Combate, cercanía, misión (14): El lugar del encuentro

«Habla, habla con el Señor: “Que me canso, Señor, que no puedo más. Señor, que esto no me sale; ¿cómo lo harías?”» (San Josemaría).

Ser famoso no es nada sencillo: la gente te busca por todas partes, y a veces no tienes modo de esconderte para gozar de un poco de calma. A Jesús le sucedía con frecuencia. De ahí que en ocasiones evitara las ciudades o se retirara con sus apóstoles a lugares donde era menos conocido, aunque eso no funcionaba siempre. Como cuando fueron a Fenicia, a la región de Tiro y Sidón, esperando pasar desapercibidos…

Una corriente de mutua confianza

En el entorno de esas ciudades, se encuentran con una mujer sirofenicia, que estaba sufriendo mucho por causa de su hija, poseída por un demonio especialmente nocivo. Esta madre necesita ayuda, y ha oído hablar de Jesús, de modo que se pone a pedir a gritos al Señor que tenga compasión de ella. Pero Jesús, nos dice el Evangelio, «no le respondió palabra» (cfr. Mt 15,21-23).

Los discípulos no acaban de entender cómo Jesús puede hacer oídos sordos a una petición tan insistente. Al cabo de un rato se le acercan y le dicen: «Atiéndela y que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros». Pero el Señor no solo no accede a su petición, sino que parece rechazarla de lleno: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». La madre, llena de dolor y de amor por su hija, no se desanima. Se echa al suelo ante Jesús, deteniendo su marcha. No está dispuesta a que el Señor pase de largo: «¡Señor, ayúdame!» (Mt 15,23-25).

El dramatismo de la situación quizá hace pensar a los apóstoles que, ahora sí, Jesús va a atenderla. Sin embargo, la contestación resulta aún más sorprendente e inesperada. Estando ella aún postrada en el suelo, le dice Jesús: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos». La mujer tampoco se desanima ante esta negativa. En su réplica no hay enfado, ni despecho, sino una profunda humildad: «Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,26-27).

Una corriente de mutua confianza late en el fondo del diálogo entre esta mujer y Jesús. El Señor conoce la audacia de su fe y ella confía del todo en la bondad del corazón de Jesús… Ella no lo sabe, pero, además de darle esa gracia que le pide, Dios va a apoyarse en ella para formar a sus discípulos. A través de esta mujer, Jesús está preparando los corazones de los doce para los horizontes apostólicos que se les abrirán dentro de poco tiempo. Quienes recibirán el mandato de ir a predicar el evangelio por todo el mundo están descubriendo cómo una mujer pagana puede tener más fe en su corazón que un rabino, o incluso que ellos mismos, que están todo el día con Jesús.

Además, esta mujer va a mostrar, a lo largo de su diálogo con Jesús, algunas de las disposiciones clave de la oración, como la humildad de sabernos necesitados de ayuda, o la confianza inquebrantable en el amor que Dios nos tiene, a pesar de su aparente silencio. Quizá pensaba en ella Evagrio Póntico cuando escribió: «No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con él en oración»[1].

Pero volvamos al clímax de la conversación. Jesús ha mantenido todo lo posible esa «tensión pedagógica» con la mujer y con sus discípulos. Ahora, ante la sencillez con que ella le habla de las migajas bajo la mesa, Jesús desvela ya sus verdaderos sentimientos: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres. Y su hija quedó sana en aquel instante» (Mt 15,28). La fe de esta madre, su oración llena de perseverancia y de humildad, dejarán sin duda una huella profunda en los apóstoles.

Por otro lado, esta mujer, aun siendo una extranjera, representa simbólicamente a todo el Pueblo de Dios. En ella se está realizando una vez más aquel misterioso combate en el que Jacob luchaba con Dios. Fruto de esa lucha, Jacob le «arranca» a Dios la bendición; y, con la bendición, recibe el nombre de Israel, que significa «el que ha luchado con Dios» (cfr. Gn 32,25-30) y que le otorga una nueva misión en la vida. También entre Jesús y la mujer se da una especie de forcejeo, una lucha, un combate que pone a prueba su fe y su perseverancia. El gesto de postrarse ante el Señor para que no pase de largo es una expresión maravillosa de una oración perseverante, que no desfallece ante las dificultades. Y, como le sucedió al antiguo patriarca, también ese forcejeo termina con la bendición de Dios, que alaba la fe de la madre y libera a su hija.

En una conversación permanente

«El “combate espiritual” de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración»[2], leemos en el Catecismo. Esta mujer ha obtenido gracias abundantes a través de ese combate: se ha intensificado su relación personal con Dios, y de esa relación solo pueden salir cosas buenas. Por eso, el camino hacia la santidad consiste más en extender el diálogo con el Señor a todo lo que hacemos que en alcanzar una serie de desafíos o niveles de virtud que no son necesariamente para nosotros, o que en todo caso no se darán de hoy para mañana[3]. En realidad, quizá una cosa acaba por llevar a la otra, pero hay entre ellas una clara primacía de la gracia, y por tanto de la oración[4]. «Porque sin mí», dice el Señor, «no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Imaginemos, por ejemplo, que alguien ha decidido poner un poco más de orden en su vida. Se ha propuesto acostarse antes, a una hora que le permita descansar lo suficiente, para rendir más en el trabajo, tener mejor humor, y sacar unos minutos para rezar todas las mañanas. Es una gran cosa, y posiblemente un día y otro lo consiga, pero al siguiente falle, o se deje absorber por el caos… Como en todo proyecto que se emprende, habrá victorias y derrotas. Pero lo decisivo non son los resultados. Lo importante no es tanto el balance de victorias frente a las derrotas, sino cómo luchamos o, más precisamente, con quién luchamos. Porque la batalla puede librarse en solitario, contando principalmente o casi exclusivamente con las propias fuerzas; o abrirse, por el contrario, a la relación con Dios, convirtiendo ese objetivo en tema de conversación con el Señor: «Señor, creo que tú también quieres que me acueste antes, pero me tienes que ayudar…»; «Jesús, pon amor y esperanza en mi corazón… ayúdame a ilusionarme… si soy un poco más ordenado puedo hacer mucho bien»; «Señor, perdona porque hoy me ha podido el caos; ayúdame más»; «Jesús, voy a ofrecerlo por las personas que están intentándolo también…».

En este caso estamos asistiendo a una lucha centrada en Dios, en la que el diálogo con el Señor se va alimentando de lo que tenemos entre manos. Y viceversa: las cosas de cada día se van abriendo a nuestra relación con Dios. Para que un propósito particular de mejora sea eficaz, el Evangelio nos muestra que, antes que nada, debe convertirse en tema de muchas conversaciones con Dios. Se trata de abrir todos nuestros ámbitos de actuación a ese gran horizonte de sentido que es nuestra relación con el Señor. «Si trabajamos con Cristo, todos nuestros esfuerzos tienen sentido, incluso cuando no llegan los resultados que esperamos, porque el eco de las obras que se hacen por amor llega siempre al Cielo»[5].

Lo que de verdad alegra el corazón de un padre o de una madre no es tanto que su hijo pequeño lo haga todo bien, como que los mire de vez en cuando y les sonría; que comparta con ellos sus batallas. Los pequeños, aunque se esfuercen, suelen equivocarse con facilidad; pero buscan continuamente el diálogo con sus padres, a través de la mirada o de los gestos, y siempre con el corazón. Y esa corriente de amor y de comunicación es lo que más desean sus padres. También nuestro Padre Dios espera eso mismo de nosotros: una corriente de confianza, de amor y de comunicación. Y la vida entera es el ambiente en el que se debe desarrollar esta relación confiada con nuestro Padre Dios. San Josemaría invitaba a todos a avanzar por ese camino: «Habla, habla con el Señor: “Que me canso, Señor, que no puedo más. Señor, que esto no me sale; ¿cómo lo harías?”»[6].


Vivir de esa relación

Los apóstoles, quizá sin darse demasiada cuenta, vivían en un diálogo continuo con el Señor, que se nutría de las circunstancias más normales del día a día. Los Evangelios recogen infinidad de situaciones en las que Jesús y los suyos hablaban confiadamente. Le preguntaban, le mostraban su perplejidad o su entusiasmo. Los doce, pues, además de discípulos y testigos, eran amigos con quienes Jesús compartía su intimidad (cfr. Jn 15,15). La personalidad de Jesús les cautivaba y a la vez los llenaba de asombro: para ellos Jesús era un gran amigo y también un gran misterio.

Una de las cosas que más les llamaba la atención era la relación de Jesús con el Padre. Veían la frecuencia con la que se retiraba a orar. Poco a poco se fueron dando cuenta de que Jesús estaba siempre en conversación íntima con su Padre Dios. El mismo Jesús les hace ver que lo que dice y hace brota de su relación con el Padre: «Yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49); «Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy, y que nada hago por mí mismo» (Jn 8,28).

A veces nuestro Señor exteriorizaba esa conversación íntima con el Padre. Por ejemplo, al regreso de los setenta y dos discípulos que había enviado por delante a varios pueblos y aldeas, y que volvían maravillados por la experiencia de actuar en nombre de Jesucristo: curaban, expulsaban demonios… «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre», le decían llenos de alegría (Lc 10,17). Jesús se dirige entonces en voz alta a su Padre, y lleno de gozo, dice: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10,21). 

Otra ocasión en la que escuchan a Jesús hablar en voz alta con el Padre es el instante solemne de la curación de Lázaro. En ese ambiente de dolor por la muerte del amigo, Jesús toma la palabra, y exclama: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la muchedumbre que está alrededor, para que crean que Tú me enviaste» (Jn 11,41-42). Podemos imaginar el estupor de quienes le escucharon hablar con su Padre Dios de esta manera. ¿Cómo no se iban a quedar grabadas en sus memorias estas palabras?

Al hablar así, Jesús desvela a sus amigos el misterio de su intimidad divina: su vida interior. Lo más íntimo de Jesús es su relación con el Padre. Jesús vive de esa relación. Una relación que es un diálogo ininterrumpido de conocimiento y amor, que se concreta en el deseo permanente de hacer su voluntad. Así se lo hará ver a los suyos: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Jesús les está diciendo de muchas maneras que vive de su relación con el Padre, que su intimidad personal es esa relación. La teología lo expresará diciendo que el Hijo es una relación subsistente: todo en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad es filiación, relación al Padre[7].

Poco a poco, pero especialmente con el envío del Espíritu Santo, los discípulos se irán dando cuenta de que esa fuente secreta, esa relación de Jesús con el Padre, es su identidad más personal. Y desearán participar de ella. Por eso, en una ocasión, Felipe le dirá al Señor: «Maestro, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Y por eso también le piden a Jesús que les enseñe a rezar, a descubrir esa fuente de vida que de la que Él vive. Y Jesús les enseñará el Padrenuestro (cfr. Lc 11,1-4).

A través de Jesús, Verbo en quien fueron creadas todas las cosas (cfr. Col 1,16), también nosotros nos encontramos, en lo más íntimo de nuestro ser, en profunda relación con el Padre[8]. Lo sentía muy fuertemente en su corazón san Ignacio de Antioquía cuando escribía: «un agua viva habla dentro de mí y me dice: Ven al Padre»[9]. El hecho de que Dios me ama, de que me ha creado para que sea feliz con él, constituye mi núcleo personal más auténtico, el sentido más radical de quién soy; y al revés, «el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima»[10]. Por eso, la oración no es un añadido a nuestra vida. La conversación con Dios nos permite habitar en nosotros mismos. Estar en diálogo con Dios es estar en nuestra casa interior, es ser quienes realmente somos. Si la vida interior de Jesús consiste en el diálogo ininterrumpido con su Padre, también nuestra vida interior ha de nutrirse de ese mismo diálogo con Dios, que es un diálogo de amor.

«Dios ama comunicarse, más que en el fragor del trueno o del terremoto, en “el rumor de una brisa suave” (1R 19,12) o, como lo traducen algunos, en una “sutil voz de silencio”. Este es el encuentro importante, que no hay que perder»[11], decía el Papa León XIV a los dos días de su elección. Y el lugar de ese encuentro es el corazón: «Es la morada donde yo habito (…). Es nuestro centro escondido (…), el lugar del encuentro, ya que, a imagen de Dios, vivimos en relación»[12]. Sin embargo, hay corazones que viven en un permanente monólogo interior. Y cuando un corazón vive así, los frutos no pueden ser de amor. Serán más bien de egoísmo. Si la conversación interior está centrada en el yo, las obras estarán fundamentalmente referidas también a uno mismo. La queja frecuente, el mal humor, los enfados… pueden ser síntomas de la frustración que produce ese monólogo interior; porque «el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6,45).

El auténtico tesoro de un corazón, el único verdadero tesoro, es su relación de amor con Dios. Esa es la raíz de la que brotarán buenos frutos, en palabras y obras. Por eso Jesús dice que «solo Dios es bueno» (Mc 10,18): fuera de él no hay más que tinieblas, tristeza, absurdo. Es el vacío, el aislamiento de quien, hecho para la relación, se encuentra en el fondo terriblemente solo. Solo ante el futuro, ante la muerte, ante las dificultades. «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18), dice Dios en el relato de la creación del hombre. Y cuando el Ángel anuncia a la Virgen el sublime momento de la Encarnación, le dice que llamará a su hijo Emmanuel, que significa, Dios-con-nosotros. El Salvador tiene un nombre que expresa precisamente compañía, relación personal. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5): es la relación con Jesús la que nos salva, y la que nos convierte en instrumentos de salvación para otros.

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«Cristo permanece con nosotros. Algunas veces, antes de comenzar un trabajo, san Josemaría se dirigía así al Señor: “Jesús, vamos a hacer esto entre los dos”. Jesús está con nosotros, y nosotros somos instrumentos suyos. Esto exige actuar bien, trabajar bien; de lo contrario, de alguna manera, es como si hiciésemos “quedar mal” al Señor, por culpa del instrumento. Jesús y yo. Es una relación personal, única, insustituible. Pero, al mismo tiempo, la unión con Cristo —si es auténtica— se hace unión con el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia: comunión con Dios, comunión de los santos. La relación “Jesús y yo” se convierte en unión para los demás, con los demás»[13].


[1] Evagrio, De oratione, n. 34 (citado en Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2737).

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2725.

[3] Cfr. Francisco, Gaudete et Exsultate, nn. 11, 50.

[4] Cfr. San Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, n. 38.

[5] F. Ocáriz, «La luz que necesita el mundo», meditación, 11-05-2020, opusdei.org.

[6] San Josemaría, notas de una reunión en Valladolid, 22-10-1972, recogidas en el documental «El corazón del trabajo», opusdei.org.

[7] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 29 a. 4 co.

[8] Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 13 a. 7 co; De Veritate, q. 4 a. 4 co.

[9] San Ignacio de Antioquía, Ad Rom. 7, 2.

[10] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 26.

[11] León XIV, Encuentro con los cardenales, 10-05-2025.

[12] Catecismo, n. 2563.

[13] F. Ocáriz, A la luz del Evangelio, «Entre los dos» (opusdei.org).

Carlos Ruiz Montoya