Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro recorrido de catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia, hoy nos referimos al Libro de los Hechos de los Apóstoles.
El relato de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés comienza con la descripción de algunos signos preparatorios: el viento fuerte y las lenguas de fuego, pero encuentra su culminación en la afirmación: «Y todos fueron llenos del Espíritu Santo» (Hch 2,4). San Lucas, quien escribió los Hechos de los Apóstoles, subraya que el Espíritu Santo es quien asegura la universalidad y la unidad de la Iglesia. El efecto inmediato de estar “llenos del Espíritu Santo” es que los Apóstoles «comenzaron a hablar en otras lenguas» y salieron del Cenáculo para anunciar a Jesucristo a la multitud (cfr Hch 2,4 ss).
Con esto, Lucas quiso resaltar la misión universal de la Iglesia, como signo de una nueva unidad entre todos los pueblos. Vemos que el Espíritu obra por la unidad de dos maneras. Por un lado, empuja a la Iglesia hacia afuera, para que pueda acoger a un número cada vez mayor de personas y pueblos; por otro lado, la reúne internamente para consolidar la unidad alcanzada. Le enseña a extenderse en universalidad y a reunirse en unidad. Universal y una: este es el misterio de la Iglesia.
El primero de estos dos movimientos, la universalidad, lo vemos en el capítulo 10 de los Hechos, en el episodio de la conversión de Cornelio. El día de Pentecostés, los Apóstoles habían anunciado a Cristo a todos los judíos y a los observantes de la ley mosaica, sin importar su origen. Es necesaria otra “pentecostés”, muy similar a la primera, la que ocurrió en la casa del centurión Cornelio, para que los Apóstoles ampliaran su horizonte y derribaran la última barrera, la que separaba a judíos y gentiles (cfr Hch 10-11).
A esta expansión étnica se añade la geográfica. Pablo, según leemos en los Hechos de los Apóstoles (cfr 16,6-10), quería anunciar el Evangelio en una nueva región de Asia Menor, pero se dice que «el Espíritu Santo se lo impidió»; quiso ir a Bitinia, «pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió». Pronto se descubre el motivo de estas sorprendentes prohibiciones del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibe en un sueño la orden de ir a Macedonia. Así, el Evangelio salió de la nativa Asia y entró en Europa.
El segundo movimiento del Espíritu Santo, el que crea la unidad, lo vemos en el capítulo 15 de los Hechos, en el desarrollo del llamado Concilio de Jerusalén. El problema era cómo lograr que la universalidad alcanzada no comprometiera la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo no siempre obra la unidad de manera repentina, con intervenciones milagrosas y resolutivas, como en Pentecostés. También lo hace, y en la mayoría de los casos, con un trabajo discreto, respetuoso de los tiempos y las diferencias humanas, a través de personas e instituciones, oración y diálogo. De manera, como diríamos hoy, sinodal. Así ocurrió en el Concilio de Jerusalén, respecto a las obligaciones de la Ley mosaica para los convertidos del paganismo. La solución se anunció a toda la Iglesia con las conocidas palabras: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15,28).
San Agustín explica la unidad que obra el Espíritu Santo con una imagen que se ha vuelto clásica: «Lo que el alma es para el cuerpo humano, eso es el Espíritu Santo para el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia» [1]. Esta imagen nos ayuda a comprender algo importante. El Espíritu Santo no opera la unidad de la Iglesia desde fuera; no se limita a ordenar que seamos unidos. Él mismo es el “vínculo de unidad”. Es Él quien hace la unidad de la Iglesia.
Como siempre, concluimos con un pensamiento que nos ayuda a pasar de la Iglesia en su conjunto a cada uno de nosotros. La unidad de la Iglesia es la unidad entre personas, y no se realiza sobre el papel, sino en la vida. Se realiza en la vida. Todos queremos la unidad, todos la deseamos desde lo profundo del corazón; y sin embargo, es tan difícil de alcanzar, que incluso en el matrimonio y en la familia, la unión y la concordia son de las cosas más difíciles de lograr y aún más de mantener.
El motivo por el que la unidad es difícil entre nosotros es que todos queremos que se logre la unidad, pero en torno a nuestro propio punto de vista, sin pensar que el otro, que está frente a nosotros, piensa exactamente lo mismo sobre su propio punto de vista. Por este camino, la unidad solo se aleja más. La unidad de vida, la unidad de Pentecostés, según el Espíritu, se realiza cuando nos esforzamos por poner a Dios en el centro, no a nosotros mismos. Así también se construye la unidad de los cristianos: no esperando que los demás nos alcancen donde estamos, sino moviéndonos juntos hacia Cristo.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser instrumentos de unidad y de paz.