ENTRE los seguidores de Cristo surgían preguntas. Era lógico, pues quienes lo escuchaban sabían que él podría dar respuesta a las inquietudes más profundas. Algunos de estos interrogantes eran sobre la identidad del Maestro, como aquella ocasión en la que los discípulos del Bautista le plantearon: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» (Lc 7,20). Otras preguntas versaban sobre cómo interpretar adecuadamente la ley, qué hacer para heredar la vida eterna, con qué poder realizaba los milagros… El Evangelio de hoy recoge una de esas intervenciones: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?» (Lc 13,23). En efecto, se trataba de una cuestión muy debatida, y parecía que las Escrituras ofrecían diversas interpretaciones: unos sostenían que la salvación se cerraba a unos pocos elegidos; otros, que era prácticamente imposible… Quizá había quien se creía ya salvado, como si formara parte de ese grupo de escogidos, y por eso llevaba una vida tranquila, sin grandes complicaciones.
Cristo, en lugar de reducir la respuesta a una cuestión numérica, invita a los oyentes a aprovechar el tiempo que tienen a disposición: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (Lc 13,24). De este modo, deja entrever que en el cielo no hay plazas limitadas solamente a ciertos privilegiados: está al alcance de todos, pero requiere el esfuerzo continuado sostenido por la gracia. «Jesús no quiere engañarnos diciendo: “Sí, tranquilos, la cosa es fácil, hay una hermosa carretera y en el fondo una gran puerta”. No nos dice esto: nos habla de la puerta estrecha. Nos dice las cosas como son: el paso es estrecho. ¿En qué sentido? En el sentido de que para salvarse uno debe amar a Dios y al prójimo, ¡y esto no es cómodo! Es una “puerta estrecha” porque es exigente, el amor es siempre exigente, requiere compromiso, más aún, “esfuerzo”, es decir, voluntad firme y perseverante de vivir según el Evangelio»[1]. No basta, por tanto, con pertenecer al pueblo elegido o haber escuchado la enseñanza del Señor, sino que es necesario corresponder a la gracia.
LA RAZÓN de ser de ese esfuerzo al que nos invita Jesús es clara: si aprendemos a amar de verdad ya en esta tierra, mientras nuestra vida está llena de sacrificio y entrega, nuestro corazón se llena de gozo y paz. El premio no se reserva solo para el más allá, sino que comienza a manifestarse en el mismo esfuerzo, que transforma interiormente tanto a quien ama como a quienes lo rodean. El cielo es para quienes han elegido ser verdaderamente felices aquí en la tierra, porque han sabido renunciar a sus egoísmos y abandonar sus cálculos en favor de una vida llena de Dios.
Probablemente hayamos experimentado esta lógica en más de una ocasión. Cuando nos sacrificamos gustosamente por alguien –dedicándole tiempo, compartiendo algo que apreciamos o asumiendo la tarea más pesada–, percibimos una alegría serena y profunda, distinta de cualquier seguridad material. Es cierto que al principio quizá podemos sentir resistencia, incomodidad o cansancio; pero si lo realizamos por amor, descubrimos que ese esfuerzo vale la pena. Intuimos, incluso sin darnos cuenta, que estamos recorriendo el mismo camino que siguió el Señor.
«Así como para entrar en la ciudad, había que “medirse” con la única puerta estrecha que permanecía abierta, del mismo modo, la vida del cristiano es una vida “a medida de Cristo”, fundada y moldeada en él. Esto significa que la vara de medir es Jesús y su Evangelio: no lo que pensamos nosotros, sino lo que nos dice él. Así que se trata de una puerta estrecha no por ser destinada a pocas personas, sino porque pertenecer a Jesús significa seguirle, comprometer la vida en el amor, en el servicio y en la entrega de uno mismo como hizo él, que pasó por la puerta estrecha de la cruz. Entrar en el proyecto de vida que Dios nos propone implica limitar el espacio del egoísmo, reducir la arrogancia de la autosuficiencia, bajar las alturas de la soberbia y del orgullo, vencer la pereza para correr el riesgo del amor, incluso cuando supone la cruz»[2].
EL SEÑOR no sabe de números, porque quiere a cada uno de sus hijos. Le importa que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. El amor no entiende de cálculos. Por eso no sorprende que Jesús diga que «vendrán de oriente y de occidente y del norte y del sur y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios» (Lc 13, 29). Pone solamente una «condición igual para todos: la de esforzarse por seguirlo e imitarlo, tomando sobre sí, como hizo él, la propia cruz y dedicando la vida al servicio de los hermanos»[3].
Es posible que, en nuestro camino hacia la vida eterna, experimentemos el peso de nuestros errores. Esta realidad, lejos de desanimarnos, puede ser ocasión de sostener a todas las almas que caminan junto a nosotros y que Jesús también llama a la salvación. Cuando se lucha por quitar esos defectos con la gracia de Dios, «carecen de decisiva importancia y se superan, aunque parezca que nunca se consigue desarraigarlos del todo. Además –continúa san Josemaría–, por encima de esas debilidades, tú contribuirás a remediar las grandes deficiencias de otros, siempre que te empeñes en corresponder a la gracia de Dios. Al reconocerte tan flaco como ellos –capaz de todos los errores y de todos los horrores–, serás más comprensivo, más delicado y, al mismo tiempo, más exigente para que todos nos decidamos a amar a Dios con el corazón entero»[4].
La Virgen María nos puede ayudar a pasar por la puerta estrecha. «Ella fue la primera que, siguiendo a su Hijo, recorrió el camino de la cruz y fue elevada a la gloria del cielo (...). El pueblo cristiano la invoca como Ianua caeli, Puerta del cielo. Pidámosle que, en nuestras opciones diarias, nos guíe por el camino que conduce a la “puerta del cielo”»[5].
[1] Francisco, Ángelus, 25-VIII-2019.
[2] Francisco, Ángelus, 21-VIII-2022.
[3] Benedicto XVI, Ángelus, 26-VIII-2007.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 162.
[5] Benedico XVI, Ángelus, 26-VIII-2007.