- «El mandamiento está en tu boca y en tu corazón».
UN FARISEO intenta provocar a Jesús preguntándole algo difícil: cuál es el mensaje esencial de la Ley y los profetas. El Maestro le devuelve la pregunta para que responda por sí mismo. Entonces el interlocutor acierta con una frase tomada del libro del Deuteronomio: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).
El pasaje del Deuteronomio que cita el fariseo es parte de una escena que la Iglesia recoge en la primera lectura de la Misa de hoy. Moisés está exhortando al pueblo para que ame a Dios sobre todas las cosas. Para ello, los anima diciendo que amar así no es tan difícil como podría parecer. Su razonamiento es el siguiente: «El presente mandamiento que hoy te ordeno no es imposible para ti, ni inalcanzable. No está en los cielos para decir: “¿Quién podrá ascender por nosotros a los cielos a traerlo y hacérnoslo oír, para que lo pongamos por obra?”. Tampoco está allende los mares para decir: “¿Quién podrá cruzar por nosotros el mar a traerlo y hacérnoslo oír, para que lo pongamos por obra?”. No. El mandamiento está muy cerca de ti: está en tu boca y en tu corazón, para que lo pongas por obra» (Dt 30,11-14).
¿A qué se refiere el texto con que el mandamiento del amor está más cerca que las alturas del firmamento o que las tierras del otro lado del océano? La respuesta se intuye en la parábola del buen samaritano que está a punto de ser relatada en el Evangelio. Allí, un hombre rescata a otro y, al hacer eso, se constituye como prójimo; entonces comprendemos que el amor a Dios se concreta en el amor a quien está cerca de nosotros. Vislumbramos ese misterio de la unión entre los dos amores. Como señalaba san Josemaría: «En un acto cualquiera de fraternidad, la cabeza y el corazón no pueden distinguir en muchas ocasiones si se trata de servicio a Dios o de servicio a los hermanos: porque, en el segundo caso, lo que hacemos es servir a Dios dos veces»[1].
¿EN QUÉ sentido decimos que amar al prójimo es un modo de amar también a Dios? Un profesor que enseña bien su materia y favorece el aprendizaje de sus estudiantes a fin de año puede recibir un doble agradecimiento: el de los niños y el de los padres. Asimismo, cuando servimos a otra persona, recibimos también la gratitud de nuestro Padre Dios. El fundamento de esta explicación, que nos prepara para una mejor comprensión de la parábola del buen samaritano, la encontramos en la segunda lectura de la Misa.
Jesucristo unió a los hombres entre sí mediante su propio sacrificio. Desde entonces, los bautizados somos hermanos en Cristo y, por tanto, hijos del mismo Padre. Esta realidad, tan misteriosa como sublime, es expresada por san Pablo en la carta que dirige a los cristianos de Colosas. Explica que Cristo es el primero, el primogénito, cabeza de la Iglesia; por medio de su sangre, él ha restablecido la paz tanto en las criaturas de la tierra como en las celestiales (cfr. Col 1,17-20). Al unirnos por medio de su sangre, Jesús transformó a los vecinos en prójimos, en hermanos que merecen nuestra compasión. Por eso san Josemaría tenía un corazón tan universal: le interesaba el bien y la salvación de todas las personas del mundo; los valoraba porque veía bullir en ellas «toda la sangre de Cristo»[2].
Todos los santos han recibido luces de Dios para comprender mejor esta verdad. Muchos impulsaron obras de apostolado, pues advirtieron que preocuparse de los demás era lo mismo que atender a Jesucristo. Se cuenta, por ejemplo, que un visitante, al recorrer una casa de caridad dirigida por una monja –dedicada a cuidar enfermos terminales abandonados–, exclamó: «Es verdaderamente admirable la labor que realizan aquí. Yo no haría esto ni por un millón de dólares». A lo que la religiosa respondió, con sencillez: «Nosotras, tampoco».
EL MAESTRO de la ley pregunta a Jesús por el verdadero significado de la palabra ‘prójimo’. El Señor decide responder con una parábola. Un hombre baja de Jerusalén –ciudad situada a unos 750 metros sobre el nivel del mar– a Jericó –que está a 250 metros bajo el nivel del mar–. Es decir, el viajero debe descender más de 1.000 metros entre un lugar y otro, atravesando unos veinticinco kilómetros de camino desértico y escarpado. Estas circunstancias sugieren una atmósfera de peligro e incertidumbre en el relato. Y, en efecto, el caminante es asaltado y herido, para quedar abandonado al borde del camino. Un sacerdote y un levita, aunque sirven en el Templo de Jerusalén, pasan de largo. Temieron involucrarse. Solo un samaritano, miembro de un pueblo históricamente enfrentado con los judíos (cfr. 2Re 17), se detiene, cura las heridas de la víctima y lo conduce a una posada para que lo atiendan durante su convalecencia. Entonces Jesús sorprende con su pregunta al fariseo: «“¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?”. Él le dijo: “El que tuvo misericordia con él”. “Pues anda –le dijo Jesús–, y haz tú lo mismo”» (Lc 10,36-37).
«La vida está hecha de encuentros –comenta León XIV–, y en esos encuentros se revela quiénes somos. Nos encontramos ante el otro, ante su fragilidad y debilidad, y podemos decidir qué hacer: ocuparnos de él o hacer como si nada»[3]. Probablemente en nuestro día a día hallemos personas que, como el viajero de la parábola, reclaman nuestro cuidado: un pobre que vive en la calle, una anciana que no se vale por sí misma, un enfermo que está solo… Con esta parábola, Jesús enseña que «la compasión se expresa a través de gestos concretos. (...) El samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien no puedes mantenerte a distancia, tienes que implicarte, mancharte, tal vez contaminarte; le venda las heridas después de haberlas limpiado con aceite y vino; lo monta en su cabalgadura, es decir, se hace cargo de él, porque solo se ayuda de verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta dinero –“dos denarios”, aproximadamente dos días de trabajo–; y se compromete a regresar y, si hace falta, a pagar más, porque el otro no es un paquete que entregar, sino alguien de quien cuidar»[4]. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a tener un corazón de madre como el suyo, que nos lleve a tener una compasión concreta por las personas que están cerca de nosotros.
[1] San Josemaría, Instrucción, mayo 1935 – septiembre 1950, n. 75. ((habría que citar como AGP, etc., pues no está publicada; y si la cita está publicada en otro artículo, poner esa otra referencia))
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 80.
[3] León XIV, Audiencia, 28-V-2025.
[4] Ibíd.