El mandamiento de “no robar” no ha perdido vigencia: es el séptimo mandamiento de la ley de Dios entregada a Moisés que con Cristo tiene una fuerza nueva. ¿Qué es robar? Robar es «la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño». La R.A.E. da algunos sinónimos que muestran la variedad de los modos de robar: hurto, saqueo, atraco, timo, estafa, desfalco, pillaje, ratería, rapacería, afano, alzo, rapto, etc. Parece una lista interminable.
Con esta definición puede ser que se despierten más preguntas que respuestas, como, por ejemplo: ¿Es justo comprar algún objeto a un precio de ganga si se sospecha que son robados? ¿Si todo el mundo se roba las herramientas de su oficina puedo hacerlo yo? ¿Puedo quedarme con un gran monto de dinero encontrado en la calle o debería hacer algo más? ¿Se justifica robar a los ricos para repartirlo a los pobres? Tal vez nos hemos visto enfrentado a situaciones como esta y queda claro que no basta con saber que no hay que robar.
Vivir la justicia y respetar la propiedad privada
Podríamos decir que el séptimo mandamiento es una ley que protege lo tuyo y lo mío, pero tiene un fundamento más profundo y en Cristo tiene dimensiones más amplias.
Este mandamiento exige dar a cada uno lo que le es debido, lo suyo, es decir exige practicar la justicia. Puede cometerse una injusticia por el pecado de robo (hurto cuando se toman los bienes ajenos ocultamente, rapiña si se toman con violencia). Dando respuesta a algunas de las preguntas que formulamos, hay que considerar que no hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el rechazo es contrario a la razón y al destino universal de los bienes. Es el caso extremo de la necesidad urgente en que el único medio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido, etc.) es disponer y usar de los bienes ajenos. Resulta importante reconocer cuáles son las necesidades esenciales y cuáles no; si no vivimos la virtud de la justicia y la caridad todo nos podría parecer un bien de primera necesidad y podríamos justificar cualquier de las formas de robo.
Resulta interesante lo que dice el Papa León XIV sobre la pobreza y la codicia en el mundo: «Hoy, en lugar de las multitudes que aparecen en el Evangelio, hay pueblos enteros, humillados por la codicia ajena aún más que por el hambre misma. Ante la miseria de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e injusticia. En lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del hombre» (Homilía Corpus Christi 2025). Es una invitación a ir más allá del precepto de no robar, a remediar la injusticia con la generosidad y la humildad.
También este mandamiento pide respetar la propiedad privada. Se entiende que algunos bienes tienen un dueño y que su uso es regulado por él. Enseña el Catecismo que «la apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo» (Catecismo, 2402). La Iglesia ha rechazado tanto aquellas ideologías totalitarias que pretenden acabar con la propiedad privada, como aquel capitalismo que procura acaparar la mayoría de los medios de producción en pocas manos, dejando a muchas personas en una situación muy precaria.
Restituir si se ha causado un daño
Un aspecto importante es la restitución, es decir, reparar los daños causados por lo que hemos adquirido o estropeado injustamente. El verdadero dolor de los pecados contra el séptimo mandamiento debe incluir siempre la intención de reparar tan pronto sea posible (aquí y ahora si se puede) todas las consecuencias de nuestra injusticia. A veces esto resulta complicado, pero pueden servir estas ideas como referencia para resolver cada caso concreto: la restitución debe hacerse a la persona que sufrió la pérdida o a sus herederos; si no se pueden encontrar, los beneficios ilícitos pueden darse a beneficencia o instituciones apostólicas. El que restituye puede hacerlo de manera anónima para proteger su reputación. El objeto robado debe devolverse junto con cualquier ganancia natural obtenida y si el objeto ya no existe o está dañado, se puede devolver su valor en dinero.
Un desafío urgente: no acostumbrarse a la corrupción
Un desafío actual para vivir este mandamiento con un corazón grande es no acostumbrarse a la corrupción que, lamentablemente, es una fuerte realidad en algunos lugares. La corrupción se puede dar de muchas maneras, como por ejemplo cuando un funcionario, abusando de sus funciones, ofrece a terceros, usuarios o clientes, ciertas ventajas, influencias o dineros del fisco o de la empresa, a cambio de recompensas, del tipo que sea, sobre todo dinero. El soborno es la forma más común y consiste en dar dinero o regalos a alguien para conseguir algo de forma ilícita. Las expresiones para referirse a esta práctica en algunos países resultan gráficas: mordida, coima, cohecho, regalito. Como es lógico, estas gratificaciones ilícitas tienen un impacto negativo en la política, en la economía y en la sociedad. La recomendación de san Pablo a los romanos puede ayudar: «no te dejes vencer por el mal, vence el mal con el bien». Efectivamente, frente a la corrupción todos podemos aportar con nuestro grano de arena viviendo la justicia a nuestro alrededor.
¿Y cuál es la nueva fuerza y dimensión que da Cristo a este mandamiento? Es san Pablo quien lo explica: «El que robaba, no robe, sino que trabaje». Son palabras dirigidas a los cristianos de Éfeso en las que los animaba a renovar su vida y revestirse del hombre nuevo. El cristiano siente la responsabilidad de aportar al mundo con su trabajo; es con el trabajo como uno construye un mundo mejor y es ahí donde uno debe ejercitar la justicia y la caridad.