Como en una película: Retrospectiva de una vida

En los últimos momentos de la vida de san José, el santo patriarca hace memoria sobre las aventuras que ha afrontado de la mano de María y Jesús.

Podemos imaginar que José ya no puede más y que, a pesar de sus esfuerzos por continuar el trabajo en el taller, no se sostiene en pie. Jesús llama rápidamente a María, y entre los dos lo toman y lo llevan a su cama. Jesús permanece siempre a su lado. José vuelve por fin en sí y lo primero que hace es mirar a su esposa. Lamenta que se esté acercando el momento en que la tiene que dejar. Y en su cabeza quizá rememora aquel otro instante en que temía no volver a verla jamás.

Ver con los ojos de Dios

Había ocurrido poco después de los desposorios. María se disponía a visitar a su prima Isabel, que estaba esperando un hijo. José se quedaría en Nazaret, preparando la casa en la que iban a vivir. Hasta ese momento, sabemos poco de él: tendría una vida normal. El Evangelio nos ofrece algunos datos: era de la casa de David y estaba desposado con una virgen que se llamaba María (cfr. Lc 1,27). Y también nos da un detalle sobre su modo de ser: era un hombre justo (cfr. Mt 1,19). Esto era lo que distinguía a José. Era joven y ya era conocido como alguien justo: había descubierto el valor que tiene la ley de Dios para orientar su propia vida. Se esforzaba para que su obrar y su manera de pensar y comprender la realidad se adecuaran a lo que el Señor tenía pensado para el hombre y para el mundo. Había aprendido que fiarse de Dios es construir la vida sobre cimientos sólidos. «Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente».

Pero, de repente, su vida sufrió una sacudida cuando vio llegar a María después de haber visitado a su prima. A la alegría por volverla a encontrar después de tanto tiempo, se mezcló una inquietud no pequeña: María estaba embarazada. No se explicaba lo que veía, pero como era justo y estaba cerca de Dios podemos suponer que trataba de ver las cosas con sus ojos: de algún modo, quizá fue capaz de percibir la presencia de Dios en María. Era consciente de que esa mujer era especial.

En cualquier caso, se encontró José en una situación en la que no sabía bien qué hacer. Por un lado, la ley le prohibía asumir sin más a un hijo que no era suyo; por otro, la pureza de María –de la que no dudaba– y el amor que tenía por ella le impedían denunciarla. Quizá se pasaría horas y horas dando vueltas a una posible solución, hasta que pareció dar con una: «Pensó repudiarla en secreto» (Mt 1,19). Tal vez su idea era marcharse sin que nadie lo supiese y así sería él el que quedaba mal, y no María. Ya había tomado la decisión. Evidentemente, le costaría pensar que no volvería a ver a María, pero sabía que de este modo la dejarían tranquila. Y así fue como finalmente pudo conciliar el sueño.

Poner el nombre

Imaginando los que pudieron haber sido los últimos momentos de la vida del santo Patriarca, vemos nuevamente a José junto a María. A ella se dirige, y le ruega que no le abandone. También le pide perdón por las veces en las que piensa que no ha sabido servirle mejor y el dolor que le supuso no acabar de comprender desde el inicio cuando la vio embarazada. Y como si la Virgen no lo supiese ya, José cuenta lo que le ocurrió aquella noche.

Se había dormido después de haber tomado una dura decisión que, sin embargo, le había llenado de paz. Entonces, un ángel del Señor se le apareció y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Dios puso fin así a la prueba de José. Podía haber actuado antes y haberles ahorrado a ambos no poco sufrimiento: a José, la inquietud por no entender y no saber qué hacer; a María, el dolor que le produciría saber la situación que estaría atravesando su esposo. Pero en su providencia, el Señor permitió que José tuviera que pensar y rezar para ver qué podía hacer. Este es uno de sus modos de actuar, porque él no quiere sustituirnos: nos asiste con su gracia para que nuestra inteligencia sea cada vez más capaz de afrontar los problemas. «Si a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado, sino que confía en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar».

El ángel continuó hablando: «Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Es en este momento cuando José recibe una misión que va a dar forma a su vida. Sus planes han cambiado por completo. Dios no quiere que se marche, sino que cuenta con él para poner el nombre al Dios hecho hombre, es decir, para que sea su padre. Y de ahora en adelante este carpintero asumirá con responsabilidad el cuidado de Jesús y de la Virgen.

Un bien inmenso

José todavía recuerda la alegría que sintió después de aquel sueño. María tampoco se olvida del momento en que él la recibió por esposa y tuvieron que afrontar ese viaje improvisado a Belén. Entre los dos se ponen a rememorar los detalles de esa travesía: cuando se quedaron sin sitio en la posada, el establo en el que pasaron la noche, los pastores y esos sabios de Oriente que vinieron a adorar al Niño… Imaginemos que, en ese momento, entra Jesús en la habitación. José y María lo miran, y no pueden evitar acordarse también de esos instantes de angustia, cuando pensaron que su vida corría serio peligro.

Había sido una noche especial. Una caravana de camellos se había presentado en el portal. Tres hombres que parecían importantes se habían postrado delante del Niño y le habían ofrecido tres valiosos presentes: oro, incienso y mirra. José estaría dando vueltas a los acontecimientos de los últimos días hasta que fue vencido por el sueño. Entonces volvió a ocurrir una escena que ya le era familiar: «Un ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”» (Mt 2,13).

Las impresiones, sin embargo, eran distintas. Si después de la primera aparición del ángel José se había despertado lleno de paz, sabiendo que no tenía que dejar a María, en esta ocasión se levantó con miedo. La vida de Jesús estaba amenzada y no había tiempo que perder. Sin reparar en lo intempestivo de la hora, ni en la fatiga después de toda una jornada intensa, «se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y huyó a Egipto» (Mt 2,14).

No se concedió ningún descanso José hasta que llegó a una zona segura. Sabía que lo que estaba haciendo era parte de esa misión que se le había confiado. En cierto modo, era consecuencia de su sí a Dios. Lejos de frustrarse, José sabía que el Señor no premia con una vida cómoda: lo que promete es una vida capaz de realizar un bien inmenso a los que son capaces de sufrir por un amor que vale la pena. Pero no se limitó José simplemente a resistir las contrariedades que se fueron presentando. Lo hizo con alegría, pues sabía que estaba llevando a cabo una misión buena, que Dios le había encomendado. Fue ese sentirse elegido para cuidar de la Virgen y el Niño lo que le hizo afrontar el cansancio y los imprevistos con una esperanza y una felicidad renovadas. Él mismo experimentaba que «darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría».

«Ministro de la salvación»

En esos últimos momentos de José, podemos suponer que Jesús y María están atentos a todo lo que él pueda necesitar. La Virgen le prepara algo para que recupere las fuerzas, pero es inútil: su esposo apenas puede probar bocado. Jesús, mientras, le da las gracias por lo buen padre que ha sido y por todo lo que ha aprendido de él. Juntos recuerdan aquel primer día en el taller, esas conversaciones camino a la sinagoga, los viajes a Jerusalén… José se va sintiendo más débil, pero nota que el dolor se le va pasando gracias al cuidado de Jesús y María. No puede imaginarse un final más feliz, rodeado de las dos personas que más quiere en el mundo. Por ellas se había desvivido en los momentos más difíciles y también en la normalidad de los años en Nazaret.

Después de un sinfín de idas y venidas, la Sagrada Familia se había instalado por fin en la ciudad de Nazaret. «Ahí el niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40). Pocas más noticias de José tenemos en ese período. Fueron años en los que siguió cumpliendo su misión. Ya no se dedicará a proteger al Niño y a María de grandes peligros, lo suyo será entonces un cuidado más corriente, como el de cualquier padre de la época. Trabajaría duro para conseguir un sustento que mantuviese el hogar, al mismo tiempo que se ocuparía de la educación de Jesús.

¿Qué podía aprender el Hijo de Dios de un carpintero? En esos años de vida oculta, José enseñó a Jesús a ser obediente a sus padres, siguiendo el mandamiento de Dios. Jesús niño aprendió de su padre en la tierra a acoger. José no fue un hombre que se resignó ante lo que ocurría, sino que acogió esa vida que Dios le había ofrecido, por mucho que se alejase de los planes que había previsto. «Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones».

Como casi cualquier hijo, Jesús aprendió lo que es el amor en su propio hogar. José no tuvo deseos de dominio, sino que le dejó libre para amar, capaz de elegir. El suyo no fue un amor que sofocara, sino que supo poner en el centro de su vida a Jesús y a María. Amaba y respetaba a los dos tal como eran.

Todo esto muestra que José «ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente “ministro de la salvación”».

* * *

Vuelven los dolores de José en las últimas horas antes de la muerte. Ante su inminencia, no puede evitar cierto temor, pero no tanto a morir como a tener que dejar a Jesús y a María. Y así fue cómo mirando y amando a los dos el Santo Patriarca exhala su último aliento.

María y Jesús amortajan el cuerpo de José, ungiéndolo con aromas. Acompañados por amigos y vecinos, le llevan al sepulcro, donde le depositan. Y, terminadas las exequias, vuelve el cortejo fúnebre a la casa donde le espera, dolorosa, la santísima Virgen, que no puede disimular el dolor de la pérdida de José, que encuentra consuelo en los brazos de su Hijo.


[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 41.

[2] Francisco, Patris Corde, n. 5.

[3] San Josemaría, Forja, n. 591

[4] Francisco, Patris Corde, n. 4.

[5] San Juan Pablo II, Redemptoris custos, n. 8.

José María Álvarez de Toledo / Photo: Saint John's Seminary - Unsplash