La luz de la fe (IX): uno de los nuestros: la Encarnación

La diferencia entre creer o no en Jesucristo no consiste solo en entender sus palabras, sino en reconocer su divinidad y su humanidad, encontrarse realmente con él y reconocerle como camino, verdad y vida nuestra.

Las naciones se alegran con sus héroes, y los pueblos rememoran sus éxitos, sean de la índole que sean: artísticos, bélicos o de cualquier género. Los mausoleos recuerdan a primeros ministros, reyes o ingeniosos descubridores, y las calles, avenidas y plazas llevan nombres de pintores, músicos, artistas...

Al echar una mirada a la historia, emergen entre sus sombras figuras luminosas que engrandecen el corazón humano. Hombres extraordinarios que supusieron, por ejemplo, un avance sin posibilidad de retroceso para la ciencia, como Copérnico o Newton; escrutadores de la conciencia que nos dejaron testimonios perennes de la profundidad del corazón humano, como Agustín de Hipona o Fiodor Dostoievski; o pensadores religiosos que profundizaron en la relación del hombre con Dios y con su entorno: la moral, el culto, la sociedad. También se encuentran figuras que han causado asombro y que fueron perseguidas por sus enseñanzas, como algunos profetas del Antiguo Testamento o incluso como Sócrates en la antigua Atenas. Sin embargo, la fe cristiana tiene la audacia de decir que su fundador es infinitamente más que un simple genio religioso: ¿cómo se comprende esto?

¿Por qué se hizo igual a Dios?

Cristo es infinitamente más que un simple genio religioso

Si queremos comprender la figura de Jesucristo, al menos tal y como Él se presentó, y tal y como lo entendemos los cristianos, en ningún caso puede ser interpretado solo como un genio religioso que, anclado en el pasado, continúa exhortando desde su cátedra de la historia sobre verdades universales, tales como el amor al prójimo o la misericordia con el débil. Cristo es algo más, alguien más, y para poder adentrarnos en ese misterio nos puede ayudar una historia concreta ocurrida hace menos de cien años, y cuyas protagonistas son dos mujeres: madre e hija.

Edith Stein fue una filósofa alemana judía de comienzos del siglo XX. De extraordinaria inteligencia, pronto colaborará en tareas universitarias y llegará a trabajar junto a uno de los filósofos más destacados del siglo: Edmund Husserl. Diversos acontecimientos de su vida, admirablemente narrados por ella misma[1], la condujeron primero a la fe cristiana, y después a la clausura en el Carmelo. Morirá en el campo de concentración de Auschwitz en agosto de 1942, dando su vida por el pueblo hebreo y por su fe cristiana.

El día antes de ingresar en el Carmelo fue a despedirse de su familia. Su madre era una mujer extraordinaria, judía de raza y religión, que con sorprendente fortaleza había sacado adelante el negocio maderero y la familia después de la prematura muerte de su marido. Ella nunca llegó a hacerse cristiana, como sí ocurriría con sus hijas Rosa y Edith. Sin embargo, aun no creyendo en Jesucristo, llegó a comprender la centralidad de su misterio y su inaudita pretensión.

«El 12 de octubre fue el último día que pasó en su casa, el día de su cumpleaños y, a la vez, la fiesta hebrea de los tabernáculos. Edith acompaña a su madre a la sinagoga. Fue un día nada fácil para las dos mujeres. "¿Por qué la has conocido [la fe cristiana]? No quiero decir nada contra Él. Habrá sido un hombre bueno. Pero ¿por qué se ha hecho Dios?" Su madre lloró»[2].

Habrá sido un hombre bueno, pero... ¿por qué se ha hecho Dios? Blasfemia o verdad absoluta: así se presentaba la figura de Jesús para la madre de Edith Stein. Si hubiera sido un hombre bueno, un sabio antiguo, un maestro de verdades universales... pero se ha hecho igual a Dios. Esta afirmación no puede ni debe dejar indiferente a nadie que se decida a acercarse, usando únicamente la razón, a la figura de Cristo. Pero, ¿cómo puede un hombre hacerse igual a Dios?

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre

Esta afirmación subraya la continuidad de todo el Nuevo Testamento. El evangelio de san Mateo abre sus páginas indicando, mediante la genealogía, el origen judío de Jesús, su nacimiento virginal y el cumplimiento en Él de todas las promesas: Él restaurará nuestra relación con Dios. Por El podremos dirigirnos a Dios con confianza. El evangelio de san Lucas también es explícito en este sentido, y reconoce no solo el origen judío de Jesús, sino su condición de hijo de Adán: Jesús se presenta así como salvador de todos los hombres. Esta es su pretensión, y esa es la grandeza que tenemos que comunicar a nuestros familiares, compañeros de trabajo y vecinos: Jesús es para todos, y tiene una respuesta personalísima para cada uno.

Por su parte, el evangelio de Marcos presenta ya en sus primeros versículos la revolución de la irrupción de Jesucristo en la historia. Ha llegado la buena noticia, que no solo es palabra (doctrina), sino también obras: curaciones y gestos, en definitiva, historia de Dios con los hombres y de los hombres con Dios. Finalmente, el evangelio de Juan es si cabe más claro en este desplegarse de la divinidad de Jesús en su humanidad, y da detalles de su origen eterno, así como de su encarnación en el tiempo.

su resurrección es la prueba más elocuente de su divinidad

Todos los evangelios concluyen de idéntica forma: narran la injusta muerte de Jesús mediante una dolorosa pasión y cruz, vivida con amor y espíritu de redención; nos cuentan de manera muy semejante los detalles más nimios de su sepultura, y presentan, de modos diversos, un hecho inaudito y jamás visto: su resurrección, la prueba más elocuente de su divinidad.

La conciencia cristiana cree, y así lo dicen explícitamente tanto los Evangelios como la Tradición de la Iglesia, que el cuerpo de Jesús no yace en el sepulcro, sino que resucitó a una vida nueva[3]. De ahí que el autor de la Carta a los Hebreos afirme con rotundidad que Jesús es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8), porque Él vive para siempre y espera encontrarse con cada hombre hasta el final de los tiempos.

Los escritos de san Pablo, junto con otras cartas y el Apocalipsis, completan el Nuevo Testamento. Pablo no conoció los tiempos de Jesús por Galilea, ni tampoco estuvo en el Calvario o en el cenáculo después de su resurrección. Por eso, san Pablo es en cierta medida un modelo en el seguimiento de Jesús para todos aquellos que, como nosotros, no hemos caminado con Cristo por Galilea y Judea.

¿Quién es Jesús para San Pablo? ¿Qué supuso en su vida? La clave de toda la existencia de san Pablo es el encuentro con Cristo vivo; con él hay un antes ­­–Saulo– y un después –Pablo–. Encontrarse con Jesús es encontrarse con alguien vivo, no con un elenco de doctrina, un conjunto de normas morales o una ideología socio-política. No halló Pablo a un sabio religioso, sino que se encontró con aquel por quien todo lo estima basura (cfr. Flp 3,8), aquel que «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20), aquel que entrañablemente se quedó con nosotros para ser alimento de vida (cfr. 1 Cor 11,23-27).

La diferencia entre ser creyente o no en Jesucristo no consiste únicamente en entender cada una de sus palabras, sino en reconocer su divinidad y su humanidad, encontrarse realmente con él y reconocerle como camino, verdad y vida nuestra (cfr. Jn 14,6).

El centro de mi vida

«Lo normal ahora es tratar al Salvador del mundo de manera irreverente e irreal», predicaba el beato John Henry Newman, “como si fuera una idea o una visión; hablar de Él con tal estrechez y poco provecho como si solo supiéramos su nombre, aunque en la Escritura tenemos abundantes detalles de su estancia real entre nosotros, de sus gestos, palabras, hechos, donde fijar los ojos»[4]. El predicador llamaba la atención a sus oyentes del primer tercio del siglo XIX sobre algo que es particularmente actual: la consideración de un Cristo lejano, muerto, incluso para los propios cristianos. En el mejor de los casos, un conjunto de normas perennes.

Por eso, es lógico desear entender como cristianos, y ayudar a entender a los que no creen –pero quieren entender– la centralidad de Jesús en cada cabeza y corazón creyentes.

«Hasta que no captemos esto –concluía el beato Newman–, hasta que no nos dejemos de vagas afirmaciones acerca de su amor, de su disposición a recibir a los pecadores, a proporcionar arrepentimiento y ayuda espiritual, y cosas por el estilo, y empecemos a verlo a Él, en concreto, con sus palabras reales, las que constan en la Escritura, no habremos sacado del Evangelio el beneficio que nos ofrecen. Es más, quizá nuestra fe corra cierto peligro porque si el pensamiento de Cristo no es más que una creación de nuestra mente, es de temer que poco a poco esa fe vaya extinguiéndose, se pervierta o sea incompleta»[5].

Cristo presente para cada cristiano. Cristo vivo. En este mismo sentido se expresaba san Josemaría con palabras vibrantes al referirse a la formación de la gente joven: «Metamos a Cristo en nuestros corazones y en los corazones de los chicos. ¡Lástima!: frecuentan los sacramentos, llevan una conducta limpia, estudian, pero... la Fe muerta. Jesús –no lo dicen con la boca, lo dicen con la falta de vibración de su proceder–, Jesús vivió hace XX siglos... –¿Vivió? Iesus Christus heri, et hodie: ipse et in saecula; Jesucristo el mismo que ayer es hoy; y lo será por los siglos (Hebr. XIII,8). Jesucristo vive con carne como la mía, pero gloriosa; con corazón de carne como el mío. Scio enim quod Redemptor meus vivit, sé que mi Redentor vive (Iob XIX,25). Mi Redentor, mi Amigo, mi Padre, mi Rey, mi Dios, mi Amor ¡vive! Se preocupa de mí. Me quiere más que la bendita mujer –mi madre– que me trajo a este mundo (…)» .[6]

Cristo nació en Belén, se formó en Nazaret, predicó en Galilea y Judea, y vio la muerte en Jerusalén. Cristo resucitó de entre los muertos, y vive para siempre. Por eso los primeros cristianos cambiaron el día de culto al domingo, se distanciaron del templo y las costumbres judías que tanto amaban y empeñaron sus vidas hasta recibir, muchos de ellos, un fin violento y doloroso. Cristo estaba siempre con ellos, haciendo de su existencia una vida fundada en el amor.

Cristo presente en cada hombre

Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz en 1986, fue confinado –cuando aún era adolescente– en un campo de concentración durante la segunda guerra mundial. Allí vivió una experiencia que le marcó de por vida: un niño fue ahorcado en el campo. Mientras se debatía entre la vida y la muerte, una voz exclamó: ¿Dónde está Dios? Elie en ese momento escuchó dentro de sí: «¿Dónde está? Aquí está. ¡Ahorcado en este patíbulo!».

Dios está con cada alma que padece

Elie Wiesel no era católico ni cristiano. Sin embargo, supo escuchar dentro de sí la voz de Dios. Cuando hay inocencia de vida es posible entender la solidaridad de Dios con cada uno de los hombres. Quizá hoy y siempre exista la tendencia a culpar a Dios de nuestros males –¿por qué ha permitido que me suceda esto?–, pero almas inocentes han entendido que, de algún modo, Dios sufre con cada hombre. Dios está con cada alma que padece.

Los creyentes tenemos, además, el conocimiento de la palabra evangélica. En san Mateo encontramos cómo Jesús afirma expresamente aquello que Wiesel y tantos han intuido. Jesucristo se identifica con los sedientos y los hambrientos, con los peregrinos y los forasteros, con los que pasan dificultades (cfr. Mt 25). Afirma que cuando vestimos a un desnudo, a Él le vestimos; cuando alimentamos a un hambriento, a Él se lo hacemos; cuando damos de beber un solo vaso de agua al sediento, nos hacemos merecedores de la vida eterna, porque a Él mismo servimos.

Jesucristo permanece en la historia como verdadero Dios, pero también como verdadero hombre; no deja ni dejará nunca la humanidad que asumió en María. Por esa razón, Jesús permanece unido de manera misteriosa a sus hermanos los hombres, muy especialmente al que sufre en el cuerpo y en el alma.

De esta convicción nace y mana todo el espíritu de caridad que gustosamente intentan vivir los cristianos: reconocer en el otro a Cristo, y practicar con él la caridad como si del mismo Cristo se tratase. De esta certeza surge la preocupación de los creyentes por los más necesitados, que ocuparán siempre y necesariamente un lugar privilegiado en el corazón de la Iglesia.

María, Virgen y Madre

Íntimamente unido al misterio de Cristo –Dios y hombre– está el misterio de María –Virgen y Madre–. Quizá hoy es especialmente difícil entender a María, porque ella es definida por dos aspectos que actualmente se rechazan en muchos ambientes la virginidad y la maternidad.

La fe de los cristianos confiesa que santa María concibió a Jesús virginalmente. Evidentemente, se trata de una afirmación de fe que tiene fundamento en los textos evangélicos. San Mateo dice expresamente que la concepción de Jesús fue obra del Espíritu Santo en el seno de María; san Lucas afirma expresamente este misterio en la anunciación de Gabriel, y san Juan concluye que el Verbo se hizo carne no mediante la humana y normal generación. Por otra parte, la Iglesia ha sido constante en afirmar el nacimiento virginal de Jesús.

Finalmente, María es también madre, madre de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. La íntima unión de Jesús con cada hombre, así como el encargo explícito que hizo a su Madre desde la Cruz, vincula a la Virgen con todo creyente como madre. En trance de muerte, Jesús confía a su madre al apóstol Juan, y confía a Juan a su madre (cfr. Jn 19,26-27). De ese modo, como ha entendido la Iglesia, Jesús declaraba a María madre de todos los hombres, y confiaba a los hombres custodiar la figura central de María para alimentar la fe de los pueblos. La devoción a María no es opcional o accesoria, porque encontrarse con Jesús es recibirla como madre, y encontrarse con María es ser conducido una y otra vez a la misericordia entrañable del corazón de Jesús, porque «a Jesús siempre se va y se "vuelve" por María»[7].

Fulgencio Espa


Bibliografía

- Catecismo de la Iglesia Católica, 484-570, 720-726 y 963-975.

- Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 85-94.

- Tema 9. La Encarnación, en Resúmenes de Fe cristiana.

- Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, nn. 55-66.

- Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, (25-III-1987), n. 8.


- Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 23-30; 371-410 (Introducción y cap. 10).

- Newman J. H., Sermones Parroquiales/3, Encuentro, Madrid 2009.

- Santa Teresa Benedicta de la Cruz–Edith Stein, Estrellas amarillas, Editorial Espiritualidad, Madrid 1973.

- Bastero de Elizalde J.L., María, Madre del Redentor, 2ª ed., Eunsa, Pamplona 2004.

- Ocáriz F. – L.F. Mateo Seco – J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo, 3ª ed., EUNSA, Pamplona 2004.

- Ponce Cuéllar M., María, Madre del redentor y Madre de la Iglesia, 2ª ed., Herder, Barcelona 2001.

[1] Cfr. Santa Teresa Benedicta de la Cruz - Edith Stein, Estrellas amarillas, Editorial Espiritualidad, Madrid 1973.

[2] Cfr. Biografía de Santa Teresa Benedicta de la Cruz–Edith Stein, redactada con motivo de su canonización el 11 de octubre de 1998, publicada en www.vatican.va.

[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 638 y ss.

[4] J. H. Newman, Sermones Parroquiales/3, Encuentro, Madrid 2009, p. 137.

[5] Íbid., p. 137. A continuación, añade: «Si contemplamos a Cristo como revelado en los evangelios –el Cristo que existe ahí, externo a nuestra imaginación– y vemos que es un ser que vive realmente, que pasó realmente por la tierra como cualquiera de nosotros, al final creeremos en Él con una convicción, una confianza y una integridad, tan indestructible como la creencia en nuestros propios sentidos. Para un cristiano, no es posible meditar en el Evangelio sin sentir, por encima de toda duda, que el sujeto de todo el Evangelio es Dios».

[6] San Josemaría, Instrucción 9-I-1935, n. 248, citado en Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2002, p. 732.

[7] San Josemaría, Camino, n. 495.