Meditaciones: 20.° domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)

Reflexión para meditar el domingo de la vigésima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: una paz que complica; quemar para embellecer; el vértigo del fuego

- Una paz que complica.

- Quemar para embellecer.

- El vértigo del fuego.


LA SAGRADA Escritura presenta a Jesús de Nazaret como un sembrador de paz. La alianza establecida por Dios en el Antiguo Testamento es un pacto de paz (cfr. Is 54,10), y el Mesías que Israel espera es el «Príncipe de la paz» (Is 9,5). El Señor desea la paz a quienes entran en contacto con él (cfr. Mc 5, 34) y espera que sus discípulos sean también constructores de paz (cfr. Mc 9,50). Este anhelo, sin embargo, puede contrastar con las palabras del Señor que recoge el Evangelio de este domingo: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra» (Lc 12,49-53). ¿Cómo es posible que el Príncipe de la Paz se presente como un causante de división?

Jesús mismo dice que la paz que deja él no es como la que entiende el mundo (cfr. Jn 14,27). A veces podemos concebir la paz como mera ausencia de problemas, como una especie de tranquilidad que aísla de todo lo que pueda perturbar la propia comodidad. Este planteamiento, sin embargo, difícilmente puede conducir a una existencia plena, pues «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[1].

La paz que propone el Señor es fruto de descubrir quién es él, y esto implica complicarse la vida, aventurarse en territorios quizá desconocidos, pero con la seguridad de que es el mismo Dios quien camina con nosotros. Esta es la paz que Cristo nos da: la certeza de que él está con nosotros siempre, pase lo que pase. «En algunos momentos me he fijado cómo relucían los ojos de un deportista, ante los obstáculos que debía superar. ¡Qué victoria! ¡Observad cómo domina esas dificultades! Así nos contempla Dios Nuestro Señor, que ama nuestra lucha: siempre seremos vencedores, porque no nos niega jamás la omnipotencia de su gracia. Y no importa entonces que haya contienda, porque él no nos abandona»[2].


«HE VENIDO a prender fuego a la tierra –dice el Señor–, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!» (Lc 12, 49). Si bien es cierto que la imagen de un fuego descontrolado evoca tal vez en nosotros imágenes de destrucción, el fuego puede ser también fuerza de purificación, de transformación e incluso de embellecimiento de la realidad: las conquistas de la orfebrería, la artesanía, la alimentación o la medicina deben mucho a esa eficacia del fuego. No es extraño que Jesús emplee esa imagen para hablar de la renovación que él desea dar a nuestra vida y al mundo. Una renovación que consiste precisamente en tomar partido por él, en reconocerlo como Señor y hacerlo crecer dentro de nosotros, con la ayuda del Espíritu Santo, pues él «nos ha mostrado así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, sin embargo, supera todos nuestros límites y capacidades»[3].

Es bueno desear que ese fuego arraigue y crezca en nosotros, implorando con el salmista: «Tú eres mi auxilio y mi liberación, Dios mío, no tardes» (Sal 40,18). La oración nos brinda una oportunidad para que ese fuego pueda prender; en la oración perseverante y confiada el Señor nos va conformando a él. Así lo expresaba san Josemaría: «Y, en mi meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz. Por eso cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás aprovechado el tiempo»[4]. Quizá desearíamos que ese fuego arraigase en nosotros de modo impetuoso, y tal vez la oración puede desalentarnos cuando nos parece que allí no brota el fuego que esperábamos. Pero, ¿qué es más útil?, ¿el incendio o la llama pequeña? A veces es la llama pequeña y discreta, en apariencia débil y vacilante, la que puede aplicarse a un instrumento que se convierte así en cauterio para curar y sanar.


DEJAR que ese fuego nos cambie y transforme el mundo en el que vivimos no siempre es plácido. El fuego es purificador, sí, pero también abrasa: para hacer florecer la vida, el cauterio aniquila los sedimentos de muerte. Es natural que nosotros experimentemos cierto vértigo o temor, y es natural que a veces los demás puedan percibir ese fuego como una amenaza. Un testimonio de ello nos lo ofrece la primera lectura de la Misa, donde se narra el encarcelamiento de Jeremías: «Hay que condenar a muerte a ese Jeremías, pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y al resto de la gente. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia» (Jr 38,4). Jeremías no hace más que comunicar la embajada de Dios, transmitiendo aquello que podrá brindar a cada uno y al propio pueblo su verdadero bien, la auténtica vida. Sin embargo, el profeta es acusado de procurar lo contrario, de desear el mal al pueblo. A los hombres nos cuesta comprender en ocasiones que el fuego del Espíritu Santo es de vida y purificación, y no de muerte y destrucción.

La historia de la salvación está jalonada por tantas vidas de hijas e hijos de Dios que, como Jeremías, han sido conscientes de sus limitaciones pero han conservado fielmente el tesoro de la fe y lo han puesto al alcance de tantos. Los santos demuestran ese empeño de Dios por embellecer, sanar y elevar las vidas de sus hijos, y por renovar la faz de la tierra: «Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador»[5]. La Virgen María, quien también recibió el fuego del Espíritu Santo, nos podrá ayudar a tener un corazón encendido que difunda la paz de su Hijo a nuestro alrededor.


[1] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29-VI-2007), 360; citado por Francisco, Evangelii Gaudium, n. 10.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 182.

[3] León XIV, Homilía, 9-V-2025.

[4] San Josemaría, Camino, n. 92.

[5] Benedicto XVI, Homilía, 31-V-2009.