Meditaciones: domingo de la 2.ª semana de Cuaresma (ciclo B)

Reflexión para meditar el domingo de la segunda semana de Cuaresma. Los temas propuestos son: Abrahán, modelo de fe; Dios no perdonó a su Hijo; escuchar la voz de Dios.

- Abrahán, modelo de fe.

- Dios no perdonó a su Hijo.

- Escuchar la voz de Dios.


EN ESTE segundo domingo de Cuaresma contemplamos la figura de Abrahán, que caminaba pendiente de las llamadas de Dios, con el corazón atento a sus deseos. Cuenta el Génesis que un día Yahvé puso a prueba a Abrahán con una petición asombrosa, aparentemente impropia del Dios de la vida. Después de muchos años de oración y espera, por fin había nacido su hijo Isaac, sobre el que había recaído la promesa de un pueblo innumerable. Repentinamente el Señor le pide algo contradictorio con lo que hasta el momento Abrahán había escuchado: «Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que tú amas, a Isaac, y vete a la región de Moria. Allí lo ofrecerás en sacrificio, sobre un monte que yo te indicaré» (Gen 22,2).

Si sorprendente es la petición divina, la respuesta de Abrahán no se queda atrás. «Caminando juntos llegaron al lugar que Dios le había dicho; construyó allí Abrahán el altar y colocó la leña; luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar encima de la leña. Abrahán alargó la mano y empuñó el cuchillo para inmolar a su hijo» (Gen 22,8-10). Ante una voluntad divina tan difícil de entender y de aceptar, la fe de Abrahán no tiembla, no vacila, porque en su interior sabía «que poderoso era Dios aun para resucitar a los muertos» (Hb 11,19).

El ángel del Señor, que aparece en el último momento para frenar la mano del Patriarca, le felicita en nombre de Dios en dos ocasiones por no haberle negado a su hijo. Abrahán ha aprendido a responder a la voz divina diciendo «aquí estoy» (Gen 22,1.11). Seguramente no era capaz de comprender el motivo por el que Dios deseaba el sacrificio de su hijo amado; sin embargo, no discute con Yahvé ni se rebela. Acepta una vez más, como ha hecho desde el principio, el plan que el Señor había diseñado para su vida. En todas las circunstancias, en las luminosas y en las oscuras, «su corazón se somete a la Palabra y obedece»[1]. Por su respuesta al Señor, «Abrahán es modelo del que cree y sigue con fe la voluntad de Dios, incluso cuando esa voluntad se revela difícil y, en muchos casos, incomprensible y dramática»[2].


ESTE misterioso acontecimiento recibe su significado pleno con el sacrificio redentor de Cristo en el monte Calvario. La tierra de Moria es precisamente el lugar sobre el que se construirá Jerusalén. El holocausto de Isaac, que no se consuma, es imagen del sacrificio de Cristo, hijo único del Padre, que muere en la cruz para formar un nuevo pueblo, la Iglesia, al que está inivitado a integrarse toda la humanidad. Dios perdonó a Isaac y perdonó también el corazón de Abraham, pero no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros (cfr. Rm 8,32). «Él, que detuvo el brazo de Abraham en el momento en que estaba a punto de inmolar a Isaac, no dudó en sacrificar a su propio Hijo por nuestra redención»[3].

En ambas escenas encontramos un padre que entrega a su hijo amado, un hijo que acepta voluntariamente el querer del padre, y un holocausto en la cima de un monte sobre un altar en el que está presente la leña. Para Abraham entregar a su hijo fue una acto de fe, para Dios Padre fue un acto de amor, porque Cristo es el Amado, el Unigénito. En la carta a los Romanos, san Pablo se entusiasma al meditarlo y exclama: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?» (Rm 8,31-32). El misterio del amor divino se revela de una manera luminosa en el sacrificio de la cruz. Precisamente en ella se esconde su amor: donde aparentemente solo hay muerte, Dios muestra su generosidad; donde los hombres pronuncian palabras de condena y desprecio, Dios realiza su salvación y así manifiesta su gloria.

Toda la vida humana, con sus momentos de gozo y de dolor, se entiende a la luz del sacrificio de Jesús en el Calvario. Precisamente en los momentos en los que el dolor cobra un mayor protagonismo, con cualquiera de sus formas, el sentimiento de la filiación nos hace entender que Dios nos bendice también cuando nos encontramos con la cruz. No se trata de un castigo, ni de un olvido por parte del Señor, sino todo lo contrario: en esos momentos es más Padre que nunca. Así enseñaba con su vida san Josemaría: «A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, tú me has puesto aquí; tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres»[4].


EL EVANGELIO de este segundo domingo de Cuaresma nos lleva a otro monte: la cima del Tabor. Allí vemos a Moisés y a Elías conversando con Jesús. De improviso una nube los cubre y, al mismo tiempo, se escucha una voz del cielo: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadle» (Mc 9,7). Tres apóstoles –Pedro, Santiago y Juan– son testigos de la Transfiguración. Pese a todo, no llegan a entender lo que están viendo, ni tampoco aquellas palabras finales que les dice Jesús, cuando les advierte sobre su muerte y resurrección (cfr. Mc 9,9-10).

En ocasiones podemos tener una experiencia similar a la de los apóstoles. Durante un determinado periodo de tiempo sentimos con especial intensidad la cercanía de Dios, que nos lleva a exclamar como Pedro: «Qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas» (Mc 9,5). Como disfrutamos de una manera particular la presencia divina en nuestra vida, deseamos que aquella situación se prolongue el mayor tiempo posible. Sin embargo, «a nadie se le concede vivir “en el Tabor” mientras está en esta tierra. En efecto, la existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se realiza, por decirlo así, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la palabra de Dios»[5].

«Escuchadle» (Mc 9,7). Este es nuestro compromiso cristiano durante la Cuaresma: escuchar a Cristo y obedecer su voz. Es el alimento fundamental que la Iglesia nos ofrece durante estas semanas de preparación para la Pascua del Señor. La voz de Cristo es la voz del Hijo que nos anima a responder a Dios con generosidad, porque nuestro alimento es, como el suyo, cumplir la voluntad del Padre. En esta actitud de escucha vivió nuestra Madre. Ella conservaba y meditaba constantemente en su corazón las palabras que Dios le dirigía. Y muchas le llegaban precisamente mediante los acontecimientos de la vida de su Hijo, también los que no entendía, en los que reconocía la misteriosa voz del Señor.


[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2570.

[2] Francisco, Audiencia, 3-VI-2020.

[3] San Juan Pablo II, Homilía, 2-II-1997.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 143.

[5] Benedicto XVI, Ángelus, 12-III-2006.