es
Buscar
Cerrar

Josemaría realizó varios viajes durante los últimos 5 años de su vida a distintos países de América Latina: México, Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Venezuela, Guatemala… Platicó y tuvo reuniones familiares con cientos de personas de todo estilo, lengua, trabajo, edad y condición social. A todos recordó que aquello que trasciende a la vida eterna es lo que se hace por amor, sin importar si tiene o no reconocimiento aquí en la Tierra.

El 26 de junio de 1975, Josemaría falleció repentinamente después de mirar una imagen de la Virgen de Guadalupe, como había sido su deseo. El 17 de mayo de 1992, fue declarado beato, y el y 6 de octubre de 2002, Juan Pablo II lo canonizó en la Plaza de San Pedro, llamándolo “el santo de la vida ordinaria”.


Era el mes de abril de 1970. Alrededor del mundo, 15 equipos de fútbol se preparaban para viajar a México para jugar la Copa Mundial. En Roma, Josemaría también se preparaba para un viaje. Y, como ya te habrás imaginado, no viajaba para jugar fútbol.

Los años después del Concilio Vaticano II estaban siendo especialmente dolorosos dentro de la Iglesia. Josemaría –con su característica confianza en la Virgen María– decidió acudir a la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México para pedir por esta intención, así como para que la Obra pronto pudiera encontrar una forma jurídica adecuada dentro del Código de Derecho Canónico.

Más de un mes pasó en México, lleno de experiencias entrañables. Pedro, aquel joven que estuvo tan cerca de Josemaría durante la Guerra Civil y a través de los Pirineos, lo recibió con alegría. Ya como sacerdote, había llegado a México en 1949 para empezar la labor allí. Veinte años después, parecía no haber tiempo suficiente para que el fundador pudiera saludar a todos sus hijos mexicanos.

Josemaría durante su viaje a México, en 1970.

Josemaría se fue de México con la seguridad de que la Virgen lo había escuchado: “Ya no te pido más, Madre, he dejado en tus manos todo lo que me embargaba el alma, el corazón, la cabeza, todo mi ser. Estoy seguro que me has escuchado, y me voy de aquí satisfecho y tranquilo” [1].

Esta oración confiada a la Guadalupana manifestaba una vez más ese amor de hijo pequeño que Josemaría sentía por la Iglesia y por el Papa: “¡Que alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia Santa!”[2]. Así, movido por un cariño auténtico, comenzó todos los días a ofrecer su vida por la Iglesia y por el Papa.

Una noche de diciembre, en 1971, Josemaría exclamó: “Éste es nuestro destino en la tierra: luchar por amor hasta el último instante. Deo gratias!” [3]. Quizá adivinó que se acercaba, poco a poco, el final. Y repetía: “La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!”[4].

El tiempo se le hacía corto. En 1972, hizo un viaje de dos meses por la península ibérica, hablando con muchos fieles del Opus Dei y sus amigos: Madrid, Barcelona, Bilbao, Oporto, Fátima, Lisboa, Sevilla, Valencia… Precisamente en Barcelona, visitó a José María Hernández de Garnica, sacerdote de la Obra, y uno de sus amigos más antiguos, desde los años de la Guerra Civil. “Chiqui”, como le llamaban cariñosamente, estaba ya muy enfermo de cáncer, y Josemaría lo visitó en el centro del Opus Dei donde vivía. “Hoy he estado con un hermano vuestro... Tengo que hacer unos esfuerzos muy grandes para no llorar, porque os quiero con todo el corazón, como un padre y como una madre” [5], dijo después. Chiqui murió pocos días después.

En 1974 y 1975, Josemaría cruzó nuevamente el Atlántico en dos ocasiones para hacer una correría por Sudamérica: Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Venezuela, Guatemala… A su regreso a Roma, escribió: “¡Cuánto he aprendido en América! Mi fe y mi piedad se han hecho más recias, más profundas, más josefinas, porque he descubierto con más claridad y con más hondura la figura de mi Padre y Señor, San José” [6].

Josemaría cumplió 50 años como sacerdote el 28 de marzo de 1975. Con su característico sentido del humor de siempre, comentó: “He querido hacer la suma de estos cincuenta años, y me ha salido una carcajada. Me he reído de mí mismo, y me he llenado de agradecimiento a Nuestro Señor, porque es Él quien lo ha hecho todo” [7].

A mitad del mes de mayo de ese mismo año, Josemaría viajó nuevamente, esta vez a su tierra natal, para visitar a Nuestra Señora de Torreciudad. Como muestra de cariño a la Virgen, había pedido a algunos fieles y amigos del Opus Dei construir un Santuario allí a donde sus padres lo habían llevado, setenta años atrás, en agradecimiento por su curación. Consagró el altar y admiró silenciosamente el retablo, desde una de las bancas de la iglesia. ¡Qué no habrá pasado por su cabeza en ese momento!

En México, hay una casa de retiros ubicada frente a la Laguna de Chapala. Se dice que allí los atardeceres son inolvidables. Durante su visita a estas tierras en 1970, Josemaría pasó un par de noches ahí. En su habitación había una pintura en la que se retrataba a la Virgen de Guadalupe dando a san Juan Diego una flor. Al ver el cuadro, Josemaría comentó: “así me gustaría morir; mirando a la Virgen y que ella me diera una flor”.

Esta quizá fue la última petición que Dios le concedió aquí en la Tierra. El jueves 26 de junio de 1975, poco después del medio día, Josemaría murió de forma repentina tras mirar una imagen de la Virgen de Guadalupe que tenía en su lugar de trabajo. Tenía 73 años.

Álvaro del Portillo, fiel amigo de muchos años, recuerda que “nos resistíamos a convencernos de que había fallecido. Para nosotros, ciertamente, se ha tratado de una muerte repentina; para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía madurándose —me atrevo a decir— más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia”[8].

Al morir, Josemaría –de muchas maneras– seguía siendo el de siempre: un aragonés, orgullosamente barbastrense, con un carácter fuerte e impulsivo, y un gran sentido del humor. A la vez, setenta y tres años de lucha le habían preparado para dar un último “sí” a Dios: un “sí” para toda la eternidad.

El 17 de mayo de 1992, Josemaría fue declarado beato, y el y 6 de octubre de 2002, Juan Pablo II lo canonizó en la Plaza de San Pedro, llamándolo “el santo de la vida ordinaria”.

6 de octubre de 2002: día de la canonización de San Josemaría.

Durante un encuentro con fieles y amigos del Opus Dei en Argentina, una persona preguntó a Josemaría:

– “Cuando usted se vaya, ¿qué quiere dejarnos en el corazón a todos sus hijos?

Que sembréis la paz y la alegría por todos lados; que no digáis ninguna palabra molesta para nadie; que sepáis ir del brazo de los que no piensan como vosotros. Que no os maltratéis jamás; que seáis hermanos de todas las criaturas, sembradores de paz y alegría, y que les deis esta inquietud de acción de gracias que tú me has dado con tus palabras[9].

Sembradores de paz y de alegría, amando a Dios y a los demás en la vida cotidiana, en la labor de todos los días: en el colegio y en un concierto; en el trabajo y en la playa; cuando estamos sanos y cuando estamos enfermos; cuando estamos enamorados y cuando no queremos ver a nadie. Paz y alegría, con el corazón puesto en el Cielo… y también en las cosas buenas de la Tierra, que también nos llevan a Dios.