Meditaciones: martes de la 15.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el martes de la decimoquinta semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la humildad de la cananea; reconocer el amor del Señor; Dios «nos primerea».

- La humildad de la cananea.

- Reconocer el amor del Señor.

- Dios «nos primerea».


JESÚS recorrió Galilea para anunciar el Reino de Dios. No se limitó solo al territorio de Israel, sino que superó sus confines. En Tiro y en Sidón también obró conforme a su modo de hacer, pues hasta allí había llegado su fama. En aquellas ciudades de la costa mediterránea atendió a la mujer cananea que vino a rogarle que curase a su hija. Aun sabiendo que Jesús venía a anunciar la palabra al pueblo de Israel, ella se presentó de modo humilde, apelando a su misericordia, y diciéndole que «también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos» (Mt 15,27). El Señor quedó conmovido por la fe y se hizo conforme ella pedía. También curó a un sordomudo y multiplicó los panes en su paso por la Decápolis, para dar de comer a un numeroso gentío con solo siete peces que llevaban. «Siento profunda compasión por la muchedumbre» (Mc 8,2) es una frase que escuchamos varias veces de la boca de Cristo.

El Señor hizo todo con amor y misericordia, atendiendo las necesidades de quienes se presentaron ante él. También en nuestra vida se presentan personas que buscan una ayuda en nosotros: alguien que arroje un poco de luz sobre un problema, un oído que sepa escuchar, un consuelo en medio del dolor, una mano amiga con la que se puede contar… A veces, como la cananea, esas personas presentaran explícitamente su necesidad; pero otras veces, al igual que la muchedumbre, lo harán de forma implícita, disimulando, esperando una mirada que se haga cargo de su dolor. «Solo se ve bien con la cercanía que da la misericordia»[1]. Conociendo a los demás, sabiendo cómo son –sus ilusiones y sus miedos, sus virtudes y sus defectos–, podemos anticiparnos y salir al encuentro de lo que necesitan.


EN COROZAÍN y Betsaida Jesús realizó numerosos milagros. Sin embargo, sus habitantes no se decidieron a cambiar de vida. Prefirieron seguir con sus días, igual que siempre, sin abrazar la Buena Nueva. Y Cristo, que sufría por la dureza de aquellos corazones, no pudo evitar expresar su tristeza: «Si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que se han obrado en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia en saco y ceniza» (Mt 11,21). Añadió que aquellas ciudades serán tratadas con menor rigor en el día del juicio, pues a ellas no se les dio la oportunidad de acoger al Hijo de Dios. Jesús lloró porque muchas personas no reconocieron su amor. «Existe una cerrazón interior, que concierne al núcleo profundo de la persona, al que la Biblia llama el “corazón”. Esto es lo que Jesús vino a “abrir”, a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás»[2].

El Señor sigue pasando por nuestra vida, y espera ilusionado que le acojamos, que vivifiquemos nuestro corazón con su Evangelio. «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Si echamos una mirada atrás a nuestra vida, quizá nos daremos cuenta de los muchos prodigios que Jesús, como en Corozaín y Betsaida, ha obrado en nosotros. Sabemos que todos tenemos la tendencia a ser Corozaín y Betsaida si no nos mantenemos atentos a escuchar a Dios, a mirarlo en todos los milagros que realiza en nuestra alma. Por eso, podemos pedirle especialmente al Espíritu Santo que nos permita ver aquello que esconde la más ordinaria realidad de nuestros días, para percibir la grandeza de su acción en nosotros y así no endurecer nuestro corazón.


«DIOS es amor» (1 Jn 4,8). Así lo experimentaron quienes convivieron de modo más cercano a Jesús, y también nosotros podemos decirlo. No es que el Señor nos da su amor solamente si nos dirigimos a él o si hacemos las cosas como nos parecen bien: es él quien «nos primerea», es él quien tiene la iniciativa para acercarse a nosotros. El apóstol Juan, que sabía bien de esta experiencia, lo dejó escrito así en una de sus cartas: «En eso consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Toda la creación es la obra salida de la mano de Dios para que los hombres la disfrutemos en honor y alabanza a la Trinidad. Sin embargo, a veces nos puede costar percibir su presencia, advertir su brazo consolador en las dificultades o su gozo en nuestras alegrías.

A veces, quizá por falta de sensibilidad ante lo sobrenatural, por llenarnos de la lógica puramente humana, no descubrimos tantas cosas que nos vienen de Dios. De ahí que Jesús dijera: «¿Con quién compararé a esta generación? Se parece a unos niños que se sientan en las plazas y les reprochan a sus compañeros: Hemos tocado para vosotros la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonado cantos fúnebres, y no os habéis lamentado» (Mt 11,16-17). Parece como si Dios no nos secundara en nuestros planes. Sin embargo, es él quien nos da gratuitamente su amor: él no ha puesto condiciones a su encarnación ni a su muerte. En el amor dulcísimo de María podemos encontrar refugio: ella, que tenía un corazón que batía al unísono con el de su Hijo, nos ayudará a acoger el amor de Dios en nuestra vida.


[1] Francisco, Discurso, 1-X-2017.

[2] Benedicto XVI, Ángelus, 9-IX-2012.