Jesucristo, Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de su humildad: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Para que tú y yo sepamos que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros, Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber, vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre para hacer ricos.
Amigos de Dios, 97
"La oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de El y nada de sí mismo.
"La fe" es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.
"La obediencia" es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.
"La castidad" es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.
"La mortificación" exterior es la humildad de los sentidos.
"La penitencia" es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.
—La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética.
Surco, 259
Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia (1 Pet 5, 5), enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino —para vivir vida divina— que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que —hablando al modo humano— quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas (Fp 3, 21). Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno.
Amigos de Dios, 103
Cuanto más grande seas, humíllate más y hallarás gracia ante el Señor (Ecles 3, 20). Si somos humildes, Dios no os abandonará nunca. El humilla la altivez del soberbio, pero salva a los humildes. El libera al inocente, que por la pureza de sus manos será rescatado. La infinita misericordia del Señor no tarda en acudir en socorro del que lo llama desde la humildad. Y entonces actúa como quien es: como Dios Omnipotente. Aunque haya muchos peligros, aunque el alma parezca acosada, aunque se encuentre cercada por todas partes por los enemigos de su salvación, no perecerá. Y esto no es sólo tradición de otros tiempos: sigue sucediendo ahora.
Amigos de Dios, 104
Os recuerdo que si sois sinceros, si os mostráis como sois, si os endiosáis, a base de humildad, no de soberbia, vosotros y yo permaneceremos seguros en cualquier ambiente: podremos hablar siempre de victorias, y nos llamaremos vencedores. Con esas íntimas victorias del amor de Dios, que traen la serenidad, la felicidad del alma, la comprensión.
Amigos de Dios, 106
¿Quieres vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? —Recurre a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante los imposibles para la mente humana, sepas responder con un «fiat!» —¡hágase!, que una la tierra al Cielo.
Surco, 124
La humildad es otro buen camino para llegar a la paz interior. -"El" lo ha dicho: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... y encontraréis paz para vuestras almas".
Camino, 607
La humildad, el examen cristiano, comienza por reconocer el don de Dios. Es algo bien distinto del encogimiento ante el curso que toman los acontecimientos, de la sensación de inferioridad o de desaliento ante la historia. En la vida personal, y a veces también en la vida de las asociaciones o de las instituciones, puede haber cosas que cambiar, incluso muchas; pero la actitud con la que el cristiano debe afrontar esos problemas ha de ser ante todo la de pasmarse ante la magnitud de las obras de Dios, comparadas con la pequeñez humana.
Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 72
Déjame que te recuerde, entre otras, algunas señales evidentes de falta de humildad:
-pensar que lo que haces o dices está mejor hecho o dicho que lo de los demás;
-querer salirte siempre con la tuya;
-disputar sin razón o -cuando la tienes- insistir con tozudez y de mala manera;
-dar tu parecer sin que te lo pidan, ni lo exija la caridad;
-despreciar el punto de vista de los demás;
-no mirar todos tus dones y cualidades como prestados;
-no reconocer que eres indigno de toda honra y estima, incluso de la tierra que pisas y de las cosas que posees;
-citarte a ti mismo como ejemplo en las conversaciones;
-hablar mal de ti mismo, para que formen un buen juicio de ti o te contradigan;
-excusarte cuando se te reprende;
-encubrir al Director algunas faltas humillantes, para que no pierda el concepto que de ti tiene;
-oír con complacencia que te alaben, o alegrarte de que hayan hablado bien de ti;
-dolerte de que otros sean más estimados que tú;
-negarte a desempeñar oficios inferiores;
-buscar o desear singularizarte;
-insinuar en la conversación palabras de alabanza propia o que dan a entender tu honradez, tu ingenio o destreza, tu prestigio profesional...;
-avergonzarte porque careces de ciertos bienes...
Surco, 263
Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.
-Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.
Forja, 379