Homilía en la fiesta de san Josemaría
En la fiesta de hoy, y a la luz de las lecturas de la Misa, podemos considerar dos aspectos de la vida de san Josemaría que nos muestran cómo era su relación con Dios: la filiación divina y la santificación del trabajo.
Filiación divina
«No recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor –señala san Pablo en una de las lecturas que acabamos de leer–, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”» (Rm 8,15). Por el Bautismo somos hijos de Dios en Cristo, y esto supone una nueva manera de ver a Dios, marcada por el amor, la confianza y la sencillez, que son las actitudes propias de un hijo con su padre.
Saber que tenemos un Padre que nos ama infinitamente nos permite llevar una vida alegre y plena, y nos lleva también a iluminar todos los ámbitos de nuestra existencia desde ese amor, confianza y sencillez, incluso en medio de las dificultades o cuando experimentamos con más fuerza nuestros defectos. Dios nos ama por lo que somos –sus hijos–, y no por lo que hacemos, por nuestros logros. Y al mismo tiempo, no deja de amarnos cuando nos equivocamos. Como recuerda el Papa: Dios nos abraza «siempre después de nuestras caídas ayudándonos a levantarnos y ponernos de pie» (Discurso, 26-I-2019). Nuestra vida es un continuo volver a la casa del Padre, como el hijo pródigo, sabiendo que Él nos espera con los brazos abiertos.
Por eso, no hay nada más opuesto a nuestra condición de hijos de Dios que el miedo. «Un hijo de Dios –decía san Josemaría– no tiene ni miedo a la vida, ni miedo a la muerte, porque el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina: Dios es mi Padre, piensa, y es el Autor de todo bien, es toda la Bondad» (Forja, n. 987).
Esto no significa que no nos afecten los golpes que recibimos o los baches que encontramos en la vida. Cuando surge un problema familiar, una enfermedad o un contratiempo económico es normal que, sobre todo en un primer momento, se sienta cierto vértigo. Algo parecido nos puede suceder al contemplar la situación del mundo. ¿Cómo no recordar en nuestra oración, entre tantas necesidades, la guerra entre Ucrania y Rusia o la tremenda situación en Tierra Santa?
La fragilidad que sintamos en nuestra vida y la inestabilidad de la paz en el mundo pueden ser, al mismo tiempo, una ayuda a nuestra fortaleza, si nos mueven a acogernos en el amor que nunca falla, en esa roca que es mucho más sólida que la que pueden ofrecernos las realidades terrenas. «Refúgiate en la filiación divina –recomendaba el fundador del Opus Dei–: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!» (Via Crucis, VII estación, n. 2).
Santificación del trabajo
En la primera lectura hemos recordado otro pasaje que nos habla del designio de Dios sobre el mundo. Se trata del pasaje que relata cómo Dios creó al hombre «y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y cultivara» (Gn 2,15). Es bonito poder considerar otra vez que el trabajo –aquello que ocupa una buena parte de nuestro tiempo– es algo maravilloso. A veces parece que nos arrastra –porque no nos gusta una tarea, o se complica, o porque simplemente estamos cansados–; sin embargo, el texto del Génesis nos recuerda que el trabajo no es una consecuencia del pecado original: desde su origen el hombre tiene el honor de participar en la construcción de un mundo mejor a través de su trabajo. El mismo Cristo pasó la mayor parte de su vida desempeñando un oficio. Esos años de trabajo contribuyeron también a nuestra redención. Jesús nos muestra así que cualquier tarea puede contener un valor más profundo de lo que se puede apreciar humanamente.
San Josemaría solía repetir que la grandeza del trabajo depende del amor con que se realiza. Un amor que se manifiesta en la atención a los detalles, en el afán de servir a los demás, en la sonrisa ante todas las personas, en la profesionalidad con que desempeñamos nuestras tareas… Y todo eso con el deseo principal de dar gloria a Dios y de servir a los demás, que son también hijos del mismo Dios. «Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos –comentaba san Josemaría–. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no solo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por él, herederos de sus promesas» (Es Cristo que pasa, n. 48).
Acudamos a la intercesión materna de Santa María, pidiéndole que nos ayude a sabernos y sentirnos siempre hijos predilectos de Dios y a encontrar a su Hijo en nuestro trabajo hecho por amor.
Así sea.