Meditaciones: viernes de la 15.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la decimoquinta semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: el sentido del sábado; domingo, el nuevo día del Señor; eucaristía y descanso.

- El sentido del sábado.

- Domingo, el nuevo día del Señor.

- Eucaristía y descanso.


EN CIERTA ocasión, mientras Jesús y sus discípulos atravesaban un espacioso sembrado, nos cuenta Mateo que tenían hambre (cft. Mt 12,1). Viéndose rodeados de alimento, los apóstoles comenzaron a arrancar algunas espigas, «las desgranaban con las manos y se las comían» (Lc 6,1). La ley judía permitía coger algunos granos de trigo con la mano en la mies del prójimo (cfr. Dt 23,25). La controversia surge, sin embargo, porque lo hacen en sábado. Cuando los fariseos tuvieron noticia de este suceso, le dijeron al Maestro: «Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado» (Mt 12,2).

Se lee en el libro del Éxodo que Dios le pide al pueblo de la Alianza: «Recuerda el día del sábado para santificarlo» (Ex 20,8). Por iniciativa divina, el shabbat no se colocó junto a los preceptos que hacían referencia al culto, sino dentro del mismo Decálogo. El texto inspirado explica el motivo del mandamiento: «Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado» (Ex 20,11). Al precepto divino del shabbat, con el paso del tiempo, se le fueron añadiendo prescripciones humanas cada vez más rigurosas. En la época de Jesús se había concretado tanto el precepto, hasta el punto de que existía una clasificación de 39 especies de trabajos prohibidos.

Jesús, como auténtico intérprete de los preceptos divinos, responde a la queja de los fariseos subrayando el verdadero –y quizá olvidado– sentido del sábado: el servicio a Dios o al prójimo, por lo que la inactividad no debía ser el supremo criterio. Más que fijarse en una casuística sobre lo permitido o lo prohibido, Cristo invita a poner la mirada en la razón profunda por la que Yahvé ha establecido el descanso sabático: abstenerse de ciertas ocupaciones para poder honrar al Señor con más holgura. El mandamiento relativo al sábado hacía referencia al misterioso descanso de Dios después de la creación, y también a la salvación de Israel de la esclavitud de Egipto. Por eso puede decirse que la observancia de este día tiene un carácter liberador. El propósito de la ley divina no era atar a las personas a innumerables preceptos, sino liberarlas semanalmente de lo menos importante para que dirigieran su mirada hacia Dios: recordar que somos hijos del creador de todas las cosas y de quien nos libera de toda esclavitud.


EN EL CONTEXTO de la discusión sobre la cuestión del sábado, Jesús desvela la grandeza de su identidad. «¿No habéis leído en la Ley que, los sábados, los sacerdotes en el Templo quebrantan el descanso y no pecan? Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo» (Mt 12,5-6). El Templo tenía la máxima dignidad por ser la casa donde habitaba Yahvé. Solo Dios mismo era superior al Templo. Cristo claramente proclama con estas palabras su divinidad. Al terminar la conversación, como colofón, añade: «Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado» (Mt 12,8). Teniendo en cuenta que el precepto del sábado es de institución divina, Jesús se estaba presentando implícitamente como Dios: este es el gran acontecimiento cristiano.

Con sus palabras el Maestro no pretendía despreciar el descanso sabático. Sabemos que Jesús cumplía la ley, tanto la religiosa como la civil: acudía con sus discípulos cada sábado a la sinagoga, pagaba los impuestos, peregrinaba con los suyos al Templo y vivía las fiestas como cualquier judío devoto. De hecho, después de la Resurrección, sus discípulos continuaron yendo a la sinagoga los sábados, aunque comenzaron también a reunirse el primer día de la semana, haciendo memoria de Jesús Resucitado. El primer día de la semana había pasado a ser el día de la nueva creación y de la definitiva liberación.

Con el paso del tiempo, en la primitiva comunidad cristiana, el domingo fue sustituyendo paulatinamente al sábado como el dies Domini, el día del Señor. El domingo no era un día más para aquellos cristianos de los primeros siglos, sino que constituía el centro mismo de su vida. Por este motivo, siglos después, la Iglesia estableció el precepto dominical. De este modo, los fieles, absteniéndose de ciertas actividades que impiden dar culto a Dios, pueden «gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo»[1]. Jesús «nos entrega “su día” como un don siempre nuevo de su amor. (...) El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida»[2].


TESTIMONIOS del siglo II cuentan que los primeros cristianos se reunían el domingo para celebrar la Eucaristía: «El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas. (...) Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados»[3]. En la Misa del domingo nos dejamos encontrar por Dios: escuchamos su palabra y nos alimentamos con el Pan de vida, en comunión con toda la Iglesia. «Nos recuerda también, con el descanso de nuestras ocupaciones, que no somos esclavos sino hijos de un Padre que nos invita constantemente a poner la esperanza en él»[4].

De esta manera, el domingo es realmente el «día de Cristo» y, al mismo tiempo, es el «día del hombre». El reposo propio de esa jornada, compartido con Dios y con toda la Iglesia, nos ayuda a renovar nuestras fuerzas para llevar a cabo las tareas de la semana. Entregamos a Dios, a través del sacrificio de su Hijo, todos los sucesos de la semana que ha terminado, y aquellos de la semana que comienza. «Siempre he entendido el descanso –consideraba san Josemaría– como apartamiento de lo contingente diario, nunca como días de ocio. Descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después –con nuevos bríos– al quehacer habitual»[5]. La Virgen María, que habrá participado de aquellas primeras reuniones dominicales, puede interceder por nosotros para que Dios nos aumente el deseo de alimentarnos de su Pan y de su palabra.


[1] Código de Derecho canónico, n. 1247.

[2] San Juan Pablo II, Dies Domini, n. 7.

[3] San Justino, Apología, 1, 65.

[4] Francisco, Audiencia, 13-XII-17.

[5] San Josemaría, Surco, n. 514.