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"Si en el amor gana el que huye, en la amistad gana el que se queda.", dice un refrán popular italiano.

Cada uno de nosotros ha tenido que discutir con un amigo al menos una vez en la vida y, desde luego, no ha sido una experiencia agradable. Todas las discusiones dejan heridas y no siempre somos capaces de recuperar el equilibrio que esperábamos. Sin embargo, las crisis suelen ser el punto de inflexión que permite que la relación crezca, así que si podemos quedarnos nos daremos cuenta de que, efectivamente, ese momento de confrontación marcó una diferencia positiva.

Entonces, ¿cómo hacer las paces?

Si cualquier ocasión es buena para hacer amigos, ¡cualquier ocasión es también buena para hacer las paces! Lo importante es tratar de vivir la disputa como una oportunidad para aprender mutuamente algo del otro que antes ignorábamos, para amarle como necesita y mejor de lo que podíamos hacerlo antes.
El primer paso para construir la paz es la comprensión, y «comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino acción» (Surco, nº864): intentar ponernos en el lugar del otro, amar a nuestro amigo no por cómo nos gustaría que fuera, sino por quién es, sin esperar que actúe como nosotros lo hubiéramos hecho. El otro no soy yo -por muy parecidos que seamos- y no todo lo que yo hago está bien ni puede funcionar para él. Es importante escuchar sus necesidades, pero también aceptar las críticas y ser capaces de corregirse mutuamente, porque el amigo que te quiere, que desea tu bien, está dispuesto a decirte incluso las verdades más incómodas si es necesario. 

El primer paso para construir la paz es la comprensión.

Vivir una amistad sincera supone permitir que el otro nos haga daño, ¡pero sobre todo que nos quiera! Y a menudo dejarse querer es el paso más difícil. El amigo a veces nos empuja a encontrar respuestas a preguntas que nunca nos hemos hecho, sobre todo acerca de nosotros mismos, nos pone frente a nuestros límites y nos invita a mirarlos con afecto. No se trata de revolucionar completamente la propia persona, sino de conocerse y darse a conocer. Es lo que le ocurre a uno de los protagonistas de la película "Si Dios quiere": Tommaso, un cirujano cardíaco cínico y racional, que, ante el deseo de su hijo de abandonar sus estudios de medicina para entrar en el seminario, busca al «responsable» en un sacerdote ex convicto, Don Pietro. Con el tiempo y de forma inesperada, entre ambos surge una amistad que hace añicos los prejuicios de Tommaso, especialmente sobre sí mismo. La relación con Don Pietro no le lleva a distorsionarse, no le hace dejar completamente de lado su forma de pensar, sino que le ayuda a aceptar que hay cosas que no puede comprender del todo, que también existen otras posibilidades, otras posturas, distintas de la suya y no por ello menos válidas, y sobre todo que siempre merece la pena amar y dejarse amar a pesar de los malentendidos o las incompatibilidades.

Hacer las paces con uno mismo, con el hecho de que la otra persona me hizo daño o de que fui yo quien se equivocó es el siguiente paso. El orgullo es a menudo difícil de dejar de lado, nos hace ver las cosas distorsionadas y sólo desde nuestro propio punto de vista. Cuando esto sucede, puede ser de gran ayuda «masticar» en la oración los acontecimientos y sentimientos vividos, para que el dolor por la falta de amor prevalezca sobre la herida del orgullo: «Al poner el amor de Dios en medio de la amistad, el afecto se purifica, se magnifica, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvidéis: el amor de Dios ordena nuestros afectos, los purifica, sin disminuirlos» (Surco, nº828). En algunos casos, «digerir» primero la disputa por cuenta propia puede ser la clave para resolver el conflicto de manera constructiva; por otra parte, sin embargo, también conviene no aplazar demasiado el momento de la confrontación, porque si bien es cierto que dejar que se asiente permite mirar los hechos con más racionalidad, no es menos cierto que cuanto más tiempo pasa, más se hinchan y acumulan los resentimientos.

Al poner el amor de Dios en medio de la amistad, el afecto se purifica
San Josemaría

San Josemaría escribía en una carta pastoral: «El amigo es fuerte y sincero en la medida en que piensa generosamente en los demás, con sacrificio personal». Porque la felicidad del otro no depende exclusivamente de mí, y si realmente quiero el bien del otro, busco su bien independientemente de mi presencia en él. Por supuesto que soy más feliz si estoy allí, ¡pero no soy la condición necesaria! Esta conciencia no es fácil de adquirir, como tampoco lo es la idea de que uno cambia, de que los caminos pueden separarse, de que las ideas no coinciden, pero hay que aceptarla porque la libertad del otro -como la mía- está siempre en juego y la amistad no puede ni debe ser una cadena.

La verdadera amistad no es posesiva ni impuesta, puede nacer y continuar aunque las ideas no coincidan o los caminos diverjan; incluso puede nacer de una herida, como en el caso de los protagonistas de una novela de Chaim Potok, Danny el elegido: las vidas de Reuven, hijo de un erudito del Talmud, y Danny, de una familia de judíos jasídicos intransigentes, se cruzan durante un partido de béisbol, en el que el segundo hiere deliberadamente al primero. La herida física hace aflorar una herida interior que será curada precisamente por el encuentro de esos dos mundos y modos aparentemente irreconciliables de concebir la vida y la fidelidad a la tradición. Por lo tanto, no es imposible conciliar realidades diferentes, es necesario hacer prevalecer las incompatibilidades, el afecto y la apertura a un punto de vista que también está lejos del nuestro, purificando nuestras intenciones y considerando las diferencias una riqueza, una oportunidad para mirar las situaciones con ojos nuevos.

Así como se pelea de a dos, de a dos también se hace la paz

Así como se pelea de a dos, de a dos también se hace la paz, y no puede ser una imposición, sino que la voluntad de aclarar debe dejar al otro la libertad de abrirse al perdón a su tiempo y a su manera... hay que estar dispuesto a esperar, a veces incluso a perderse para encontrarse.
Para hacer las paces con un amigo hay que quedarse.