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El nombre propio: singularidad frente a Dios

En general todos nos identificamos con nuestro nombre y nos sentimos interpelados cuando alguien lo menciona. Poseer un nombre e identificarse con él es señal de que cada uno de nosotros se ve como una persona singular y no un simple individuo de una especie. Tenemos un origen único, una historia particular y con nuestras decisiones libres vamos construyendo nuestra propia historia. Todo esto nos hace únicos.

Desde la fe en Dios sostenemos que Dios tiene con cada uno un amor singular y en ese amor radica toda nuestra dignidad. Dios llama a cada uno por su nombre, como dice nuestro Señor a propósito del buen pastor (Jn 10). Y en la vida eterna sabremos realmente quienes somos cuando recibamos el “nombre nuevo, que nadie conoce, sino aquel que lo recibe” (Ap 2).

Esto nos hace pensar en la relación estrecha que hay entre el nombre y la persona; tanto nuestro nombre como el nombre de Dios. Tratar bien el nombre de Dios es entrar en esa relación de confianza donde cada uno necesita y espera ser tratado con un amor singular.

Bendice, no maldigas

Este mandamiento nos invita a tratar a Dios como lo que realmente es: un padre bueno y providente. Cómo tratamos a alguien tiene que ver con el modo de referimos a esa persona, cómo la llamamos y mencionamos. La convicción de que Dios es el verdadero padre y que todo lo que viene de Él, que es bueno, es una verdad de fe que se vive siempre que tratamos bien a Dios. Podríamos resumir este mandamiento diciendo que pase lo que nos pase: siempre bendigamos y nunca maldigamos. En el lenguaje corriente maldecir significa hablar con mordacidad en perjuicio de alguien, denigrándolo. Si realmente amamos a Dios y creemos en su bondad debemos buscar otra manera de descargar nuestra rabia o frustración evitando descargarnos contra Él de las cosas malas que nos pasan; es más, debemos buscar, en su nombre, la razón y esperanza para superar esos enfados.

Por esta razón la invitación a bendecir se dirige a usar nuestras palabras para alabar a Dios, agradecer, pedir o conversar amistosamente con Dios. Y la invitación a no maldecir apunta a evitar la blasfemia, que es la injuria proferida contra Dios, la Iglesia, los santos, etc., que constituye un pecado grave. Se prohíbe también el juramento en falso o perjurio, por la falsedad que conlleva esa acción. Si hay una causa de peso, como cuando se jura ante un tribunal de justicia, al asumir cargos públicos, etc., no se contraría este mandamiento.