Evangelio del domingo "Gaudete": preparando el camino del Señor

Comentario del 3.º domingo de Adviento (Ciclo A). “Los ciegos ven y los cojos andan (…) y a los pobres se les anuncia el Evangelio”. La venida del Señor nos mueve a llenarnos de su gracia para que nuestra vida sea instrumento de alegría y conversión para muchos.

Evangelio (Mt 11,2-11)

Entretanto Juan, que en la cárcel había tenido noticia de las obras de Cristo, envió a preguntarle por mediación de sus discípulos:

— ¿Eres tú el que va a venir, o esperamos a otro?

Y Jesús les respondió:

— Id y anunciadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Y bienaventurado el que no se escandalice de mí.

Cuando ellos se fueron, Jesús se puso a hablar de Juan a la multitud:

— ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los que llevan finos ropajes se encuentran en los palacios reales. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta. Éste es de quien está escrito:

Mira que yo envío a mi mensajero delante de ti,

para que vaya preparándote el camino.

En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él.


Comentario

Este texto del Evangelio, correspondiente a la tercera semana de adviento, nos invita a prepararnos para el encuentro con el Señor, guiados por la predicación de Juan Bautista.

La persona y el mensaje de Juan habían impresionado profundamente a las gentes de Judá. En aquel tiempo, una efervescencia de esperanzas mesiánicas suscitaba el anhelo de una pronta intervención salvadora de Dios a favor de su pueblo. Después de siglos en los que el Señor no había enviado ningún profeta, la personalidad austera de Juan y su llamada a la conversión lo acreditaban como un enviado del Señor. Máxime cuando no buscaba para sí ningún protagonismo, sino que anunciaba una nueva y pronta intervención divina en la historia, por medio de alguien mayor que él, cuya llegada era inminente.

Juan es aquel de quien está escrito en el Antiguo Testamento: “Mira que yo envío a mi mensajero delante de ti, para que vaya preparándote el camino”. La primera parte de la frase está tomada del libro del Éxodo (Ex 23,20) y se refiere en primera instancia a Moisés, a quien el Señor había enviado para que guardase y guiase a su pueblo en su peregrinación por el desierto, camino de la tierra prometida. La segunda parte de la frase procede de una reelaboración hecha por Malaquías de ese pasaje del Éxodo, en el que ese mensajero ya no es Moisés, sino alguien que vendrá después que él, pero que también tendrá la misión de preparar una gran intervención divina: “ved que yo envío mi mensajero a preparar el camino delante de Mí” (Ml 3,1). Ambos textos bíblicos anuncian una pronta intervención salvadora de Dios, que viene para juzgar y salvar, e invitan a abrir la puerta del corazón para que, cuando llegue, pueda entrar y sanarlo. Estas palabras, que habían alimentado la esperanza de muchas generaciones de hombres y mujeres fieles en el pueblo de Dios, se hicieron realidad en Jesús tras el anuncio realizado por Juan Bautista.

Leídas hoy, a falta de pocos días para la celebración del nacimiento en Belén del Hijo de Dios hecho hombre, también alimentan nuestra esperanza y nos invitan a prepararnos a fondo para abrirle paso a nuestros corazones, de modo que pueda entrar, y disponer allí su aposento.

¿Qué sucedió a quienes en aquel momento, siguiendo la predicación de Juan el Bautista a la penitencia, acogieron bien a Jesús? Lo que todos podían constatar: “los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio” (v.5). Pudieron experimentar el efecto sanador, transformador y revitalizador de la acción divina en cada uno.

A la vez, quienes se dejan sanar y transformar por el Señor, serán tan buenos amigos de él, que ellos mismos podrán ir por el mundo sembrando esa paz y esa esperanza que fue sembrando el Maestro en sus caminos por la tierra. Así lo hacía considerar san Josemaría: “Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse, tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están muertos, como Lázaro: ‘Iam fatet, quatriduanus est enim’ (Jn 11,39). Vosotros, con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina, de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven”[1].


[1] S. Josemaría, En diálogo con el Señor (Rialp: Madrid, 2017), cap. 15, n. 5f.