Evangelio del domingo: ser morada de Dios

Comentario del 6.º Domingo de Pascua (ciclo C). “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. La Trinidad se ha enamorado de cada uno de nosotros, ¿cómo responder a tanto amor? San Agustín nos da un consejo: "Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti".

Evangelio (Jn 14,23-29)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

—Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me ha enviado. Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis escuchado que os he dicho: «Me voy y vuelvo a vosotros». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.


Comentario

En la intimidad de la Última Cena, Jesús ofreció a sus discípulos algunas enseñanzas con sabor a despedida y a testamento final, como las que recoge el evangelio de este sexto domingo de Pascua.

En primer lugar, Jesús se refiere al profundo misterio de la presencia de Dios en el alma. En el Antiguo Testamento el Señor se dio a conocer progresivamente al pueblo de Israel y prometió permanecer en medio de él. Esta presencia estaba especialmente significada en el Santo de los Santos, el lugar más sagrado del templo de Jerusalén. Ahora Jesús anuncia una nueva forma de presencia en cada persona, con tal de que ame y guarde sus palabras, para hacerse así templo en el que Dios habita, como recordaba san Pablo a los primeros cristianos: “vosotros sois el templo de Dios vivo, según dijo Dios: Yo habitaré y caminaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Co 6,16).

Esta presencia de Dios en el alma ha fascinado siempre a los santos, que se han sentido urgidos a corresponder a tanto amor de Dios por sus criaturas. Como explica san Josemaría, “la Trinidad se ha enamorado del hombre, elevado al orden de la gracia y hecho a su imagen y semejanza; lo ha redimido del pecado (…) y desea vivamente morar en el alma nuestra”[1]. ¿Somos conscientes habitualmente de esta verdad profunda, de esta presencia de Dios en nuestra alma en gracia? ¿Sabemos corresponder cada día con agradecimiento, con gestos de cariño y adoración? San Agustín aconsejaba: “En realidad Dios no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo y se te acercará; ámalo y habitará en ti. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna”[2].

La presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo. Por eso Jesús se refiere aquí a Él y lo llama el Paráclito. Este término griego significa literalmente el que camina en paralelo, mientras habla, sugiere y avisa. Por eso puede traducirse como “abogado” y “consolador”. Abogado porque intercede ante la justicia divina para obtener el perdón de nuestros pecados gracias a la pasión de Jesús; y también como “consolador” porque alivia nuestras aflicciones con sus sugerencias. A propósito de este pasaje, los Padres de la Iglesia explican que la ausencia física de Jesús ante nuestros ojos permite precisamente esta acción eficaz de su Espíritu en nuestros corazones. Allí el Paráclito nos “recordará” las palabras de Jesús, como Él mismo anuncia a sus discípulos, y nos sugerirá a la vez amarlas y seguirlas, “inspirando invisiblemente el Espíritu de la verdad la ciencia de lo divino en el entendimiento”[3].

Cuando de verdad nos esforzamos por seguir dócilmente las sugerencias del Espíritu Santo, nuestra alma se llena de paz y de alegría, señales ciertas de la presencia divina, incluso en medio de las dificultades. De aquí que Jesús se refiera también al fruto primerizo que obtendría con su pasión y con el que se presentó resucitado: la paz. No la paz que ofrece el mundo, la vida cómoda, sino la paz de Cristo, fruto de la cruz y de la lucha. Por eso, dice san Josemaría, “¡cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, en seguida, luz o, al menos, aceptación y paz”[4].. Ojalá sepamos nosotros acudir siempre a esa presencia de Dios en el alma como una fuente de agua viva donde calmar toda nuestra sed, como la fuente donde recuperar una y otra vez la alegría y la paz que debemos llevar a todas partes.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.

[2] San Agustín, Sermón 21.

[3] Dídimo, De Spiritu Sancto, en Catena áurea.

[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.

Pablo M. Edo