El descanso de los hijos de Dios: sobre las convivencias anuales de formación

Una reflexión sobre el descanso, el estudio y la vida en familia que facilitan las convivencias que se organizan durante las vacaciones.

San Josemaría enseñó a sus hijos a buscar a Dios en todo: lo encontramos en el trabajo, en la familia, en nuestras relaciones con los demás, en las aficiones, alegrías y preocupaciones de cada día. La vida del cristiano es el descubrimiento continuo y progresivo de Dios, que lleva a identificarnos cada vez más con Jesucristo.

Trabajamos, por eso, para ser cada vez más “otro Cristo”[1] y, como él, llevar el mundo a Dios Padre, cada uno en aquello a lo que se dedica. Saber que la santidad abarca toda nuestra vida nos hace entender que tendría poco sentido tomarse como unas “vacaciones” de la búsqueda de la propia santidad, así como uno no pone en pausa sus amistades o relaciones familiares. Del mismo modo, el ocio no es simplemente algo que luego nos permitirá trabajar más y mejor, ni tampoco es un paréntesis negativo, pero necesario, debido a la debilidad humana: es un tiempo en el que podemos buscar y encontrar a Dios, conocernos mejor, disfrutar con los demás, resetear el cuerpo y el alma. Es, junto con otras dimensiones, un tramo en nuestro camino hacia el Cielo.

Un filósofo del siglo XX explicaba que “la contemplación filosófica se orienta también a este mundo tangible, visible, que se extiende ante nuestros ojos, pero este mundo, estas cosas, estas realidades son interrogadas de una forma especial; se les pregunta por su última y universal esencia”[2]. Sus palabras pueden aplicarse a ese ser “almas contemplativas en medio del mundo”[3]. Los momentos de ocio y descanso nos ayudan a recuperar esa visión, porque nos recuerdan en gran medida que el sentido de nuestra existencia es vivirla de forma plena, con Dios. Los momentos de vacaciones pueden ser una oportunidad de hacer frente a la tentación del hacer, y dirigir nuestra mirada hacia esa “última y universal esencia”: quién es Dios, quién soy yo para Él, y cómo esta relación transforma las demás relaciones y dimensiones de mi vida.

Buscar al Maestro

Los discípulos aprendieron de su Maestro a rezar y a trabajar. Ciertamente, eran dos realidades que ocupaban gran parte del tiempo de cualquier israelita piadoso. Sin embargo, en el Evangelio también podemos observar cómo el Señor procuraba enseñar a los apóstoles aspectos que quizá para una mentalidad pragmática tenían poco sentido. Así, les invita a admirarse de la naturaleza – “Mirad los pájaros del cielo (...). Fijaos cómo crecen los lirios del campo” (Mt 6, 26-28)–, les hace ver la necesidad de recuperar fuerzas después de volver de la primera misión apostólica –“Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco” (Mc 6, 31)– e incluso les exhorta a cuidar como él, hasta las últimas consecuencias, a las personas que estaban a su alrededor –“Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12)–.

“El Señor, después de enviar a sus discípulos a predicar, a su vuelta, los reúne y les invita a que vayan con él a un lugar solitario para descansar... ¡Qué cosas les preguntaría y les contaría Jesús! Pues... el Evangelio sigue siendo actual”[4]. Ya desde los primeros años del Opus Dei, san Josemaría tuvo la preocupación paterna de que sus hijos, que trataban de empeñarse con alma, vida y corazón en sembrar la semilla del Evangelio, pudieran también descansar, ganar perspectiva, recuperar las fuerzas del alma y del cuerpo y salir de nuevo encendidos y preparados para la misión apostólica. No resultaba fácil encontrar el tiempo, el lugar y los medios económicos para lograrlo, pero, convencido de la necesidad, san Josemaría logró organizar la primera semana de estudio en La Granja de San Ildefonso (Segovia): unos días de convivencia para rezar con paz, formarse y disfrutar de la vida en familia, en un ambiente adecuado a la juventud de sus hijos. Con el paso de los años, se fueron consolidando así las convivencias y cursos anuales de formación, con una duración y unos contenidos diversos, adaptados a las circunstancias de los asistentes.

Como la finalidad de la formación es la identificación con Cristo, también el objetivo primordial de las convivencias es el encuentro personal con el Señor. Y se podría decir que este encuentro se despliega alrededor de tres ejes: primero, el descanso que permite tomar distancia de las tareas del día a día y transcurrir un tiempo más exclusivo y distendido con Dios; después, el estudio y la asimilación de la formación, profunda y de calidad, que encienda y prepare para la propia misión de santificar el mundo en las propias circunstancias y acompañar a las personas hacia Dios; y, por último, la vida en familia, es decir, la convivencia fraterna, el servicio y cuidado mutuo, compartiendo intereses y afanes.

Descansar desde quién soy

Como el descanso no es un paréntesis en la vida, es lógico que sea acorde a la identidad y la misión de una persona: un descanso, del cuerpo y del alma, con y para el Señor y con y para los demás. Al mismo tiempo, esa convivencia ofrece una oportunidad única durante el año para formarse en una manera profunda y, a la vez, distendida, haciendo realidad lo que decía san Josemaría: “El descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo”[5].

Lo primero es descansar con el Señor. En este medio de formación podemos encontrarnos con Jesús en la oración de un modo que, en otro periodo, quizá puede resultar más complicado: con tranquilidad, sin prisas, con la cabeza y el corazón más despejados… En este sentido, también podemos afinar en detalles que expresen la fe y delicadeza en el trato con Dios –por ejemplo, acompañarle en el sagrario, ya sea físicamente o con la imaginación–, repasar los puntos de lucha que hemos tenido en el curso, volver con calma a textos que nos inspiran o ideas en las que queremos profundizar, etc.

De este modo, la convivencia anual no será una simple fuga de la realidad, ni tampoco un analgésico que nos haga olvidar temporalmente nuestras ocupaciones diarias. El periodo que dedicamos al descanso “es el momento de la contemplación, es el momento de la alabanza, no de la evasión. Es el tiempo para mirar la realidad y decir: ¡qué bonita es la vida!”[6]. La serenidad de esos días nos facilita echar una mirada atrás y agradecer lo que hemos vivido recientemente, también aquello que quizá nos costó asimilar o que no entendimos. “Es necesario reconciliarse con la propia historia, con los hechos que no se aceptan, con las partes difíciles de la propia existencia. (…) La verdadera paz, de hecho, no es cambiar la propia historia sino acogerla, valorarla, así como ha ido”[7].

Por otro lado, “distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo” no significa exprimir el tiempo buscando llegar a todo. Curiosamente, santo Tomás considera que la pereza y la agitación tienen la misma raíz: ambas nos quitan la paz, nos alejan de vivir el momento presente y nos impiden cumplir con alegría el mandamiento de santificar las fiestas. Con frecuencia se puede llegar a imitar el ritmo frenético que marca una jornada normal también en el periodo de reposo, pasando así de las prisas en el trabajo a las prisas en las vacaciones. Se piensa entonces que, a mayor número de experiencias intensas, el descanso será mejor. Por supuesto, durante la convivencia anual tendremos la oportunidad de acumular vivencias novedosas –visitar lugares desconocidos, practicar distintos deportes, quizá incluso probar comidas exóticas…–, pero también es un tiempo en el que podemos aprender a disfrutar de lo pequeño y ordinario: abrirnos a conocer a quienes están a nuestro alrededor, valorar y agradecer lo que tenemos, dejarnos sorprender, contribuir con los propios talentos e intereses a la vida en familia, dedicar tiempo a la lectura y a la reflexión… Desarrollar estas actitudes facilitará que después, en la vuelta al trasiego del día a día, descubramos las pequeñas dosis de descanso que se presentan en cada jornada. Y este reposo, que se nos ofrece gota a gota, es más eficaz que un aguacero puntual entre muchos días de sequía.

Invertir en lo que vale

Las vacaciones también son un momento valioso para invertir tiempo en adquirir herramientas que nos ayuden a vivir mejor y a desempeñar cada vez con más creatividad e ilusión nuestra misión, de acuerdo a las necesidades del mundo actual, en fidelidad al Evangelio, a las enseñanzas de la Iglesia y, por tanto, también del espíritu de la Obra. Tal vez en la empresa o ámbito laboral tengamos oportunidades de formación más intensa: cursos, seminarios… A lo largo de nuestra vida también la Obra nos ofrece momentos específicos para dedicarlos al crecimiento personal (y colectivo) en distintos aspectos que iremos haciendo nuestros. Aunque no siempre resulta sencillo encontrar este tiempo –por cansancio, por otros intereses o por la necesidad de resolver cuestiones más “urgentes”–, el impacto puede llegar a ser muy significativo, pues nos da un impulso que, a medio y largo plazo, contribuye a vivificar la misión que Dios ha dado a cada uno. Por ejemplo, leer un buen libro –un ensayo o una novela– puede tener poco efecto inmediato –más allá de lo placentero que nos resulte–; sin embargo, también puede darnos algunas pistas sobre la naturaleza humana, lo que nos permitirá conocernos mejor y ayudar a otras personas en el futuro.

Para que esta formación pueda asimilarse, es necesaria la dedicación de un tiempo sereno –con iniciativa y responsabilidad personal– a la lectura, la reflexión, el diálogo y el estudio. No se trata de abarcar muchos temas, sino de enfocar bien los contenidos. Un medio útil puede ser acudir a la ayuda y sugerencias de la dirección espiritual antes de empezar la convivencia, para trazar un posible plan de profundización en los temas que cada uno lleve en el corazón y en la cabeza. Después, el hecho de hablar con calma con una persona distinta de la habitual durante esos días puede abrirnos horizontes y ayudarnos a contrastar lo que vamos descubriendo.

En una cultura que a veces nos impulsa al activismo, a pensar continuamente en clave de eficacia y resultados, las actividades propias de la convivencia anual podrían parecer inútiles o una pérdida de tiempo: pasear, estudiar filosofía o teología, leer una buena novela o un cómic, repasar documentos del magisterio, escuchar música sin hacer otra cosa al mismo tiempo, dedicar una mañana a alguien que cuenta un suceso de su vida o algo que ha aprendido, conversar con quien tiene un fondo vital muy distinto del nuestro … Al margen de que sea discutible que todo eso no vaya a mejorar nuestra productividad ni vaya a suponer una experiencia inolvidable, lo más importante es que ayudará a dar brillo a las realidades más importantes de nuestra vida: fortalecerá la relación con Dios y con los demás.

La auténtica fiesta

Como hijos de Dios, no estamos nunca solos, sino que nos sabemos siempre mirados y acompañados por un Padre que nos quiere y nos cuida. Además, cada miembro del Opus Dei es parte de esta familia sobrenatural y se sabe apoyado por los demás, a la vez que siente la responsabilidad de arrimar el hombro y estar ahí para su familia: primero, por la comunión de los santos, con la oración y la lucha por la santidad; y también por el empeño por trabajar bien y la solidaridad con quienes están más cerca.

También el tiempo de ocio es una oportunidad para cuidar a quienes están a nuestro alrededor: el descanso no es una competición contra otras personas (mi plan o el tuyo, mi tiempo o el de los demás), sino que es una dimensión más de la vida compartida, en la que podemos abrirnos a los otros, con actitud de servicio y de verdadera amistad. “La estructura interna de una auténtica fiesta se encuentra del modo más conciso y claro en la incomparable sentencia de San Juan Crisóstomo: Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas, donde se alegra el amor, allí hay fiesta”[8].

En la vida ordinaria hay muchas ocasiones para celebrar, y durante los periodos de descanso esta dimensión se pone de manifiesto, haciéndonos recordar la suerte de estar rodeados de una familia. Es un encuentro con Dios y con los demás que nos llena, y al que podemos volver en momentos de más intensidad, cuando nos cuesta mantener a las personas en el centro, ante la presión del trabajo o la lista de pendientes.

Todo mi tiempo es libre

Tal vez recordemos con cariño las vacaciones en familia de nuestra infancia. Ir al pueblo o visitar la casa de los abuelos. Cambiar de aires visitando el mar o pasando unos días en la montaña. Volver a coincidir con primos o con el grupo de amigos de cada verano. Quizás en alguna ocasión hicimos un viaje más especial a otra ciudad, o incluso a otro país, y guardamos fotos y anécdotas de las aventuras vividas.

En la convivencia de cada año, es posible que coincidamos con las mismas personas: es el momento de volver a verse, ponerse al día, intercambiar vivencias y experiencias. En otras ocasiones podremos tener la oportunidad de hacer un viaje al extranjero, conocer otra zona del país, descubrir nuevas culturas y entrar en contacto con personas que viven la misma vocación en un contexto distinto. Así, poco a poco, vamos atesorando recuerdos que nos enriquecen.

Cuentan de san Juan Pablo II que una vez alguien le hizo una pregunta sobre su tiempo libre, a lo que el Papa respondió sencillamente: “Todo mi tiempo es libre”. En la Obra, con la libertad de los hijos de Dios, cada uno es y se hace protagonista de su historia, aprendiendo a conjugar la actividad y el descanso, buscando y asimilando la formación y profundizando en sus vínculos con los demás.


Otros textos:


[1] Es Cristo que pasa, n. 183.

[2] Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, “¿Qué significa filosofar?” cap. III.

[3] Cartas II, Carta nº 6, n. 15a.

[4] Surco, n. 470.

[5] Camino, n. 357.

[6] Francisco, Audiencia, 5-IX-2018.

[7] Ibíd.

[8] Josef Pieper, Una teoría de la fiesta, cap III.

Teresa Gómez