- Iluminar los caminos terrenos.
EN EL DISCURSO del llano, san Lucas presenta un esbozo del discípulo de Cristo recogiendo las palabras del Señor: «A vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames» (Lc 6, 27-30). Se trata de un mensaje exigente. Como cristianos, estamos llamados a seguir los pasos del Maestro, que «pasó haciendo el bien porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38). Somos sal de la tierra y luz del mundo (cfr. Mt 5, 13-14), enviados a dar un testimonio de vida cristiana desde donde estamos «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8), metidos en las realidades del mundo como la sal y la levadura: no se ven, pero se notan.
Los primeros cristianos trataron de hacer suyas estas enseñanzas del Señor. «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres —escribió uno de ellos en el siglo II— ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres; no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto (…) Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble»[1].
Hoy, como entonces, «la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19), el testimonio de nuestra vida cristiana, a un tiempo sencilla y admirable. Somos «hijos de Dios, portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna»[2].
EL MUNDO anhela el testimonio de los hijos de Dios porque en él se realiza la aspiración más íntima de todo ser humano. Jesús lo sabe, porque «ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón»[3]. Por eso puede afirmar que lo que nos pide no es, en realidad, algo extraordinario, pues responde a la vocación originaria del ser humano, manifestada en la voz de su conciencia. Así se entiende que Cristo sintetice todo aquel discurso tan exigente en una sencilla regla de oro: «Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos» (Lc 6,31).
A fin de cuentas, se trata sencillamente de responder a la vocación al amor. Toda la ley se resume en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cfr. Mt 22,37-40), y el mandamiento del Señor es que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado. Por el amor nos reconoce el mundo como discípulos del Maestro (cfr. Jn 13,34-35), pues eso fue precisamente lo que marcó su paso por la tierra: él nos amó hasta el extremo de dar su vida por cada uno de nosotros.
Para ilustrar las consecuencias prácticas de esta enseñanza, Jesús continúa su discurso: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo. (...) Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello» (Lc 6,33-35). Este es el testimonio auténtico de los hijos de Dios que el mundo está esperando, precisamente hoy, ahora: un amor que no entiende de barreras, que se abre a todas las personas que nos rodean. «¡Esta es la hora del amor! –proclamó León XIV en la Misa de inicio de su pontificado–. La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio»[4].
¿ES POSIBLE amar como Jesús nos pide? Quizá experimentamos con frecuencia la dificultad de amar como él: con su paciencia infinita, con su misericordia sin límites… Lógicamente, si nos apoyáramos únicamente en nuestras fuerzas, tendríamos motivos más que de sobra para desanimarnos. Sin embargo, es él mismo quien nos ayuda: comparte generosamente su amor con nosotros, derramándolo en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (cfr. Rm 5,5). «Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este “antes” de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta»[5].
Por eso, cuando notamos que nuestro corazón se resiste a amar como el Señor nos pide, podemos vivir con la confianza de que él es el primero en amarnos: «Su amor nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a pesar de nuestros pecados»[6]. Es muy liberador vivir abandonados en el amor de Dios, recibiendo su amor infinito y dándolo a manos llenas. Saber que no tenemos que preocuparnos por juzgar, porque quien juzga es el Señor (cfr. 1 Cor 4,4); que tenemos siempre la posibilidad de perdonar «con la plena libertad del amor»[7]; que podemos estar siempre alegres y hacer con alegría incluso lo que no nos gusta, porque todo podemos hacerlo por amor...
Vivir así, además, nos llena de una segura esperanza: «No juzguéis –nos dice Jesús– y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá» (Lc 6, 37-38). Es decir, si a lo largo de nuestra vida ha sido el amor, la misericordia y la generosidad lo que ha marcado las relaciones con los demás, el Señor nos juzgará de la misma manera. Podemos pedir a la Virgen María que nos obtenga un amor grande y nos ayude a imitar a Jesús, para dar en el mundo el testimonio de los hijos de Dios.
[1] Carta a Diogneto, cap. 5-6 (Funk 1, 317-321).
[2] San Josemaría, Forja, n. 1.
[3] San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 8.
[4] León XIV, Homilía 18-V-2025.
[5] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, n. 17.
[6] Francisco, Carta Ap. Misericordia et Misera, n. 5.
[7] San Josemaría, Via Crucis, X estación.