- Dejar la lógica de los adultos.
- La vida matrimonial no se improvisa.
- Cristo sostiene a los esposos.
AL FINAL del Evangelio de este domingo contemplamos a Jesús indignado (cfr. Mc 10,14). Los causantes de esta reacción no son los fariseos que intentan ponerle a prueba, ni tampoco los habitantes de alguna ciudad que no lo aceptan: son los mismos discípulos. Con la intención de protegerle, habían regañado a aquellos que «le presentaban unos niños para que los tomara en sus brazos». Tal vez pensarían que no era oportuno acudir al Maestro con algo de tan poca importancia. Si se tratara de un enfermo o de un personaje relevante, quizá podían pensar, entonces no habría problema. ¿Por qué molestar a Jesús con algo tan insignificante? Pero san Marcos precisa que Cristo «se enfadó» (Mc 10,14) con la actitud de sus discípulos. Y acto seguido recoge las palabras del Maestro que explican el motivo: «Dejad que los niños vengan conmigo, y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él» (Mc 10,14-15).
Jesús aprovechó la circunstancia para dar un mensaje que debió de desconcertar a los allí presentes. No se trataba simplemente de dejar que los niños se acercaran a él, sino de descubrir que es necesario imitarles para recibir el Reino de Dios. En cierto modo, se trata de una idea contraria a la lógica humana habitual. El camino de crecimiento personal pasa por adquirir un desarrollo hasta llegar a la vida adulta, de mayor independencia: uno deja de necesitar las atenciones de la infancia y se logra, poco a poco, vivir en cierto sentido autónomamente. Sin embargo, el Señor afirma que para salvarse es preciso volver a hacerse como niños.
Una de las características de los más pequeños es que, por lo general, no tienen miedo a reconocerse débiles. Ante el temor o la necesidad, no se hacen problemas para acudir confiadamente a sus padres. Y junto a ellos, recuperan la alegría y la serenidad. «Si lo pensamos bien, crecemos no tanto gracias a los éxitos y a las cosas que tenemos, sino, sobre todo, en los momentos de lucha y de fragilidad. Ahí, en la necesidad, maduramos; ahí abrimos el corazón a Dios, a los demás, al sentido de la vida... Cuando nos sintamos pequeños ante un problema, pequeños ante una cruz, una enfermedad, cuando experimentemos fatiga y soledad, no nos desanimemos. Está cayendo la máscara de la superficialidad y está resurgiendo nuestra radical fragilidad: es nuestra base común, nuestro tesoro, porque con Dios las fragilidades no son obstáculos, sino oportunidades. Una bella oración sería esta: “Señor, mira mis fragilidades…”; y enumerarlas ante él. Esta es una buena actitud ante Dios»[1].
EN LA PRIMERA lectura vemos cómo Dios sale al encuentro de nuestros anhelos. Percibe la soledad originaria del hombre, a quien no le basta la compañía de los animales del campo y de las aves del cielo. Solo con alguien que es carne de su carne puede establecer un vínculo conforme a la grandeza del corazón humano. Por eso Dios creó a la mujer, con quien el hombre será «una sola carne» (Gn 2,24).
Ante los fariseos, el Señor sale en defensa del matrimonio y del designio divino: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Al ser un compromiso para toda la vida, es necesario prepararse bien y desde jóvenes. «El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo –comentaba san Josemaría–. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por el espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza»[2].
La vida matrimonial no se improvisa. En cierto modo, se puede decir que la manera en que hemos querido a los demás –a nuestra familia de origen, a los amigos, a los compañeros de trabajo– inspirará también la relación con el cónyuge. Por eso, el esfuerzo por amar y comprender a las personas de nuestro alrededor, hoy y ahora, es un buen camino para que en un futuro el matrimonio refleje la alegría del amor. Como escribe el prelado del Opus Dei: «Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices»[3].
«EN EL PROYECTO originario del Creador, no es el hombre el que se casa con una mujer, y si las cosas no funcionan, la repudia. No. Se trata, en cambio, de un hombre y una mujer llamados a reconocerse, a completarse, a ayudarse mutuamente en el matrimonio. Esta enseñanza de Jesús es muy clara y defiende la dignidad del matrimonio como una unión de amor que implica fidelidad. Lo que permite a los esposos permanecer unidos en el matrimonio es un amor de donación recíproca sostenido por la gracia de Cristo»[4].
El matrimonio no es solo un proyecto humano, sino una vocación dada por Dios. Por eso, los esposos no cuentan solamente con las fuerzas humanas. El sacramento confiere una gracia que perfecciona el amor de los cónyuges y fortalece su unidad indisoluble. Y es el mismo Jesús, fuente de esa gracia, quien sale al encuentro de los esposos. «Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cfr. Ga 6,2), de estar “sometidos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero»[5].
Por este motivo, cuando en la vida matrimonial se presenten los obstáculos, «el encuentro con Cristo vivo, Señor de la alianza, es fuente indispensable de energía y renovación»[6]. La participación en la Eucaristía, el rezo del rosario y la oración juntos son algunos de los recursos que pueden ayudar a superar las tensiones. «La familia que reza unida, permanece unida»[7]. De hecho, esas dificultades, cuando se afrontan juntos y con sentido sobrenatural, «no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido»[8]. Podemos acabar este rato de oración acudiendo a la Virgen María, para que los hogares cristianos sean sembradores «de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído»[9].
[1] Francisco, Ángelus, 3-X-2021.
[2] San Josemaría, Conversaciones, n. 105.
[3] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-2019, n. 9.
[4] Francisco, Ángelus, 7-X-2018.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1642.
[6] San Juan Pablo II, Discurso, 18-X-2002.
[7] San Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 41.
[8] San Josemaría, Conversaciones, n. 91.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 30.