Este mandamiento dice en forma escueta: “no matarás”. El fundamento de esta prohibición es, como siempre, un valor positivo. En este caso es el valor sagrado e inviolable que tiene cada vida humana. El valor de cualquier vida humana no está en lo que pueda producir, o en las capacidades que tenga, o en el desarrollo que haya hecho de esas capacidades. El Catecismo lo formula de manera muy clara: «La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin [...]; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Catecismo, 2258).
Fundamentando esta convicción tenemos las palabras del Antiguo Testamento que pone en boca de Dios afirmaciones categóricas: «La vida y la muerte (…) son del Señor» (Si 11, 14). «Yo pediré cuenta de vuestra sangre y de vuestra vida (…), porque a imagen de Dios fue hecho el hombre» (Gn 9, 5-6).
Y nuestro Señor da a este mandamiento un sentido pleno y exigente. En el sermón de la montaña dice: «Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo: todo el que se llene de ira contra su hermano será reo de juicio; y el que insulte a su hermano será reo ante el Sanedrín; y el que le maldiga será reo del fuego del infierno. Por tanto, si al llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve después para presentar tu ofrenda» (Mt 5, 21-24). En estas palabras de nuestro Señor se ve que el precepto de no matar es más que salvaguardar la vida del hombre; consiste, además, en la veneración y amor hacia la persona y su vida.
Queda claro con esto que el homicidio voluntario debe considerarse como un pecado grave. Sin embargo, este mandamiento, incluye aspectos más complejos que no podemos abordar aquí con exactitud y detalle, así es que nos limitaremos a señalar los puntos más importantes.
Aborto, eutanasia y suicidio
Desde el primer instante de su existencia, es decir, desde su concepción, el ser humano posee el derecho inalienable de todo ser inocente a la vida. No es un mero conjunto de células, ni es un apéndice de la madre; es una persona. Desde su comienzo mismo se encuentra fijado su código y su programa genético para su futuro. Su eliminación no puede llamarse con el eufemismo “interrupción del embarazo”. El aborto directo, querido como fin, pero también como medio, es un pecado nefasto. Tiene varios agravantes: su víctima es el más inocente de todos los seres imaginables, que jamás podría considerarse un agresor; es inerme, es decir, carece de todo medio de defensa posible; se le da muerte en el seno mismo de la vida; y es su propia madre la que decide o consiente eliminarlo.
La Iglesia alaba las iniciativas que apoyan a las madres a continuar con sus embarazos y destaca la importancia de informar sobre las consecuencias negativas del aborto. El papel del estado en proteger esta población vulnerable es crucial.
Santa Teresa de Calcuta, cuando recibió el premio Nobel de la Paz el año 1979 dijo algo muy impactante: “Si aceptas que una madre puede matar a su propio hijo, ¿cómo podemos decirle a la gente que no se mate entre sí? (...) Estamos combatiendo el aborto con la adopción, hemos salvado miles de vidas, (…) por favor no destruyan al niño, nosotros recogeremos el niño”.
Otro caso delicado es la eutanasia. Se llama eutanasia al acto que voluntariamente anticipa la muerte para que el enfermo no sufra. Pensando en la lógica del amor que propone Jesucristo hay que decir que la verdadera misericordia solidariza con el que sufre, y lo ayuda cuanto puede, pero no intenta eliminarlo. Resulta útil recordar que las buenas intenciones no bastan para que una determinada acción sea buena, la acción misma debe ser buena también.
Los ancianos, los enfermos terminales y los que sufren cualquier disminución vital, son seres humanos dignos del mayor respeto, y merecen ser atendidos con vistas a una vida tan normal como sea posible. Para la mentalidad utilitarista del materialismo práctico, esas personas disminuidas se presentan como una carga pesada e intolerable. Subyace a ese sentir una cultura que no ve significado alguno al dolor, ni sentido alguno a la vida sufriente. Muy por el contrario, a esta mentalidad se oponen las enseñanzas de nuestro Señor que invita a acoger al que sufre y darle un sentido redentor al dolor humano.
Sobre el suicidio el Catecismo explica que «es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo» (n. 2281). Cosa distinta es preferir la propia muerte para salvar la vida de otro, lo que supone un acto de caridad heroica.
Hoy sabemos que quien se quita la vida puede estar sufriendo tal angustia, desfondamiento anímico, trastorno o pánico, que su conciencia se oscurece, y la decisión de matarse puede carecer de responsabilidad subjetiva, o esta quede al menos aminorada, y por tanto el acto es difícilmente imputable. Naturalmente, la Iglesia ora por la salvación de los suicidas.
Se cuenta que otra Teresa, Santa Teresa de Ávila, rezaba un día por un ser querido que se había lanzado de un puente, y se le ocurrió pensar que hacía algo impropio y superfluo, hasta que el Señor puso en su corazón estas palabras: Teresa, del puente al agua hay dos segundos. ¿Quién sino Dios puede saber lo que ocurre en ese lapso final?
El odio y la venganza
Si pasamos del mundo de la acción al del pensamiento, veremos que el odio (el resentimiento amargo que desea el mal del prójimo y se goza en su infortunio) y la venganza (buscar el desquite por una injuria sufrida) van también en contra del amor y veneración de la vida de otra persona. Nuestro Señor es bien exigente en este punto porque nos anima a amar a los enemigos. Evidentemente que sin la intervención divina esto puede parecer un imposible pero solo es posible vencer el mal con el bien como dice san Pablo (Romanos 12, 17).
Por esta razón la ira dirigida a las personas –normalmente hacia el que ha herido nuestro amor propio o contrariado nuestros intereses–, y no contra malas acciones, es una ira pecaminosa. El cumplimiento amoroso del quinto mandamiento nos controlar el odio y rechazar toda sed de venganza imitando a Jesucristo.
Conclusión
Por último, es bueno considerar que este mandamiento no solo prohíbe causar el mal a otra vida, sino también querer la vida propia y la ajena. El cristianismo es vitalista en el sentido de que profesa un amor a la vida, a esta vida.
Para el que cree en Jesucristo la vida es un regalo que cada uno ha recibido. Cuando a veces la vida puede parecer una carga es bueno recordar que “Antes de formarte en el vientre, te conocí; antes de que nacieras, te consagré” (Jeremías 1, 5). Por eso la vida tiene un propósito divino, conocido y amado por Dios desde la eternidad y que nos toca no solo descubrir sino también construir con nuestra libertad.
El valor de cada vida está en el amor que puede ofrecer: es la capacidad de amar el don más grande que hemos recibido y el don que todos podemos hacer fructificar en esta vida.