Celebramos la festividad del beato Álvaro del Portillo, el queridísimo don Álvaro. Han transcurrido casi cinco años desde su beatificación. El tiempo pasa rápido, pero conservamos bien en la memoria aquellos días de alegría pasados en Madrid.
Serían muchos los aspectos en los que nos podríamos fijar al recordar la vida de quien fue el primer sucesor de san Josemaría. Me quería detener ahora en su confianza en Dios.
Los textos de la Misa de hoy nos hablan de este aspecto, al delinear la figura del buen pastor. En la primera lectura, escuchamos palabras del profeta Ezequiel. La situación del pueblo de Israel estaba en un momento muy crítico. Jerusalén había sido destruida y gran parte del pueblo había sido deportada al extranjero. Los israelitas esperaban a alguien capaz de llevarlos de vuelta a su tierra. Sin embargo, los planes de Dios siempre superan nuestros cálculos. Esta vez, dice por boca de Ezequiel: “Yo mismo buscaré mi rebaño. (…). Yo mismo pastorearé mis ovejas. (…). A la que esté herida la vendaré y curaré a la enferma” (Ez 34,11-16). El profeta, sorprendentemente, va mucho más allá de lo que sus contemporáneos podían esperar: llama al pueblo a poner la esperanza directamente en Dios y no en las soluciones meramente humanas.
Don Álvaro era una persona de grandes cualidades naturales y sobrenaturales. Sabía que la gracia de Dios podía hacer en su vida mucho más de lo que él era capaz de imaginar. Al ser elegido para hacer cabeza en el Opus Dei, decía: “Tengo unas dificultades grandísimas, que son todos mis pecados, pequeñeces y miserias. Pero sé que Dios Nuestro Señor (…) da unas gracias proporcionadas a lo que pide a cada uno”.
¿Cómo no confiar en un Dios que da la vida por nosotros?
En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús se presenta como Buen Pastor. Y a los motivos que nos había señalado el profeta para confiar en Dios, añade uno más: el Pastor “da la propia vida por las ovejas” (Jn 10,11). Así, la imagen del pastor llega a su punto más pleno: Cristo es quien nos busca para cargarnos sobre sus hombros; Cristo es quien venda y cura nuestras heridas; Cristo es el mismo Dios que da su vida en la Cruz por nosotros. Después de haber proclamado esto en el Evangelio, ¿cómo no confiar en un Dios que da la vida por nosotros?
El Papa, en numerosas ocasiones, nos ha animado a tener presente que, como escribe san Pablo, Dios es quien obra en nuestra vida, tanto al querer hacer algo bueno, como al ponerlo por obra (cfr. Fil 2,13). A veces, sobre todo en algún momento de desánimo, puede suceder que confiemos poco en la gracia de Dios e intentemos apoyarnos en otras seguridades (cfr. Gaudete et exultate, n. 50): en nuestras fuerzas, en nuestras ideas, nuestros planes. El Señor cuenta con todo esto pero también nos dice: Yo soy el Pastor en el que puedes confiar. ¿Puede existir algo más eficaz que Su propia fuerza?
En este sentido, el beato Álvaro utilizaba frecuentemente una jaculatoria, que es manifestación clara de esta confianza en el poder de Dios. La jaculatoria era: “Gracias, perdón, ayúdame más”. Son palabras que manifiestan gratitud frente a lo que no merecemos, reconocimiento de la propia debilidad, y petición de la fuerza necesaria para alcanzar la felicidad más grande, que es la unión con Dios. Son palabras que están entre las primeras que enseñan las madres a sus hijos pequeños. Pidamos a Dios ese corazón de niños que se saben realmente incapacitados sin la ayuda de su padre. San Josemaría, cuando en alguna reunión familiar se refería a su necesidad de la gracia de Dios, decía que vivía “con las manos extendidas”, pidiendo la limosna del Señor.
Pidamos, por la intercesión de don Álvaro, que nuestra confianza en el amor de Dios por nosotros sea cada día más profunda, como fue la suya. Así podremos comprender mejor que el Señor Jesús, Buen Pastor, es quien nos guía y llena nuestra vida de fruto sobrenatural, que nos llega siempre por la mediación materna de Santa María.
Así sea.