Templanza

Seguimos a continuación las consideraciones del capítulo Templanza del libro de F. Fernández Carvajal, "Pasó haciendo el bien", Palabra, 2016.

Consiste en una armonía interior que posibilita a la persona elegir bien. Virtud cardinal que nos ayuda a disfrutar de los bienes con libertad, sin conceder que nos dominen ni esclavicen. El papa Francisco dice de “la templanza que es el sentido de la medida[1]”.

La templanza permite que nuestra vida no pierda el Norte que señala siempre a Dios. Se trata de acertar en las acciones, teniendo claro el objetivo de nuestra vida, alcanzar el Cielo, ser felices. Si los vicios, la avaricia de dinero acaparan la vida de las personas, estas pierden de vista el fin para el que han nacido, que es amar, amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás por Dios, hacer el bien.

No se esconde la dificultad para lograr el equilibrio y la armonía interior, causada por la herida del pecado original. Las inclinaciones hacia los bienes creados pueden llegar a ser muy fuertes. Las personas que son arrastradas por las tentaciones se empequeñecen, se sienten atraídas por unas metas que, una vez alcanzadas, no proporcionan la felicidad que se buscaba. Así, el hombre se encuentra ciego ante el horizonte y no camina, no crece, no alcanza el fin al que Dios le llama.

La templanza es esa protección y amparo que nos permite mantener el equilibrio necesario para ayudar a los demás y ser felices. A veces, algunas actividades, costumbres, aficiones que son en sí buenas, se convierten en indispensables y les dedicamos excesiva atención y tiempo; de alguna forma, nos atan o nos impiden dedicarnos a deberes más importantes.

Corazón inquieto

Para que podamos elegir el bien en cada momento, hemos de consentir la acción de Dios en nuestra vida. “Quien está lejos de Dios, también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad”[2]. Buscar a Dios con las decisiones y elecciones es la manifestación más clara de nuestra apuesta por Él, y el cauce adecuado para que actúe en nosotros, y su gracia nos transforme.

La experiencia de san Agustín es muy elocuente, con una afirmación muy famosa del inicio de las Confesiones (autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios): "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1, 1). La elección del bien, el ejercicio de la templanza, se basa en el plan de Dios que ha inscrito en nuestros corazones.

Después de la negativa del joven rico a dejar sus bienes, Jesús dijo a sus discípulos “qué difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (Mt 19,23). Ellos se sorprenden; quizá, también nosotros podemos asombrarnos por tal negativa ante la llamada de Dios. El mal comienza cuando aparece la codicia, el amor desmedido al dinero, cuando se desea tener siempre más, de un modo imparable para fines propios, para lujos y caprichos. El afán de poseer muchos graneros pervierte el corazón del hombre. El lugar que debía ocupar Dios lo llena ahora el dinero, los bienes materiales que se han convertido en males. Es una especie de epidemia que afecta a todos: a grandes y pequeños, a hombres y a mujeres, al que ya tiene y al que carece de todo.

El amor a las riquezas se parece al agua salada; cuanto más se bebe, más sed da. El afán desmedido por poseer más nunca tiene fin, nunca se satisface y lleva a la infelicidad. Se intenta llenar con bienes materiales un vacío interior, y eso es imposible. Nuestro corazón está hecho para Dios y solo Él puede llenarlo.

El buen uso de la riqueza

Con gran facilidad, la abundancia de bienes hace olvidar que la vida es camino. El poeta castellano lo dice así: «este mundo bueno fue / si bien usásemos dél / como debemos, / porque, según nuestra fe, / es para ganar aquel / que atendemos»[3]. Recordar con frecuencia el objetivo de nuestra vida, para no olvidarnos el sentido que tiene, nos ayudará a saber acertar en la elección de cada momento.

En el mundo de los negocios no siempre es fácil dilucidar la elección más adecuada. A este respecto escribió Mons. Javier Echevarría: «Quienes se dedican a la empresa, naturalmente han de buscar obtener ganancias económicas razonables, como justa retribución de sus esfuerzos y del servicio que prestan a la sociedad. Pero han de evitar la tentación de buscar el dinero, el poder o el éxito profesional por encima de todo. (…) El dinero –como el poder o el prestigio– es solo un instrumento; no debe convertirse en fin. Solo Dios, la búsqueda de su gloria, constituye el fin –el único Fin, con mayúscula− digno del hombre. Por eso, y no sería bueno silenciarlo, el mismo Jesús que alaba el uso noble de las riquezas, reprocha la actitud de un hombre necio que, al recibir unos beneficios imponentes, no piensa ni en los demás, ni en su alma[4]».

«Lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Se poseen cosas ajenas cuando se poseen cosas superfluas»[5]. Las grandes diferencias sociales y económicas que existen están reclamando la generosidad de los que más tienen. Solo así puede ir desapareciendo la injusticia. Cerrar los ojos ante la miseria que padecen tantas familias, ante el hambre de miles de niños, ante las carencias que sufren personas cercanas y lejanas, es una injusticia tan grande que no se puede medir.

La dificultad para entrar en el Reino de los Cielos, a la que se refiere Jesús, solo disminuye y se resuelve a través de la solidaridad hacia los pobres.

Comer y beber razonablemente

El Señor concedió a Adán y Eva todas las hierbas de semilla que hay sobre la tierra y los árboles que producen fruto de simiente para que les sirvieran de alimento[6]. Sencillamente señaló Dios la necesidad de alimento para todos los seres vivos, hombres y animales. «Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida»[7].

Dios ordenó al hombre que cultivara la tierra para alimentarse y, como toda la creación, es algo querido y bueno en sí mismo. Sin embargo, la Historia y el presente ofrecen espectáculos y acontecimientos que parecen desmentir esta afirmación tan natural. Porque al idolatrar la comida, se puede llegar al sibaritismo extremo y comer y beber hasta la saciedad, sin decir basta, a pesar de los perjuicios sobre la salud.

La Sagrada Escritura habla del vino que alegra el corazón del hombre[8], y sabemos que es cierto. Sin embargo, con el exceso en la bebida el hombre actúa contra sí mismo, no solo porque daña la salud, sino por los efectos de la embriaguez: embota los sentidos, impide la relación con los demás, provoca violencia, envilece y, si se convierte en vicio, impide trabajar y preocuparse por los demás. Al fin, la persona no puede pasar sin la bebida y esta dependencia le produce un fuerte desprecio de sí mismo.

Este es el consejo de san Pablo: “como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13, 13-14).

Comprar por capricho

«Conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente»[9]. Un consejo para los cristianos de todos los tiempos y para todos, válido muy especialmente para nuestra sociedad de consumo.

Es fácil dejarse fascinar por multitud de productos que se anuncian; mercados y escaparates ofrecen y presentan como necesarios algunos productos o servicios en los que muchos cifran su felicidad.

Es necesario vivir y enseñar a los hijos a prescindir de cosas superfluas, a no crearse necesidades, a disfrutar de lo que tienen: vale más compartir con ellos el tiempo de descanso, estar próximos y asequibles, jugar con los pequeños, escuchar y comprender a los mayores.

Mirad los lirios del campo…, yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos… No andéis buscando qué comeréis y qué beberéis, no andéis ansiosos, porque todas estas cosas las buscan las gentes del mundo, pero vuestro Padre sabe que de ellas tenéis necesidad (Lc 12,27-29).

Aprender a no enfadarse; empatizar

La ira también se dirige contra la templanza, es una reacción incontrolada. Las personas que se enfadan con violencia perjudican y amargan a los de alrededor; a veces sus reacciones surgen por cuestiones banales. Bastaría con que mirasen más a su alrededor, y que fuesen algo más razonables, más inteligentes, para empatizar y comprender que ese comportamiento está fuera de lugar y desentona.

La ira puede, también, permanecer soterrada: no aparece, pero interiormente se convierte en rencor. Así, existen personas que conservan durante mucho tiempo el recuerdo de la injuria recibida.

En ocasiones, el afán de comodidad lleva a reaccionar mal ante un pequeño esfuerzo. Después de todo, se ve que la ira no sirve para nada y que mejor hubiera sido no enfadarse.

Un sabio de la antigüedad se hace estas preguntas acerca de los enfados tontos: «¿De qué proceden en verdad esos accesos de ira por una tos o estornudo, por una mosca que no han espantado bastante pronto, por encontrar en nuestro camino un perro, por caer inadvertidamente una llave de la mano del esclavo? ¿Soportará con tranquilidad los gritos populares, los sarcasmos del Foro y de la curia, aquél a cuyos oídos ofenden el ruido de una silla arrastrada? ¿Soportará el hambre y la sed en una guerra de estío el que se irrita contra el esclavo que ha disuelto mal la nieve en el vino?»[10].

Todo está en reflexionar, restar importancia a lo que molesta, dejar de pensar en lo que nos ha irritado e intentar olvidarlo pronto.

De Jesucristo aprendemos también que existen causas justas para la cólera: cuando entró en el templo y contempló el mercado fraudulento instalado allí, tiró las mesas y expulsó con violencia a los cambistas de moneda y a los vendedores[11]. Es el mismo Dios apacible, lleno de bondad, que atiende a los niños que juegan a su alrededor.

Valor ejemplar de la templanza

El ejercicio de la templanza queda patente a los ojos de los demás: el trato cercano con las personas que ejercen esta virtud descubre que se trata de hombres y de mujeres muy libres, gente que no está atada a las riquezas, a los placeres, a la comodidad, a la fama.

“Gustad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra”(Col 3, 1-2). Quienes han puesto el corazón en el verdadero tesoro gozan de la alegría y la paz que las cosas de la tierra no pueden dar. Por eso, son personas atrayentes, convincentes: sin alarde, sin llamar la atención, sus actos indican que hay más felicidad en dar que en recibir, en vivir desprendidos que afanados por atesorar, en superar la inclinación al placer que en ser esclavos de las tendencias más bajas.

La templanza es virtud muy visible, sus actos son evidentes a los demás, aun cuando no sean llamativos; la sobriedad es el espejo en el que se descubre una vida plena y libre: detrás de ella se ve a alguien que ha elegido no vivir como un ave de corral, sino volar como las águilas[12], cerca de Dios.

Los cristianos, en este contexto, pueden –Dios lo quiere así– ser reflejo vivo de Jesucristo, que nació y vivió pobre, llevaba una túnica de buena calidad, comió y bebió con personas de toda condición, en ocasiones no tuvo un techo donde dormir, algunos días no tenía tiempo para comer, no montó a caballo sino en burro y así recorrió a pie los caminos de Palestina de norte a sur. Al hablar de felicidad y bienaventuranza nombró a los pobres, los pacíficos, los limpios de corazón, los que lloran, los misericordiosos… “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el reino de los cielos” (Mt 5, 12).


Bibliografía

  • Educar en sobriedad y templanza (I) y (II)
  • Voz “Templanza” en el Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Editorial Monte Carmelo, pp. 1187-1191.
  • La templanza: el dominio de sí para poder amar, de Tomás Trigo, publicado en almudi.org

[1] Francisco, Discurso, 31-I-2014.

[2] Benedicto XVI, Audiencia, 30-I-2008.

[3] J. Manrique, Coplas a la muerte de su padre, 6.

[4] J. Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, p. 49.

[5] San Agustín, Comentarios sobre el salmo 147.

[6]Gn 1,29.

[7] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I, p. 57.

[8] Sal 104,14.

[9] San Josemaría Escrivá, Camino, n. 631.

[10] Séneca, De la ira, II, XXV.

[11] Cfr. Jn 2, 13-25.

[12] Cfr. San Josemaría Escrivá, Camino, n. 7.