos de Dios en la Obra. Así, estamos imitando el modo incondicional de amar de Cristo, que no se cierra a un pequeño número de personas, sino a todos aquellos que ha puesto en nuestro camino.
Saborear los momentos
Construir un hogar no siempre es cuestión de pasar más tiempo en la casa o de realizar planes extraordinarios, sino que tiene mucho de apreciar los momentos que nos brinda el día a día con quienes nos rodean. La tertulia es uno de ellos, pero no el único. También las normas de piedad, las comidas, los ratos de deporte o los encargos son oportunidades para pasar tiempo de calidad con los demás: nos ayudan a conocerles mejor y a aprender de cada uno. Del mismo modo, aunque uno no viva en un centro, tiene la ocasión de compartir algunos de esos instantes con frecuencia. Y es que en esas circunstancias cotidianas es donde alimentamos nuestras relaciones con las personas que nos rodean y les hacemos llegar nuestro cariño.
Saborear esos momentos nos permite también descansar y, de algún modo, desconectar del ajetreo diario. Una oración que se atribuye a santo Tomás Moro dice así: «Dame, Señor, sentido del humor. Dame la gracia de comprender una broma, y de descubrir un poco de alegría en esta vida y comunicarla a los demás»[11]. Precisamente al poner ilusión en estas realidades estamos descubriendo esas pequeñas dosis de alegría que se nos presentan cada jornada. Y este descanso, que se nos ofrece gota a gota, nos ayuda más que un aguacero puntual entre muchos días de sequía.
En esas pausas podemos encontrar el apoyo de un hermano que nos reconforta, nos fortalece, nos estimula… Y también al revés: podemos ser consuelo de aquel que se encuentra más cansado. Es la misma actitud que mantuvo Jesús cuando, al ver a alguien desanimado, trataba de hacerle recuperar la esperanza: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2), «¡qué grande es tu fe!» (Mt 15,28), «¡levántate!» (Mc 5,41), «vete en paz» (Lc 7,50), «no tengáis miedo» (Mt 14,27). Es este un lenguaje que toda familia está llamada a aprender.
[1]. Palabras de san Josemaría citadas en la n. 142 a la Instrucción 31-V-1936.
[2]. San Josemaría, Notas tomadas de una tertulia, 16-VI-1974.
[3]. Cfr. Instrucción 31-V-1936, n. 142.
[4]. Lumen gentium, n. 9.
[5]. Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 10.
[6]. San Josemaría, Notas tomadas de una tertulia, 19-XII-1967.
[7]. Instrucción 31-V-1936, n. 114.
[8]. Francisco, Discurso, 6-V-2019.
[9]. San Josemaría, Notas tomadas de una tertulia, 4-V-1968.
[10]. San Josemaría, Carta, 14-II-1974, n. 2.
[11]. Oración del buen humor de santo Tomás Moro.