«El día que vi por primera vez a Montse Grases fue un sábado por la tarde, no recuerdo con exactitud la fecha. Era una chica francamente guapa, tenía el pelo muy largo y en esa época se hacía una sola trenza gruesa que dejaba caer a un lado por delante. Tenía ojos claros, mirada muy viva, facciones perfectamente proporcionadas. A través de la belleza física, se reflejaba también la grandeza de su alma. Dos virtudes son quizás las que más me llamaron la atención en ella: la alegría y la sencillez. Tenía una personalidad muy atrayente, sus amigas eran numerosas».
Esto recuerda Margoth Simán. Por entonces, Montse —que tenía 15 o 16 años— iba con frecuencia por un centro del Opus Dei en Barcelona para muchachas jóvenes, conocido como “Llar”. Allí recibía una formación cristiana intensa, adecuada a su edad, que reforzaba la que había recibido en su casa.
Algunos meses después, Montse sintió la llamada de Dios y pidió la admisión en el Opus Dei. Por entonces —sigue recordando Margoth— Montse «era muy piadosa, daba tono de alegría a la vida en familia, sonreía mucho, se le veía feliz. No recuerdo en ella la menor complicación, era extraordinariamente sencilla y natural. Se notaba que venía de una familia numerosa que no abundaba en medios económicos; sabía compaginar el espíritu de pobreza con el tono humano en el arreglo personal, que también era sencillo.
»Ayudaba en el centro de la Obra y en su casa, aprovechaba bien el tiempo. Frecuentemente cantaba mientras trabajaba. Por otro lado, era una chica totalmente normal, a veces incluso traviesa.
»Recuerdo que fue a un curso de retiro en Castelldaura, con Ana María Suriol, y las dos se pusieron a brincar sobre la cama hasta que se rompió el resorte. Otro día, en Llar, ella y sus amigas correteaban ruidosamente por el pasillo que conduce al oratorio donde el sacerdote estaba confesando y tuve que llamarles la atención» (recuerdos de Margoth Simán; AGP, MGG T-0085).
Montse era muy alegre, con una paz y una sonrisa contagiosa, porque dentro de sí tenía un gran amor a Dios. Era una verdadera amiga con todos; sentía un deseo enorme de ayudar y de acercar a Dios a quienes convivían a su alrededor.
Sus amigas han relatado cómo Montse les explicaba que la santidad no es una tarea exclusiva de sacerdotes y religiosos, sino que compete a todas las personas. Hablaba de estas cosas, no en ocasiones y ambientes especiales, sino en las conversaciones normales que se tienen entre amigas. Por ejemplo, durante las vacaciones del verano, en una excursión a una montaña del macizo del Montseny:
«Recuerdo las circunstancias —cuenta una de ellas—del día que quizás hablamos más profundamente. Era una tarde, volviendo de Les Agudes. Se hizo de noche, y todo el camino fuimos Montse y yo, separadas del resto del grupo, hablando de Jesucristo: si cuando estábamos tristes, le contábamos las cosas, y lo que nos ayudaba el descansar en Él» (recuerdos de María Luisa Xiol; AGP, MGG T-098).
En Montse desbordaba el amor a Dios y la amistad con esta compañera de excursiones veraniegas. Por eso aprovechó esos momentos para compartir con ella su propia experiencia del trato con Jesucristo mediante la oración confiada.
Oración para pedir a Dios algún favor o milagro a través de la intercesión de Montse