Toda teología del trabajo debería partir de un hecho histórico sencillo, pero cargado de consecuencias: Jesús de Nazaret, el Verbo hecho carne, trabajó. Del mismo modo que el tema del trabajo humano no ha estado siempre presente en la reflexión teológica a lo largo de los siglos, tampoco el trabajo del Hijo de Dios en la tierra, generalmente hablando, ha ocupado un lugar central en las diferentes espiritualidades propuestas por la predicación cristiana.
La forma directa y explícita de las enseñanzas de Jesús transmitidas durante su vida pública –parábolas, discursos, milagros, ejemplo– ha recibido, lógicamente, más atención que los años de vida ordinaria: unos treinta, de los cuales podemos suponer que al menos quince dedicados al trabajo manual. En la catequesis, en las representaciones artísticas, en las obras teológicas, en los comentarios patrísticos y espirituales, los tres años de vida pública –culminados en el misterio pascual de su muerte y resurrección–comprensiblemente han destacado sobre el resto de su existencia.
Por esta razón, la tradición de la Iglesia se ha referido a menudo a los largos años de Nazaret llamándolos vida oculta: oculta porque transcurrió lejos de los focos, inmersa en la vida cotidiana, semejante a la de tantos otros jóvenes de su pueblo y de su entorno. El testimonio de los Evangelios es claro al respecto: «Muchos de los que le oían decían admirados: “¿De dónde sabe este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es este el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?”. Y se escandalizaban de él» (Mc 6,2-3).
El término griego tékton, con el que los evangelios designan el trabajo de Jesús –conocido como «el artesano» o «el hijo del carpintero» (cfr. Mc 6,3; Mt 13,55)–, abarca una serie de habilidades manuales de cierto nivel. Traducido en la Vulgata latina como faber, evocó de inmediato el trabajo del herrero o del carpintero, el oficio de quien maneja con destreza el hierro y la madera. En realidad, el término tiene un sentido más amplio: designa al artesano que trabaja con diversos materiales e incluye también la actividad del escultor. Procede de la misma raíz que el término «técnica», tan central en la vida contemporánea.
En su Diálogo con Trifón, san Justino comenta que «mientras estaba entre los hombres, Jesús fabricó, como obras de carpintería, arados y yugos, enseñando así los símbolos de la justicia y la necesidad de una vida laboriosa» (LXXXVIII, 8). Sin duda se trataba de un trabajo remunerado, como corresponde al contexto de la vida de José, esposo de María, y a la práctica habitual de quienes, sin riquezas ni propiedades, se ganan el pan con el trabajo de sus manos. Así lo hizo Jesús: primero como adolescente y aprendiz en el taller de José, y después como adulto, llamado ya a sostenerse a sí mismo y a su familia.
Aunque fueron años de vida oculta, esto no significa que el impacto de su labor se limitara al hogar de Nazaret. Es razonable suponer que su oficio de artesano contribuyó a mejorar las condiciones de vida de sus vecinos, reparando sus herramientas de trabajo o elaborando objetos útiles para sus hogares –muebles, utensilios y otros enseres cotidianos–. Así, el trabajo de Jesús en el taller tuvo una profunda dimensión de servicio, que más tarde, al iniciar su vida pública, se manifestó de una manera distinta.
Tras haber ejercido como carpintero, en el breve tiempo en que recorre los caminos de Galilea y Judea como rabino itinerante, trabaja como maestro y médico: enseña, predica, cura. «Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo» (Mt 4,23). Es significativo que estos tres verbos –enseñar, predicar, curar– sean los más frecuentes en los evangelios al referirse a su actividad. Algunos comentarios transmitidos por la tradición presentan con cierta viveza la imagen de Jesús como médico. La labor de enseñar y curar manifiesta, en el Hijo de María, los rasgos habituales de un trabajo humano. Jesús lleva una vida intensa, experimenta el cansancio, necesita dormir, tiene sed y hambre (cfr. Mt 14,13-14; Mc 1,32-35; 3,20; 4,38; 6,31; Jn 4,6).
Un descubrimiento que anunciar al mundo
Si el Verbo hecho carne asumió una naturaleza humana perfecta y completa (cfr. León Magno, Carta a Flaviano, DH n. 293), no debe sorprender que todo itinerario cristiano, cuyo fin es la identificación con Jesucristo y la reproducción de su vida en la de sus discípulos, deba encontrar –en algún nivel– la experiencia humana del trabajo. No podría ser de otra manera. El trabajo forma parte de la vocación originaria de todo ser humano, y la perfecta humanidad del Verbo encarnado incluye necesariamente también esta dimensión.
Sin embargo, al menos a lo largo del segundo milenio de la era cristiana, la propuesta de una sequela Christi que tuviera como centro del seguimiento de Cristo este aspecto concreto de su vida –su trabajo– ha sido relativamente poco frecuente. Por eso reviste un notable interés, en la vida reciente de la Iglesia, el hecho de que en 1928 san Josemaría se sintiera llamado por Dios a comenzar una fundación cuyos miembros tomaran ejemplo del trabajo de Jesús, promoviendo de modo particular la importancia de imitar la actividad que él ejerció durante los años de su vida ordinaria:
«Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. (…) Sueño –y el sueño se ha hecho realidad– con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» (Es Cristo que pasa, n. 20).
Dos perspectivas entre otras, relacionadas a esta intuición, aparecerán repetidas veces en la predicación de san Josemaría.
En primer lugar, la vida ordinaria –precisamente porque ha sido asumida por Jesucristo– no solo se vuelve santificable, sino que puede santificar a quien la vive. Es lugar de encuentro con Dios, de oración y de servicio a los demás, de ejercicio de las virtudes; en definitiva, lugar de santidad. No se trata de una condición de vida secundaria o poco significativa, propia de quienes no han recibido una vocación especial. La vida ordinaria, afirma el fundador del Opus Dei, es el ámbito en el que todos pueden escuchar la llamada de Dios a la santidad, porque esta misma fue la vida encarnada en la tierra por el Hijo de Dios. Puesto que todo lo humano, excepto el pecado, ha sido asumido por el Verbo hecho carne, todas las realidades terrenas, ennoblecidas por el trabajo del hombre, pueden configurarnos con Cristo.
En segundo lugar, las diversas circunstancias en las que se desarrolla la vida ordinaria y el trabajo cotidiano confieren a esta llamada una dimensión verdaderamente universal: la hacen accesible a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de todos los tiempos.
En los primeros escritos de san Josemaría, todo esto tiene el tono de un descubrimiento que desea compartir con entusiasmo: una luz nueva situada en el corazón de la experiencia espiritual que vivió el 2 de octubre de 1928 (cfr. Carta 3, n. 92; Carta 16, n. 3). Lo que el Evangelio parecía haber dejado en silencio recupera inesperadamente la palabra: el silencio de la vida ordinaria se vuelve tan elocuente como el anuncio público del Reino.
«Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. Ese tiempo –largo–, del que apenas se habla en el Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente –como la nuestra, si queremos–, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre todo lo cumplió a la perfección» (Amigos de Dios, n. 56).
La presencia del trabajo en el corazón de la misión del Opus Dei en la Iglesia responde, por tanto, a una lógica profundamente cristológica. En el fondo, es la unión con Cristo a través del trabajo lo que permite que este se convierta en el eje alrededor del cual giran tanto las virtudes con las que se tiende a la santidad, como la acción apostólica y evangelizadora que orienta hacia Dios todas las actividades humanas (cfr. Carta 31, n. 10).
Santificar el trabajo e identificarse con Jesucristo son, para san Josemaría, dos programas que se complementan mutuamente, partes de un mismo mensaje que él se sabe llamado a difundir (cfr. Carta 14, n. 12). Recordando la imagen de san Agustín sobre las diferentes flores que contribuyen a la belleza del único jardín de la Iglesia (cfr. Discurso CCCIV, 3,2), si otros caminos de santificación han destacado a lo largo del tiempo diversas dimensiones de la imitación de Cristo, la vocación al Opus Dei se presenta como una llamada a imitar su perfecta humanidad –en particular su vida de trabajo–, a través de la cual se llega al reconocimiento y a la adoración de su divinidad.
«Quienes quieren vivir con perfección su fe y practicar el apostolado según el espíritu del Opus Dei, deben santificarse con la profesión, santificar la profesión y santificar a los demás con la profesión. Viviendo así, sin distinguirse por tanto de los otros ciudadanos, iguales a ellos, que con ellos trabajan, se esfuerzan por identificarse con Cristo, imitando sus treinta años de trabajo en el taller de Nazaret» (Conversaciones, n. 70).
La razón más profunda por la que los cristianos aman el mundo, el trabajo y las actividades humanas es que Dios mismo las ha amado y las ha querido para su Hijo. Están presentes, desde siempre, en el proyecto divino sobre el mundo y la historia (cfr. Es Cristo que pasa, n. 112).
Reconectar con el cristianismo primitivo
Al examinar atentamente el mensaje del que san Josemaría se reconoce portador, advertimos que el redescubrimiento del que hablamos no se asemeja a lo ocurrido en otros momentos análogos de la historia del cristianismo. A lo largo de estos dos milenios, en muchas ocasiones un aspecto de la vida cristiana, tras haber caído en el olvido, ha vuelto a ser iluminado. Por ejemplo, san Francisco de Asís recordó a los cristianos la importancia de la pobreza evangélica y del desapego, en un tiempo en que muchos bautizados –también entre los miembros de la Iglesia– parecían haberlo olvidado. San Carlos Borromeo exhortó a los sacerdotes a una vida íntegra y a una entrega total a su ministerio, tras una etapa marcada por el laxismo del Renacimiento. Y santa Teresa de Calcuta, en una época dominada por el individualismo, mostró a todos los cristianos que la misericordia y el cuidado del prójimo no conocen límites de religión, lengua o raza, porque la ternura de Jesucristo alcanza también a los no creyentes, sin exigirles nada a cambio. Los rasgos fundamentales de la vida cristiana, que una vez fueron comprendidos y vividos por todos, se recuperan gracias a la predicación de estos santos, para ser propuestos de nuevo con energía.
En el caso de san Josemaría, la invitación a buscar la unión con Dios a través de la vida ordinaria y del trabajo cotidiano –precisamente porque es la vida asumida por el Verbo encarnado– obedece a una lógica distinta. Lo que él comienza a predicar en los años treinta del siglo pasado no es tanto recuperar un aspecto concreto de la vida cristiana, cuanto señalar un verdadero cambio de perspectiva que afecta su comprensión histórica y la manera de explicarla.
Según su enseñanza, la vocación a la santidad y a la plena unión con Dios se recibe y se ejerce permaneciendo en medio del mundo, siguiendo a Jesús en su vida ordinaria y en su trabajo. Esta propuesta no consiste en rescatar una dimensión temporáneamente olvidada, sino en reconectar con la vida del cristianismo primitivo. En aquellos primeros tiempos, quienes anunciaban el Evangelio y lo testimoniaban con la santidad de su vida ordinaria eran, por lo general, cristianos corrientes que vivían entre sus semejantes: laicos, hombres y mujeres sin cargos ni ministerios específicos en la comunidad eclesial. Todos ellos se esforzaban por reproducir la vida de Jesús en la suya propia: en la familia, en el trabajo, en el ejercicio de la ciudadanía, tanto en el campo como en la ciudad, en las variadas circunstancias que conformaban la existencia de los fieles bautizados de los primeros siglos de la era cristiana (cfr. 1Pt 2,11-17).
Al examinar los escritos de san Josemaría, se observa cómo la referencia a la vida de los primeros cristianos acompaña de modo constante las primeras explicaciones sobre las características que debía tener la nueva fundación (cfr. Camino, nn. 925, 971; Carta 6, n. 36). Así lo expresaba también en 1967, en una entrevista concedida a la revista Time:
«Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los socios del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe» (Conversaciones, n. 24).
La nueva perspectiva predicada por el fundador del Opus Dei –que él mismo describe como antigua como el Evangelio y como el Evangelio nueva (cfr. Carta 24, n. 1)–, se muestra inmediatamente rica en implicaciones para la vida espiritual de los creyentes en Jesucristo. Precisamente porque han sido asumidos por el Verbo encarnado, el trabajo y la vida ordinaria poseen un valor divino sin dejar de ser plenamente humanos. Cuanto más se está en el mundo, más se puede estar en Dios. Para ser divinos, es necesario aprender a ser profundamente humanos. De ahí la invitación a descubrir lo divino que se esconde en las circunstancias más comunes de la existencia.
Otros autores contemporáneos de san Josemaría –o poco posteriores a él– habían reflexionado también sobre la recuperación de una teología de las realidades terrenas y sobre la responsabilidad de los laicos en la misión de la Iglesia. Algunos habían vuelto a poner el acento en la sacralidad del mundo y en el valor divino de la materia. Sin embargo, la preocupación pastoral de san Josemaría y su entrañable afecto por la vida oculta de Jesús le permitieron ver un camino concreto de vida espiritual, en un estilo de vida cristiana que debía promoverse y hacerse realidad, en un programa de identificación con Jesucristo. Su punto de partida no era una posición teológica que defender, sino una misión que cumplir y una fundación que asegurar, para que esa misión permaneciera en el tiempo.
«Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo» (Es Cristo que pasa, n. 14).
Aquello que otros autores identifican como aspectos de la teología cristiana que deben ser recuperados o revalorizados, en san Josemaría eran un auténtico programa de vida, encarnado en hombres y mujeres que siguen sus enseñanzas. De este modo, ofrece una orientación clara a la Iglesia en el mundo contemporáneo, anticipando en parte algunas de las conclusiones del Concilio Vaticano II. El fundador del Opus Dei está convencido de que el misterio de la Encarnación ha elevado de manera definitiva la dignidad del trabajo y de las realidades terrenas, haciendo posible que innumerables personas descubran a Dios allí donde antes no lo buscaban:
«Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso monótonos... Pues bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes. (…) A Cristo le interesa ese trabajo que debemos realizar —una y mil veces— en la oficina, en la fábrica, en el taller, en la escuela, en el campo, en el ejercicio de la profesión manual o intelectual» (Es Cristo que pasa, n. 174).
La divinización –concepto empleado por los Padres de la Iglesia de tradición griega para expresar la participación del creyente, por la gracia, en la vida misma de Dios– adquiere en san Josemaría una nueva amplitud: ya no se limita al alma, sino que se extiende también a las obras y a toda la vida del cristiano. Aquello que la perspectiva pneumatológica de los Padres subrayaba en el ámbito de la vida de la gracia y de la acción del Espíritu, la visión cristocéntrica de san Josemaría lo prolonga hasta el trabajo humano y todo lo que de él se deriva y con él se edifica: «No cabe olvidar que el trabajo digno, noble y honesto, en lo humano, puede –¡y debe!– elevarse al orden sobrenatural, pasando a ser un quehacer divino» (Forja, n. 687).
El impulso que anima al fundador del Opus Dei no es únicamente el legítimo deseo de revalorizar, en la historia de la Iglesia o en la reflexión teológica, elementos esenciales del mensaje cristiano que corrían el riesgo de ser descuidados, ni solo el afán de reafirmar las profundas implicaciones del misterio de la Encarnación para que vuelvan a iluminar la vida de los cristianos. Se sabe depositario de una misión: secundar las mociones del Espíritu Santo para iluminar la vida de innumerables hombres y mujeres, anunciándoles que «se han abierto los caminos divinos de la tierra» (cfr. Es Cristo que pasa, n. 21; Amigos de Dios, n. 314). Esta es la misión del Opus Dei que enciende en el alma de su fundador la llama de una oración constante:
«Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José –a quien tanto quiero y venero–, dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor cotidiana, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor (Amigos de Dios, n. 72).

