Meditaciones: miércoles de la 15.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el miércoles de la decimoquinta semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Dios se revela en la Escritura; descubrir a Dios en la creación; los sencillos de corazón.

- Dios se revela en la Escritura.

- Descubrir a Dios en la creación.

Los sencillos de corazón.


TODOS hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y llevamos intrínseco un anhelo por unirnos a nuestro Creador. Esto, entre otras maneras, se manifiesta en una constante búsqueda por conocerle mejor. Sin embargo, nuestra inteligencia, por sí sola, no puede acceder a sus misterios más íntimos. De ahí que lo más profundo de lo que sabemos de Dios lo hayamos recibido por Revelación, a través de lo que él mismo nos ha dado a conocer por medio de los escritores inspirados, de los profetas y, sobre todo, de su propio Hijo.

Cuando el apóstol Felipe pidió a Jesús que les mostrara al Padre, la respuesta fue inmediata: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Cristo es la imagen del Padre. El Dios invisible que se apareció en forma de zarza ardiente a Moisés, ahora tiene un rostro y unas manos. Además, se ha presentado como niño en Belén a los pastores (cfr. Lc 2,16-18), como adolescente entre los doctores de la Ley (Lc 2,41-50), como penitente ante Juan el Bautista (Mt 1,4-11). Sus numerosas expresiones son la imagen del Dios Trino que camina entre los hombres. Por eso, uno de los mejores modos que tenemos de conocer a Dios es a través de la lectura y la meditación del Evangelio.

Escribía san Josemaría: «He procurado siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de este modo: porque debo aprender de Él. Y para aprender de Él, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús»1. Al leer el Evangelio es el mismo Espíritu Santo el que habla a nuestra alma; al mostrarnos cada vez con mayor profundidad quién es Dios, nos muestra también nuestra más profunda constitución: al revelarnos a Dios nos revela a nosotros mismos.


MUCHOS artistas, consciente o inconscientemente, suelen reflejar en sus obras una parte de sí mismos. De manera similar, Dios dejó impresa una parte de sí cuando creó el mundo. «Junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche»2. A través de la creación podemos adentrarnos en el conocimiento de Dios; aquello que nos fascina cuando contemplamos el mar, una montaña o una puesta de sol, refleja aspectos de su naturaleza. En la contemplación de lo creado podemos descubrir algo sobre sí mismo que el Señor desea transmitirnos. «La fe, por lo tanto, implica saber reconocer lo invisible distinguiendo sus huellas en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y entender su lenguaje (cf. Sal 19, 2-5)»3.

«Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios»4. San Francisco de Asís supo reconocer ese lenguaje en todo lo que existía. Por eso su corazón sintió la necesidad de agradecer a Dios todo lo que ha salido de sus manos: el sol, pues ilumina nuestro día; la luna y las estrellas, que nos muestran la belleza; el viento y las nubes, que nos dan sustento…5 Como enseña el Catecismo de la Iglesia, «las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios»6. Ese espíritu contemplativo hizo cantar a los tres jóvenes cuando fueron salvados por Dios del martirio: «Bendecid, sol y luna, al Señor, alabadlo y ensalzadlo por los siglos. Bendecid, astros del cielo, al Señor, alabadlo y ensalzadlo por los siglos» (Dan 3,62-63); siguiendo con todos los montes, cumbres, aves, fieras y manantiales.


«TE DOY GRACIAS, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25). Dios se ha querido revelar a todos, y la sencillez de corazón es el mejor camino para reconocerle. En el Antiguo Testamento, cuando el profeta Samuel buscaba un nuevo rey para Israel, el elegido fue David, el más joven de sus hermanos, a quien su padre ni siquiera consideró como un posible candidato. Jesús, a la hora de pensar en quiénes serían las columnas del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, escogió a unos hombres que no destacaban por su sabiduría: casi todos eran personas comunes y corrientes, que se ganaban la vida con su trabajo manual.

A veces podemos pensar que el Señor nos elige por nuestras cualidades. Además de que los textos bíblicos nos muestran lo contrario –que Dios elige precisamente a los débiles–, aquel planteamiento es peligroso, porque no nos puede sostener cuando experimentamos nuestra debilidad. Por eso, san Pablo invitaba a los cristianos de Corinto a considerar la particularidad de su vocación: «No hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes» (1Cor 26-27).

Jesús no nos llama siguiendo criterios humanos. Él va más allá de las apariencias: conoce perfectamente nuestros defectos y, por eso, solamente nos pide sencillez de corazón. «Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día»7. La Virgen María fue elegida como Madre de Dios por su sencillez y discreción. Podemos acudir a ella para que nos gane un corazón cada día más parecido al suyo.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.

[2] San Juan Pablo II, Audiencia, 2-VIII-2000.

[3] Benedicto XVI, Audiencia, 6-II-2013.

[4] Francisco, Laudato Si’, n. 84.

[5] Cfr. San Francisco de Asís, Cántico de las criaturas: FF 263.

[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 339.

[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.