Hace algún tiempo, me encontré con un buen amigo en una fiesta de cumpleaños. Faltaban pocos meses para que se casara con su novia. Estaba contando cómo se preparaba para ese acontecimiento especial y compartió algo que me conmovió: «He descubierto que a quien más necesito amar no es a mi futura esposa, sino a Cristo».
El amor a su mujer es esencial, pero el amor a Dios sigue siendo superior. Cada persona recorre un camino único en la tierra. Algunos están llamados al matrimonio y otros a una vida célibe. Algunos viven según un carisma específico, otros según otro. Pero para cada camino de santidad, Cristo es la meta final.
Hemos sido creados para el amor de Dios. Él anhela tener una relación íntima y personal con cada uno de nosotros, como dijo por medio del profeta Isaías: Y ahora, así dice Yahvé, el que te creó, Jacob, el que te formó, Israel: "No temas, porque te he redimido; te he llamado por tu nombre, eres mío".
Este deseo de Dios es tan fuerte que no se conforma con algo o con sólo ciertos aspectos de tu vida. Quiere llenar todos los aspectos de tu existencia con Su Amor. Quiere encontrarte en todas partes: en tus actividades cotidianas, en cada una de tus relaciones y en la intimidad de tu corazón. Quiere estar tan unido a ti como lo estuvo a San Pablo cuando el apóstol exclamó: Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí.
Tal vez esto parezca un misticismo elevado para algunas almas elegidas, pero en realidad ésta es tu vocación y vale absolutamente la pena. Nada en la tierra te hará más feliz y te hará disfrutar más de la vida que abrir de par en par las puertas de tu corazón al deseo de amor que tiene Dios contigo.
"No tengas miedo de Cristo. Él no te quita nada y te lo da todo", dijo el Papa Benedicto XVI a los jóvenes al comienzo de su pontificado. Dios os invita a desear plenamente el verdadero amor y, por tanto, necesitáis purificar vuestros deseos. El camino espiritual no es un camino de negación, sino una educación del deseo: aprender progresivamente a dejar atrás los deseos superficiales para dejar surgir el deseo más profundo, el que lleva la llamada que Dios nos dirige.
La paradoja es precisamente que a menudo nos falta el valor y la audacia para desear realmente el amor verdadero. C. S. Lewis lo expresa muy acertadamente: "Nuestro Señor encuentra nuestros deseos, no demasiado fuertes, sino demasiado débiles (...). Nos complacemos con demasiada facilidad".
En la vida cristiana no hay dicotomía entre la vida feliz y la vida moral, como si hubiera que elegir entre ambas. De ahí que San Josemaría afirmara que el cielo es para los que saben ser felices en la tierra. Los santos son lo suficientemente valientes y audaces como para no limitar sus deseos a algo pasajero o superficial. Eligen la verdadera alegría.
El amigo del que hablaba antes no sólo tenía el deseo de amar mucho a su futura esposa, sino también de descubrir en ella el rostro de Cristo. Al aceptar este santo desafío, su amor conyugal puede ser aún más potente. Será una gran fuente de gracia para su matrimonio y para todos los que les rodean, pues el amor de Cristo ensancha el corazón.
Os animo a dirigiros a Dios en el silencio de la oración y pedirle: «Señor, quiero descubrir mis deseos más profundos y auténticos, los que vienen de Ti. Quiero saborear la verdadera alegría. Quiero anhelar tu Amor como Tú anhelas el mío. Deja que tu luz brille en mi corazón y muéstrame cómo».