San Josemaría y Ernestina de Champourcin: una historia de reencuentros

En este nuevo episodio de 'Fragmentos de historia' Antonio Rodríguez Tovar, humanista y doctor en Teología, narra algunos aspectos de la vida de Ernestina de Champurcin, poetisa española que debió exiliarse en México tras el fin de la Guerra Civil española.

Rodríguez Tovar se adentra en la profundidad del pensamiento de la poetisa y presenta cómo fue su búsqueda de Dios a través del arte y la belleza así como también su relación, por medio de cartas, con san Josemaría Escrivá.


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Durante los años que precedieron a la Guerra Civil española, en Madrid se fue consolidando un ambiente profundamente anticlerical. Entre otros, se publicaba un periódico llamado El Sol, que se distinguía por sus continuos ataques contra la Iglesia católica, y que gozaba de gran difusión; en parte porque desde el punto de vista técnico estaba muy bien realizado y, sobre todo, porque contaba con la aportación de los grandes pensadores e intelectuales de la época, como por ejemplo el filósofo Ortega y Gasset. San Josemaría se daba cuenta del peligro que podía tener El Sol para tantas almas que lo leían y que lo difundían por los ambientes de Madrid, así que decidió rezar él en primer lugar, pero también pedir oraciones para lograr el cierre de El Sol.

En concreto, acudió una mujer que era conocida en Madrid como Enriqueta la Tonta. Hoy diríamos que tenía una cierta discapacidad intelectual. Era una mujer de gran fe, de gran sensibilidad espiritual. Y el hecho es que, a los pocos meses de que Enriqueta acogiera en sus oraciones esta intención, de modo inexplicable El Sol quebró y dejó de publicarse.

En El Sol, junto a todos estos intelectuales, aparecía también los artículos literarios y los poemas de Ernestina de Champourcin, una joven promesa de la literatura española que con tan sólo veintiuno años se había ganado el reconocimiento literario de poetas como Gerardo Diego, Antonio Machado, Lorca y sobre todo, de un modo especial la amistad —también reconocimiento literario, pero la amistad profunda— de Juan Ramón Jiménez, que con el tiempo se convertiría en Premio Nobel de Literatura.

Ernestina de Champourcin es una de esas pocas, escasísimas, voces femeninas a las que se les ha reconocido su pertenencia a la Generación del 27, que es de algún modo la edad de plata de la literatura española. Es una mujer que con los años acabará pidiendo la admisión en el Opus Dei y estableciendo una entrañable relación paternofilial con su fundador, san Josemaría; una relación que se da a través de las letras —las cartas que se intercambian san Josemaría y Ernestina— y también que se articula en unos encuentros presenciales.

Podríamos decir, por tanto, que la relación entre san Josemaría y Ernestina de Champourcin partiría de un primer desencuentro, un desencuentro ideológico, un desencuentro en el que san Josemaría reza por el cierre de una empresa en la que Ernestina colabora enérgicamente, con entusiasmo. Un primer desencuentro al que sucede, tras una “vuelta a Cristo” — así lo llama Ernestina— un reencuentro espiritual que se dará ya después de esta “vuelta a Cristo” en los años finales de los cincuenta, y que tiene como escenario principal el exilio de Ernestina en México.

Para comprender este primer desencuentro —es decir, cómo Ernestina se ve inmersa en este círculo intelectual anticlerical y, de algún modo, enfrentada o en desencuentro con san Josemaría, que pide el cierre de El Sol — hemos de asomarnos a los orígenes de Ernestina y a su evolución, su adolescencia y su juventud; mientras que si queremos entender el sucesivo reencuentro, el reencuentro que se produce en México, reencuentro espiritual, hemos de asomarnos también a esa“vuelta a Cristo” que tiene como escenario principal México. A ambas cuestiones, —a la cuestión acerca de los orígenes y la juventud de Ernestina y a la cuestión de su “vuelta a Cristo” en México— vamos a tratar de asomarnos en estos minutos.

Hasta la Guerra Civil

Ernestina nació en 1905, tres años después de san Josemaría. Fue la mayor de cuatro hermanos de una familia aristocrática de ascendencia francesa. Su padre, Antonio, fue barón de Champourcin, y estos orígenes determinan en buena medida su formación religiosa. Ernestina de pequeña fue al Colegio Sagrado Corazón de Madrid, un colegio femenino, un colegio de monjas de una fundación francesa. Un colegio que se caracterizaba por formar a las niñas de la alta sociedad madrileña. Las formaban con una educación muy orientada al matrimonio. Allí, en sus aulas, las niñas recibían las llamadas enseñanzas “de adorno”: piano, francés... Toda aquella formación que las condujera el día de mañana a ser buenas esposas, buenas madres de familia católicas. También la doctrina religiosa que recibían allí era elemental, era la suficiente para poder educar a los hijos en esa moralidad católica.

Muy pronto Ernestina manifestará a este respecto su carácter rebelde, su carácter indómito, y se enfrentará a las monjas, a la dirección del colegio. La dirección del colegio juzgaba que para una niña no era necesario ni de algún modo interesante, realizar estudios de bachillerato. Ernestina, que sí que tenía este interés, esta inquietud cultural e intelectual —era una mujer muy inteligente— decide que sí, que quiere hacer el bachillerato en contra del parecer de las monjas. De manera que una vez concluye sus estudios abandona el colegio y se matricula en el bachillerato del Instituto Cardenal Cisneros.

Este primer encontronazo habla de una desafección más general por parte de Ernestina respecto a su educación, a la educación católica recibida; una desafección que le lleva al alejamiento de las formas convencionales, tradicionales de vivir la fe. Así, por ejemplo, ella cuenta que en una ocasión era el santo de su padre. Toda su familia fue a misa para celebrar el santo de su padre y ella decidió no ir —no le apetecía ir—, causando gran disgusto en la familia. O, por ejemplo, escribe estando de veraneo en la granja de San Ildefonso a su amiga Carmen Conde, poeta también de la generación del 27, y le cuenta con ironía cómo mientras un domingo, en la granja de San Ildefonso, la colonia “chic” —dice ella— se preparaba para ir a misa, “yo estaba en un mitin socialista en frente de la iglesia”.

Este alejamiento, este enfrentamiento con las formas tradicionales de vivir la fe, con las convenciones, con lo que llamaríamos una “práctica religiosa”, desaparece. No es que Ernestina deje de creer en Dios, ni deje de tener una intensa actividad espiritual, pero sí que de algún modo Ernestina abandona esas formas convencionales de vivir la fe; muestra su rechazo ante una formación excesivamente moralista, conductual, de comportamientos, de prácticas religiosas, de ritos, de tradiciones.

Deja de lado todo eso para introducirse en una búsqueda más íntima, más personal, también más sentimental, más estética, de Dios. Según le dice a varias amigas en confidencia y en cartas, «para mí Dios es la belleza». Ella lo encuentra de algún modo en la belleza de un atardecer, o en la belleza de un poema. Lo busca en la emoción estética, más que en la observación de unos preceptos morales o en unas formas tradicionales de vivir la fe. Y aquí ya se observa también, junto a ese carácter rebelde, el espíritu romanticista de Ernestina —su

sensibilidad romántica— alimentado por la lectura de los grandes poetas románticos ingleses y, sobre todo, franceses.

También presta especial atención Ernestina —en esta línea, podemos decir, de búsqueda íntima, de búsqueda personal, de búsqueda profundamente espiritual— a la mística y en concreto a San Juan de la Cruz. Esta búsqueda personal, espiritualista, estética, la conduce, de un lado, a una cierta atracción por la vida de las monjas y por otro lado, también a rechazar el código ético moral y las prácticas de las propias monjas. Pero también es una búsqueda que la conduce a emplear sus primeros años de juventud, desde los 19 hasta los 30, en una intensa actividad cultural y literaria. Si para Ernestina Dios es la belleza, Dios puede encontrarse en un poema o en una obra de arte. Ernestina dedicará esos años de juventud a las tertulias literarias, a las exposiciones, a la escritura, a la publicación de sus primeros poemarios.

Toda esta actividad la acerca en el Madrid de la época a las instituciones, a los intelectuales y a los artistas afines ideológicamente a la República Española. Es importante a este respecto recordar que el padre de Ernestina, Antonio, es amigo personal de Alfonso XIII, que su familia es profundamente monárquica, de manera que empieza ya aquí a originarse un desencuentro profundo entre las convicciones de la familia monárquicas y las amistades de Ernestina. Ella misma también empieza a simpatizar con los ideales republicanos. De manera que la tensión que se vive en el hogar de los Champourcin es cada vez mayor.

En este ambiente de República y Letras en el cual se encuentra inmersa Ernestina, es especialmente reseñable su colaboración con el Lyceum Club Femenino. Es la primera asociación que aparece en España exclusivamente de mujeres, creado a ejemplo de otros que ya existían en las principales capitales europeas. Es un polo cultural, un centro cultural en el que se dan cita las grandes intelectuales —por supuesto, la mayoría de ideología republicana— para hablar de literatura, de arte, y organizar conferencias.

Inicialmente, el padre de Ernestina, Antonio, prohíbe a su hija formar parte como socia del Lyceum, así que a ella, directamente, más que socia la nombran encargada directamente de la sección de literatura. El Lyceum es una institución que desde muy pronto suscita la oposición y las críticas, a veces difamatorias, a veces directamente falsas de medios de comunicación oficialmente católicos que no ven con buenos ojos la existencia de un centro así, un centro formado por mujeres, iniciativa femenina en la que se dan cita los principales intelectuales de la época.

Junto a esto también es interesante, en este ambiente de República y Letras, la amistad que se va forjando entre Ernestina de Champourcin y otro poeta, Juan José Domenchina, que en ese momento es secretario de Manuel Azaña, presidente de la República; será primero su secretario personal, luego también su secretario político. Una amistad un tanto peculiar, porque de alguna manera es verdad que parecen novios, pero la misma Ernestina no sabe muy bien si son novios o no, es una amistad, una relación en la que comparten su interés común por la literatura, por la poesía. Ambos son poetas y es una relación que también exaspera profundamente a la familia de Ernestina.

Así están las cosas —así está la vida de Ernestina, la relación con su familia, su relación particular con Dios, con la religión— cuando estalla la Guerra Civil en julio de 1936. Durante los primeros meses, de julio a noviembre, Ernestina toma parte y se involucra activamente en la causa republicana. Se dedica especialmente a colaborar con la mujer de Manuel Azaña en un hospital para atender heridos.

En ese momento se consuma la ruptura con su familia, con sus padres, con sus hermanos. Por su condición de monárquicos, los padres de Ernestina se ven obligados a refugiarse en embajadas de otros países —Embajada Argentina, Embajada de Uruguay— mientras que el propio hermano de Ernestina, Jaime, el que va después de ella —que, según la propia Ernestina era quien mejor le entendía en la familia, considerándose ella un bicho raro dentro de su propia familia— se alista en el bando contrario a la República, trabaja y se desempeña como oficial del bando sublevado.

Así están las cosas. Por un lado, la familia de Ernestina, refugiada en embajadas; por otro, Ernestina en el bando opuesto trabajando para la República, cuando en noviembre se teme que las tropas del bando sublevado tomen Madrid. En ese momento, Ernestina examinando un poco la situación, decide casarse por lo civil con Juan José Domenchina para poder huir con él de Madrid y acompañarlo en el exilio, junto a Azaña y a su mujer. De manera que la familia de Ernestina, sus padres, sus hermanos, quedan en Madrid y ella, que se ha casado por lo civil sin ningún tipo de consentimiento por parte de su padre, marcha junto a su marido, junto a Azaña y a su mujer a Valencia. De Valencia van a Barcelona y acaban exiliándose en Francia.

Hasta la primera carta desde México

El matrimonio Azaña y el matrimonio Domenchina llegan a Francia exiliados. Pero, a diferencia de los Azaña, que se quedarán en el país vecino, los Domenchina cruzan el océano y acaban exiliándose en México a los meses, acompañados también de la madre y la hermana de Juan José y de sus sobrinos; Ernestina con su familia política llega al país azteca en 1939, junto con muchos otros exiliados. Esto supone la cristalización de la separación de Ernestina respecto de su familia de sangre. Ernestina queda en el país azteca con su familia política, mientras que sus padres, sus hermanos, se han quedado en Madrid.

Esto supone también para Ernestina un cambio drástico de escenario, no sólo en el sentido geográfico. No solo es que Ernestina haya pasado a vivir en otro continente, sino que también ha dejado atrás todo un pasado, todo un Madrid de literatura, un Madrid en el que ella vivía sin especiales, sin excesivas preocupaciones económicas, donde había consagrado toda su juventud a esa búsqueda de la belleza en la literatura, en el arte, en la naturaleza. Deja atrás ese Madrid para encontrarse en un México en el que se ve sin un sustento económico, con la preocupación de ganarse el pan, con la preocupación de rehacer su vida y además con una juventud que ya ha pasado a la historia, podemos decir. Ernestina ya llega a México con 34 años, casi 35 años. Ya no es una mujer joven, y tiene que dejar un poco su actividad literaria, su escribir por amor al arte, para dedicar su talento literario a la traducción de conferencias, a la traducción de libros con el único objetivo de poder comer.

No hay que olvidar que Juan José Domenchina al poco de llegar a México, acusa una salud muy precaria. Enseguida enferma, con diferentes padecimientos, diferentes dolencias, y es Ernestina la que de algún modo tiene que sacar adelante desde el punto de vista económico, incluso moral y espiritual, a su familia. Y aunque Ernestina se adapta bien al exilio y acabará enamoradísima de México, los primeros años de exilio son un momento de penitencia. Es un momento —ella lo ve así— de desierto. Son un momento de silencio también poético. Desde el estallido de la Guerra Civil, Ernestina apenas escribe literatura, apenas escribe poemas. Si antes de la Guerra Civil ya había publicado varios poemarios de alta calidad literaria, en estos primeros años de exilio su voz queda apagada. Es un silencio que se proyecta aproximadamente hasta 1947.

En ese año, Ernestina, que ya lleva un tiempo instalada en México, luchando en ese desierto, en esa penitencia, decide hacer un viaje a Washington para visitar a Juan Ramón Jiménez, aquel poeta español que era de algún modo su maestro y que llegaría a ser Premio Nobel de Literatura, del cual ella era su discípula predilecta. Allí, cerca de Washington, en un pueblo cercano llamado Riverdale, vive Juan Ramón, en compañía de su mujer de toda la vida. Cuando Ernestina llega observa cómo los escaparates de las librerías presentan un bestseller titulado La montaña de los siete círculos. Es una obra, una suerte de confesiones, una obra autobiográfica de Thomas Merton, un hombre converso al catolicismo que luego será monje trapense, y una obra que estaba suscitando el interés masivo de cantidad de lectores en Estados Unidos. Ernestina toma este libro, lo lee y ese libro desata en ella una suerte de lo que ella llama “vuelta a Cristo”, una suerte de conversión, que la lleva también en paralelo —o quizá sea eso la causa— de que retome la escritura, dice ella, “con una nueva voz mística”, y empieza a hacer poesía de carácter religioso.

Ernestina vuelve a México con esa nueva voz mística, con esa voz religiosa. Vuelve a escribir también con esa esperanza de haber encontrado a Cristo. En 1950 llegan las primeras mujeres de la Obra a México con la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri a la cabeza. Ernestina en México conoce a Guadalupe —también a otras mujeres de la Obra que allí se instalan, en su primer centro, Copenhague— y a algún sacerdote de la Obra como Ernesto Santillán —con el que colaborará en la parroquia de la Santa Veracruz en una labor social con gente desfavorecida de ese barrio de la Ciudad de México— o Juan Antonio González Lobato. Ernestina comienza a frecuentar el primer centro de las mujeres en la Ciudad de México, que está en la calle Copenhague, muy cerca de la casa de Ernestina, que en ese momento vivía en la avenida Paseo de la Reforma, a 10 o 15 minutos andando. Fruto de esa vuelta a Cristo y de su amistad con Guadalupe Ortiz de Landázuri, unos años después, en 1953, Ernestina de Champourcin pide la admisión en la Obra.

Todavía no conoce a san Josemaría, que en estos momentos ya se encuentra instalado en Roma. Aunque Ernestina no conoce personalmente todavía a san Josemaría ya reza por él, le van llegando noticias de él y le toma un gran cariño, un gran afecto. Pero no es hasta cinco años de su ingreso en el Opus Dei, cuando Ernestina se decide finalmente a tomar la pluma y a dirigirse a san Josemaría con una carta donde de algún modo describe el que ha sido su itinerario espiritual hasta ese momento. Por la belleza de la carta, por su valor también literario y espiritual y por la oportunidad que nos da de asomarnos al itinerario espiritual de Ernestina, merece la pena que la leamos íntegramente. Dice así:

México D.F 12 Marzo 1959
Mgr. José Ma Escrivá de Balaguer,

Presidente General del Opus Dei.
Padre: aunque llevo ya más de cinco años en casa (el 19, s.D.q. renovaré por cuarta vez mi oblación) esta es la primera vez que le escribo... y este silencio, para muchos inexplicable, para mí lógico, tenía que romperse ya. Parece inverosímil callar, precisamente porque hay tanto que decir... Sin embargo yo estoy en este caso. Tal vez alguien de México le haya hablado de mí y entonces a su corazón de Padre no le extrañará lo que me pasa... El hijo pródigo debió sentir algo semejante a lo que yo siento, cuando su padre, “estando aún lejos vióle y compadecido corrió a él y se arrojó a su cuello...” Porque el Señor me ha llamado dos veces, dándome las dos gracia para responder: la primera “cuando estaba muy lejos”; entonces me vino a buscar, a cogerme materialmente de la mano, a abrirme los ojos, pues mi oración primera después de muchos años de ceguedad fue “Señor, que vea!”. La segunda llamada, que espero definitiva, vino mucho después, tras un largo buscar, y una fuerte lucha. Y me vino, Padre, a través de su voz, de la voz de los suyos: de esas hijas y esos hijos que tiene usted en México que con tanta fidelidad saben difundir en estas tierras su mensaje de amor y de esperanza. Y gracias a ellos cuando todo parecía acabarse —mi juventud, mi ilusión de amor absoluto, de valores eternos— he nacido otra vez milagrosamente y he empezado a vivir — ahora de verdad— ese sueño de amor de Dios de mi adolescencia que creí haber perdido sin remedio por cobardía, egoismo o falta de orientación. Cuando después de volver a Cristo, aquí en México, tras once años de destierro —material y espiritual— buscaba mi verdadero camino a través de una soledad dolorosa no sabía que la obra de San Gabriel ya estaba ahí, como un refugio abierto por usted a todos los sedientos de agua viva sea cual fuere su estado. Pero hoy, ya en camino y en vísperas de San José, no puedo seguir callando, Padre, y algo irresistible me impulsa a darle las gracias por ese don de Dios que recibí de su mano; por esta vocación que sin usted —sin la obra de San Gabriel— no hubiera sido posible... El 19 al renovar, voy a recordarle más que nunca — aunque hay pocos momentos de mi nueva vida en que no le tenga presente— y a pedir con todas mis fuerzas por sus intenciones. ¿Necesito repetirle que estoy, entera, a la disposición de la Obra y de usted? Quisiera tener mucho y de gran valor, para darlo... pero lo que he recibido de Dios, en cualquier orden, ahí está. Mis superiores lo saben bien y a usted se lo repito hoy, Padre, con toda mi alma.

Esta carta podría no acabar nunca, pues desde que puse la fecha parece que mi pluma se mueve sola. Pero lo que queda por decir —que es todo— espero decírselo alguna vez de palabra, en este México donde ya somos tantos a quererle...

Que el 19, y siempre, el Señor le llene de especiales gracias.

Su hija que espera su bendición Ernestina

Desde la primera carta hasta su fallecimiento

Este sería el primer encuentro literario entre san Josemaría y Ernestina de Champourcin, después de aquel desencuentro de juventud en los tiempos previos a la Guerra Civil en los que san Josemaría pedía el cierre de El Sol y Ernestina colaboraba activamente en esta publicación contra la Iglesia. Después de esta primera carta, que de algún modo rompe el hielo, van sucediéndose una serie de cartas y de felicitaciones navideñas que podemos considerar reencuentros entre el fundador del Opus Dei y la poeta, que cruzan de un lado al otro del Atlántico. Principalmente son cartas que se escriben desde México —las escribe Ernestina— o bien que se escriben desde Roma y van a México, escritas por san Josemaría. Y junto a esta correspondencia, a estos reencuentros literarios, hay también tres encuentros presenciales que tienen lugar respectivamente el primero en Roma, el segundo en México y el último en Madrid.

San Josemaría y Ernestina se ven por primera vez en Roma, en 1962. Ernestina, a esas alturas de la vida, ya lleva unos años viuda. Decide hacer un viaje desde Ciudad de México a España para ver a sus hermanos y, de paso, aprovecha el viaje para ir a Roma. Allí visita la sede central del Opus Dei y el 7 de enero es recibida por san Josemaría. Y en ese encuentro, que no debía de ser muy largo, san Josemaría le animó a escribir, cosa que ella hizo. Se puede ver también cómo ese consejo, esa exhortación de san Josemaría, aparece también en algunas de las cartas posteriores en las que Ernestina le dice que está haciéndole caso.

Después de este primer encuentro en Roma, en la sede central del Opus Dei, pasan ocho años hasta que san Josemaría y Ernestina vuelven a verse, pero esta vez ya en México, en 1970. San Josemaría viaja a México ese año para visitar a la Virgen de Guadalupe y también para estar con sus hijos e hijas mexicanos, que ya son bastantes. La labor de la Obra en México se ha desarrollado notablemente y se organizan tertulias entre san Josemaría y diferentes personas de la Obra, o personas que más o menos están en contacto con las labores de la Obra. Una de esas tertulias tiene lugar en un centro de la Obra de mujeres que está en la calle Thiers 124 de Ciudad de México. En ese encuentro, al que asiste Ernestina, la poeta aprovecha para presentarle a san Josemaría algunas amigas suyas. Al acabar el encuentro, en un aparte, san Josemaría le confiesa a Ernestina que la poesía de ella, sus poemas, le sirven a él para rezar.

El tercer y último encuentro de san Josemaría y Ernestina tiene lugar en Madrid en 1972. En octubre. Ese año, Ernestina decide abandonar México y volver de nuevo a España, regresar del exilio. Después de unas tres décadas en México, se asienta en Madrid y coincide que en octubre de ese mismo año san Josemaría decide viajar a España y visitar el Instituto Tajamar. Lo visita el 28 de octubre de 1972. Allí tiene lugar una tertulia multitudinaria en la que está presente también Ernestina, recién llegada de México. Y el santo y la poeta intercambian unas fugaces palabras. Es una conversación de menos de tres minutos, pero que causa una profunda impresión en Ernestina, como ella misma reconoce en sucesivas cartas a san Josemaría. Por ejemplo, en la felicitación de Navidad que ese año envía Ernestina al fundador del Opus Dei alude al “recuerdo inolvidable” de esas palabras en Tajamar. Y al año siguiente le recuerda aquel “inolvidable diálogo que tuvimos cuando su visita a Madrid”.

Este será el último encuentro presencial de Ernestina y san Josemaría, pero el trato entre ambos continuará a través de las cartas y las felicitaciones de Navidad hasta pocos meses antes del fallecimiento de san Josemaría, que acaeció el 26 de junio de 1975.

Después de este suceso, Ernestina continuará su camino en la Iglesia y en la Obra hasta el final de sus días en esta tierra, en marzo de 1999, cuando ya con casi 94 años fallece en Madrid; siempre en la Obra y sin dejar de escribir prácticamente hasta el final de sus días, que era el consejo que había recibido de San Josemaría.