Meditaciones: lunes de la 15.ª semana del Tiempo ordinario

Reflexión para meditar el lunes de la decimoquinta semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: la batalla que trae Jesús; las incomprensiones en el camino; invitación a tomar la cruz.

- La batalla que trae Jesús.

- Las incomprensiones en el camino.

- Invitación a tomar la cruz.


LAS ENSEÑANZAS de Jesús no siempre son sencillas de comprender. A veces sus palabras son, incluso, provocadoras. Algunos se escandalizaban al oírle, o creían que aquello que decía era demasiado difícil de asumir. Sin embargo, «toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar»[1]. Jesús vino para mostrarnos el rostro de su Padre. Todos sus gestos, incluso aquellos que nos pueden parecer más complicados de entender, apuntan a darnos a conocer algún aspecto del misterio de Dios y de su proyecto de redención.

«No penséis que he venido a traer paz a la tierra –dijo el Señor en una ocasión–. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él» (Mt 10,34-36). ¿Cómo puede ser que el que traería la paz a los hombres –según dijeron los ángeles a los pastores de Belén– se presente ahora así? ¿Es este el príncipe de la paz que Isaías anunció? «Un hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Is 9,8). Jesús viene a establecer la paz de los hombres con Dios; pero a veces esa paz causa desconcierto o rechazo, sobre todo cuando no estamos preparados para su reinado o cuando preferimos evitarlo.

Las enseñanzas de Cristo causan división, en primer lugar, en uno mismo; es decir, ponen de manifiesto la falta de armonía en nuestro interior. En efecto, por las consecuencias del pecado, nos puede resultar difícil acoger algún aspecto de su mensaje. Nos gustaría secundar sus palabras e imitar su vida, pero al mismo tiempo encontramos una fuerza dentro de nosotros que nos lleva a hacer lo que no queremos (cfr. Rm 7,23). Esta es, precisamente, la guerra que Jesús quiere que emprendamos, y que la mayoría de las veces se presenta en forma de pequeñas batallas. El Espíritu Santo nos recuerda interiormente lo que nos evita esa división; es «como un aviso silencioso que nos lleva a entrenarnos en este deporte sobrenatural del propio vencimiento. Que la luz de Dios nos ilumine –oraba san Josemaría–, para percibir sus advertencias; que nos ayude a pelear, que esté a nuestro lado en la victoria»[2].


LA PAZ de Jesús es fruto de la lucha constante contra el mal, impulsada por su misma gracia. Él nos muestra la lucha en la que nos toca batirnos contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12,51). «¿Qué significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión (...). No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio-base de la vida»[3]. Y esto, en ocasiones, puede acarrear incomprensiones por parte de nuestro entorno, en donde a veces ese criterio-base puede ser simplemente la comodidad material, el cuidado de la propia imagen o la diversión.

Desde los inicios de la Iglesia, el modo de actuar de los santos no siempre ha sido entendido o compartido por sus semejantes; muchas veces porque estos últimos no han recibido siquiera el anuncio cristiano. Sin embargo, en muchos casos esas diferencias fueron desapareciendo con el paso del tiempo. Y no tanto por la brillantez de ciertos argumentos, sino por la fuerza del testimonio. El cristiano es testigo de que las verdaderas riquezas son aquellas que se atesoran en el cielo; el cristiano se sabe hijo de Dios Padre, por lo que no tiene miedo de nada, ni tiene que aparentar algo que no es; el cristiano es testigo de que la felicidad no está en una vida cómoda, sino en un corazón enamorado[4]. Por eso, una vida cuyo criterio-base es Dios, aunque pueda causar cierto desconcierto inicial, acaba despertando atractivo por la alegría auténtica que desprende.

«Mirad como se aman. (...) Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro»[5], decían los no cristianos sobre los bautizados. Ese amor concreto, que les llevaba a compartir todo lo que tenían, suscitó en quienes les rodeaban el deseo por conocer al Señor.


A LO LARGO de nuestra vida experimentamos muy diversas dificultades. A veces están relacionadas con situaciones externas –un problema en el trabajo, la enfermedad de un ser querido, un revés económico– y otras con nuestro mundo interior –dudas que no se acallan, defectos que nos hacen perder la paz–. Jesús, que conoce de primera mano esas problemáticas, no nos invita a vivir como si no existieran, sino que nos invita a tomar esa cruz, a abrazarla con el corazón, y a seguir sus pasos. El Señor nos asegura que quien haga así, encontrará la verdadera vida (cfr. Mt 10,39).

Ciertamente, la vida de la que él habla es la vida del cielo, pero que comienza ya en esta tierra, y que no consiste en ausencia de sufrimiento. Se trata, más bien, de una felicidad que no está absolutamente determinada por las circunstancias externas ni por nuestro estado de ánimo, sino que se ancla en lo verdaderamente importante: su amor y la seguridad de que él está siempre con nosotros. Por supuesto, las contrariedades nos afectarán siempre, pero si nos fiamos de estas palabras de Jesucristo, no tendrán fuerza para quitarnos la alegría; es más, su gracia será la fuerza para ir integrando, poco a poco y del mejor modo posible, con realismo, cada uno de esos aspectos. Las contrariedades nos pueden ayudar a conocernos o a conocer a los demás, nos impulsan a ser más pacientes y a buscar otros caminos con creatividad. También pueden agrandar el corazón y fortalecer nuestras relaciones cuando pedimos ayuda o colaboración a otros. En cualquier caso, siempre nos permiten adentrarnos en el misterio de la providencia, que nos desvela algo de los modos de hacer y de los tiempos de Dios.

«El hombre ha sido creado para la felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero os pide que confiéis en él»[6]. La Virgen María confió en Dios. A ella, que fue la criatura más perfecta que salió de sus manos, tampoco le ahorró el sufrimiento, porque, de una manera misteriosa, allí, junto a la cruz, crece el amor. María halló la felicidad en la seguridad de que el Señor no se apartaría de ella jamás.


[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 516.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 77.

[3] Francisco, Ángelus, 18-VIII-2013.

[4] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 795.

[5] Tertuliano, Apologético, 39, 1-18.

[6] San Juan Pablo II, Discurso, 25-VII-2002.