«El Señor me ha casado con los pobres, y estoy encantado»

José Manuel Horcajo lleva nueve años al frente de la parroquia de san Ramón Nonato, un hospital de campaña en Puente de Vallecas (Madrid) abierto todo el día donde los vecinos se encuentran con Dios mientras salen, con ayuda, de la miseria. Es la obra social familiar Álvaro del Portillo. Hombres y mujeres destrozados por el hambre, el maltrato, las drogas, el alcohol y unos hogares en guerra civil, han muerto y han resucitado aquí. No es una manera de decir.

Don José Manuel acoge la visita del cardenal de Madrid, Mons. Carlos Osoro, a la parroquia y a la obra social beato Álvaro del Portillo. Fotos: @FJBerguizas

“Puente de Vallecas. Es primavera, pero aquí la nube de la pobreza, de las vidas tristes, del hambre, del maltrato y de las familias amargamente descuajeringadas está siempre ennegreciendo el ambiente.

José Manuel Horcajo es el párroco de san Ramón Nonato desde hace 9 años. Misa. Oraciones. Bodas, bautizos y comuniones. Y mucho más, porque este templo, que parece una fábrica, es, en realidad, un parque de atracciones de esperanzas con su obra social familiar Álvaro del Portillo.

La parroquia de san Ramón es un cielo abierto de posibilidades. Aquí se habla de Dios y se facilitan panes bajo el brazo de personas que habían tirado la toalla y encuentran segundas, terceras y cuartas oportunidades para volver a la casilla de salida y cimentar de nuevo sus futuros sin vender sus almas al diablo de la desesperanza.

Estamos en un barrio bajo un puente. Gente sin preparación y con muchas dificultades para formarse suficientemente y encontrar un hueco más allá de la pobreza. Familias dinamitadas por el alcohol, la droga, el odio, los llantos perpetuos y esa nube gris oscura casi negra que ha decidido asentar aquí sus malos augurios y sus injustas consecuencias.

El templo de san Ramón Nonato está abierto todo el día, y la gente del barrio responde con su presencia.

Sacramentos y tápers

Cuando José Manuel Horcajo se ordenó sacerdote en 2001 nunca pensó que este sería su ministerio, a medio camino entre bautizar y ofrecer un táper de lentejas. Entre evangelizar y montar de la nada un comedor social por el que hoy circulan 300 personas todos los días.

¿Cómo duerme usted en paz con tantos problemas ajenos sobre sus carnes? “Eso mismo me pregunta mi madre. ¿Cómo aguantas, hijo? Pues aguanto con alegría. Soy un observador de milagros constantes: personas que cambian, personas que vuelven a sonreír, personas que entierran sus depresiones. Dios arregla muchos problemas”. Entre tripas que suenan, corazones maltratados, mujeres lapidadas en sus casas y agobios imposibles desde principios de mes, Horcajo va arreglando el barrio y va construyendo su sacerdocio, con la ayuda de muchos voluntarios generosos que nacieron para no mirar el reloj ni pedir nada a cambio.

Hace nueve años, cuando José Manuel llegó a este templo del lado oscuro de Madrid, decidió abrir la parroquia durante todo el día. Los vecinos entraban, rezaban, pedían catequesis, un bautismo, muchas confesiones, “y nos dimos cuenta de que había tanta pobreza a nuestro alrededor que teníamos que dar una respuesta, más allá de ofrecer una bolsa de comida de vez en cuando”.

Un ropero. Un comedor social. Un centro de orientación familiar, “porque veíamos que, para muchos, el detonante de sus miserias materiales eran problemas familiares muy gordos”. Objetivo: que las personas que se benefician de la obra social de la parroquia se sientan queridas y ayudadas. Y la fama de estos samaritanos urbanos del siglo XXI se fue corriendo de boca en boca. Efecto llamada. Oye, que es que en esta parroquia no sólo te dan comida, o te enseñan a rellenar un informe. ¡Que aquí te ayudan de verdad!

Yo he estado una tarde de primavera en este jardín. En la parroquia, personas que rezan y salitas llenas de grupos de personas en acción. En el edificio de enfrente, un comedor que prepara la cena, una biblioteca con 20 niños en clases de apoyo, y una charla para familias de discapacitados llena hasta la bandera cuando salgo, ya de noche, camino al Madrid que ahora me parece Matrix.

Raciones de alivio

En estos nueve años largos, pero épicos, José Manuel ha visto con los mismos ojos estómagos y almas. Aquí la crisis se nota en tres dimensiones. Mucho arroz, mucho atún y mucho nada más. Con la obra social de la parroquia, ahora las historias pobres conviven con el alivio.

Una mujer llora depresiva en su casa porque su vida no tiene consuelo. La montaña rusa de sus afectos le está pasando factura. El párroco, que tiene también servicio de atención domiciliaria, le ha visto y le ha tendido su mano. ¿Por qué no te vienes a cocinar al comedor social? ¡Necesitamos tu ayuda! Dudosa, acude a la llamada. Cocina. Y cocina bien. Después del servicio le dan las gracias y le aplauden sus dotes culinarias. Llora la señora de alegría “por sentirme útil”. Así sale una mujer de Puente de Vallecas de una depresión. Sin psiquiatras. Arropada por vecinos que no miran para otro lado.

Aquí, los curas son sacerdotes con el corazón rojo como la sangre que no se cansan de bombear pan, palabra e ilusión. Lo dice José Manuel haciendo balance: “Quizás suena a frase poética, pero yo me la creo de verdad: el Señor me ha casado con los pobres, y estoy encantado. Es algo que nunca jamás me podía imaginar”.

Cada día el comedor social de San José ofrece trescientas comidas a vecinos de Puente de Vallecas.

Los feligreses de este sagrado corazón de ladrillo visto están a gusto. Muchos han encontrado a Dios entre las bolsas de basura. Algunos han recuperado su dignidad. Otros, están en ello. Todos ven una luz potente al final del túnel.

Pero, claro, este emporio social tiene un precio. Muchas personas que no han encontrado una respuesta en los servicios sociales vienen aquí. A poner el cazo. Alquileres, luz, agua, comida. La solidaridad es gratis, pero las cosas cuestan. En concreto, cada mes de acción social le sale a Horcajo por 5.000 euros. Los donativos del principio van menguando y la nevera no se repone del todo. A estas alturas de la aventura, el párroco va cubriendo el 60 por ciento de la factura y él también necesita cheques sencillos para seguir remando en un mar de números rojos cada vez más acuciantes y donde nos es posible que se abran las aguas para huir hacia delante.

Al César, lo que es del César. Las deudas están ahí. Los beneficios, están claros. Todos los que pisan esta parroquia se llevan algo, aunque sea un premio de consolación. El propio Horcajo admira “que Dios me haya aumentado la paciencia, porque para servir a los demás hace falta una buena dosis de paciencia. Uno que te cuenta una cosa diez veces, otro al que debes explicarle un procedimiento en seis ocasiones. Una que se enfada y se va, pero vuelve. Otro que discute y monta un pollo, pero luego regresa, aunque sea sin pedir perdón”.

Paciencia y cintura.

Una mañana, Horcajo se toma un café en terraza. Habla con dos neocatecumenales sobre el arranque del Camino en su parroquia. Varias mesas más allá, tres punkis están de fin de fiesta, entre cigarros marchitos, latas vacías y mugre. Uno de ellos se sube a la cresta:

—¡Curaaaaaa, invítanos a cerveza!

José Manuel se levanta. Le tiemblan un poco las piernas, admite, porque a ver por dónde le sale el arrojo.

—¿Cómo que te invite a una cerveza? ¡Invítame tú, que yo tengo que dar de comer ahora a 200 personas del barrio! ¡A ver si me ayudas un poco!

—¡Anda, cura, estás mintiendo! ¡La iglesia miente! ¡No está con los pobres!

La chica punki del trío le pone firme a su colega:

—¡Calla! ¡Que es verdad que este cura da de comer a los pobres, que me vecina va allí a ese comedor social!

—¡Pues que nos inviten a una cerveza sus amigos, que deben ser del Opus!

Responde Horcajo: El del Opus soy yo.

Risa. Saludos. Y a seguir.

Este es el entorno. Un sacerdote del Opus Dei en un barrio para el que lo de menos es que sea del Opus Dei, porque los prejuicios no dan de comer. Al final, resume el párroco, “cuando tú te ordenas sacerdotes piensas, en teoría, que lo tuyo es dar la vida por todos y entregarte a favor de las personas que Dios te pone cerca. La gente que te rodea es la que marca tu estilo de sacerdote”.

Ángel, Calista, Elita y José Manuel son “los cuatro resucitados de Puente de Vallecas”, protagonistas de un reciente reportaje publicado en El Mundo.

Un muelle social para todos

El cura de barrio abre su parroquia al alba y la cierra casi después de que eche el pestillo el último bar. En medio, voces que piden auxilio. Pase, vamos a buscar su hueco, vamos a estudiar su caso, vamos a intentar no hacerle esperar. Un plato lleno. Un trabajo. Un techo. Aquí, el que llama encuentra un lugar donde agarrarse.

Más que en dar, Horcajo y su gente comprenden. No juzgan a la madre soltera, al drogadicto-colador, al alcohólico sin fronteras, a la prostituta barata, al mendigo-don-Simón. Esa es la taquilla de este parque de atracciones especialista en vidas-noria, historias-rusas, biografías-látigo, y muchos autos de choque que siempre se la pegan con los mismos.

En esta parroquia caben todos y no sobra nada. Pero faltan recursos para seguir azuzando el cotarro.

En esta parroquia, que yo lo he visto escuchando a Calista, a Elita, a Ángel y a José Manuel, la resurrección es un dogma de fe que se palpa con los ojos como platos. Porque ellos, y muchos otros, habían muerto después de tocar fondo, y han despertado del coma con el suero del cariño y la cirugía de una parroquia de campaña.

Álvaro Sánchez León