Unos alumnos diferentes

Una tarde, paseando con mi mujer y mi hijo pequeño –cuenta Reyes, catedrático de Lengua en un Instituto de Granada–​, ambos se asustaron al ver cómo un hombre que tocaba el acordeón en una esquina, se abalanzaba hacia mí, me abrazaba y no paraba de darme las gracias por haberle dado clases en la cárcel.

Aquel hombre me contó su vida tras cumplir la pena por asesinato. Mi mujer y mi hijo estaban –como ahora se dice– “alucinados”. Al finalizar nuestra breve charla no me atreví a otra cosa que agradecerle sus palabras. Nunca me sentí más recompensado, por algo tan normal como dar clase.

Ahora no hay grandes muros ni espesos barrotes, que separen a los internos de la libertad. Todo está mecanizado y, salvo sacar un billete para hacer la “cola”, la entrada tiene aires de oficina de información de un dispensario social.

Nunca me sentí más recompensado, por algo tan normal como dar clase

A pesar de que estoy jubilado –como he dicho antes–, coopero en la cárcel impartiendo clases, con la satisfacción de compartir con ellos sus penas y alegrías, sus decepciones e ilusiones, sus ansias de libertad y, sobre todo, el deseo vivísimo de encontrarse con sus familiares.

Escribo en la pizarra el esquema de las tareas del día. Las materias que explico son variadas y sometidas al ritmo propio de la institución. Es decir, no muy ordenado, ya que los permisos, los cambios de módulo, las modificaciones en la elección de talleres, las visitas externas, y otras, hacen difícil avanzar con un programa continuo y consecutivo. En este caso, el profesor explica un popurrí de materias que podríamos denominar “humanísticas”: literatura, gramática, historia, conceptos elementales de lógica, geografía… En fin, un poco de todo.

Al principio me sorprendía que quisieran acudir a mis clases. Luego me di cuenta de que, en general, para ellos la clase es un lugar de calma y sosiego donde pueden tratar con los docentes sobre asuntos que les interesan, puesto que se relacionan con su situación vital; otros acuden por aburrimiento, o por no asistir a otros talleres que les gustan menos aún; otros para preguntar –aficionados a alguno de los temas que se explican– por alguna curiosidad pertinente; otros… ni lo saben.

Otra cosa que me sorprendía al principio era su comportamiento en clase, porque suelen ser respetuosos y atentos, aunque carezcan de “base”. No obstante, si los programas de las enseñanzas (ahora dicen curricula) se envuelven en referencias de tipo personal y de vivencias propias, el interés crece como la espuma.

Mi tarea me recuerda el juego del pierde-gana, en el que para ganar a las damas hay que perder la partida

Aunque los internos estén marcados, más o menos, por sus delitos, demuestran, por lo general, que el rescoldo de su vida, encaminada hacia más allá del mal, pervive encendido, básicamente, por la añoranza de la vida familiar y de la inocencia perdida. De este modo se entiende el agradecimiento que los internos demuestran a la institución y a los voluntarios. Para muchos, la clase es un regreso a la infancia de la inocencia y al cariño de los padres. Es curioso que en la mayoría de ellos pervive un sexto sentido que los acerca a la transcendencia que, sobre todo en su infancia, avistaron con la inocencia de la niñez.

Mi tarea me recuerda el juego del pierde-gana, en el que para ganar a las damas hay que perder la partida. Y me viene a la memoria lo que un interno me recordó: “que hacer el bien puede ser molesto, pero que produce bienestar”.