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Escucha el artículo Algo grande y que sea amor (I): Jesús sale a nuestro encuentro
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«Al día siguiente estaban allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo: — Éste es el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó: — ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: — Rabbí — que significa: “Maestro” —, ¿dónde vives? Les respondió: — Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima» (Jn 1,35-39). Los protagonistas de esta escena del Evangelio debieron transmitir su recuerdo con gran emoción. Se trataba del momento más importante de sus vidas: el día en que se encontraron, por primera vez, con Jesús de Nazaret.
Encontrarse con Cristo es la experiencia decisiva para para cualquier cristiano
En realidad, encontrarse con Cristo es la experiencia decisiva para cualquier cristiano. Benedicto XVI lo señaló con fuerza al inicio de su pontificado: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[1]. Es muy revelador el hecho de que el Papa Francisco haya querido recordárnoslo también desde el comienzo: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso»[2]. En estas páginas queremos seguir esa invitación, siguiendo las huellas del apóstol más joven: san Juan.
¿Quién es Jesucristo para mí? ¿Quién soy yo para Jesús?
El cuarto Evangelio resume con una hermosa frase la identidad del joven Juan: él era «el discípulo al que Jesús amaba». Con eso, en realidad, estaba todo dicho: Juan era alguien a quien Jesús amaba. A la vuelta de los años, esa convicción no se apagaría, sino que se haría aún más fuerte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó» (1 Jn 4,10). Sin duda, esa seguridad en el Amor que el Señor le tenía es lo que le hizo capaz de conservar, hasta el final de sus días, una alegría profunda y contagiosa. La misma que se respira en su Evangelio. Todo empezó aquel día, a orillas del Jordán.
Y nosotros, ¿hemos experimentado un encuentro tan familiar como el
del joven apóstol? Incluso si somos cristianos desde hace ya muchos años y llevamos toda la vida rezando, es bueno que nos detengamos un momento a pensar: «Para mí, ¿quién es Jesucristo? ¿Qué supone Jesucristo en mi vida real, hoy y ahora?». Con esta consideración podemos calibrar cómo es nuestra fe. «Pero antes de esta pregunta, hay otra en cierto sentido más importante, inseparable y previa (…): ¿Quién soy yo para Jesucristo?»[3].
Ante estas preguntas, no es extraño que nos quedemos un poco perplejos: ¿Quién soy yo para Jesucristo? ¿Quién soy? ¿Una criaturilla? ¿Un producto de la evolución? ¿Un humano más… que tiene que cumplir sus mandamientos? ¿Cómo me ve Jesús? Resulta iluminante, en estas situaciones, mirar a los santos. En una ocasión en que preguntaron algo parecido a San Juan Pablo II, contestó: «Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios. Afirmar esto es como decir que tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible individualidad»[4]. Lo que él mismo había descubierto —lo que han descubierto todos los santos— es lo mucho que le importamos a Dios. No somos una criaturilla, un siervo que está sin más en el mundo para hacer lo que Él quiera. Somos amigos de verdad. Todo lo nuestro le importa, y por eso se preocupa de nosotros y nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, aunque muchas veces no lo notemos.
Todo esto no es una exageración. Jesús mismo dijo a sus apóstoles: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos… A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15,13-15). Son palabras actuales: Jesucristo «vive y os lo dice a vosotros ahora. Escuchad esta voz con gran disponibilidad; tiene algo que deciros a cada uno»[5]. ¿Quién soy entonces yo para Jesucristo? Soy su amigo, al que quiere con el amor más grande; soy un latido de su corazón. Así soy yo para Él, este anuncio y te dejas encontrar por el Señor; si te dejas amar y salvar por Él; si entras en amistad con Él y empiezas a conversar con Cristo vivo sobre las cosas concretas de tu vida, esa será la gran experiencia, esa será la experiencia fundamental que sostendrá tu vida cristiana. Esa es también la experiencia que podrás comunicar a otros jóvenes»[6]
¡Que busques a Cristo!
El 29 de mayo de 1933, un joven estudiante de Arquitectura acudió por primera vez a conversar con san Josemaría. Se llamaba Ricardo Fernández Vallespín. Muchos años después, recordaba: «El Padre me habló de las cosas del alma…; me aconsejó, me animó a ser mejor… Recuerdo perfectamente, con una memoria visual, que antes de despedirme, el Padre se levantó, fue a una librería, cogió un libro que estaba usado por él y en la primera página puso, a modo de dedicatoria, estas tres frases: «¡Que busques a Cristo! ¡Que encuentres a Cristo! ¡Que ames a Cristo!»[7]. En aquella conversación, también san Josemaría quiso empezar por lo más importante: el encuentro personal con el Señor.
«¡Que busques a Cristo! ¡Que encuentres a Cristo! ¡Que ames a Cristo!»
El apóstol Juan se puso a buscar a Cristo, aun sin saber exactamente a quién buscaba. Sí sabía que buscaba algo que llenara su corazón. Tenía sed de una vida plena. No le parecía suficiente vivir para trabajar, para ganar dinero, para hacer lo mismo que todos… sin ver más allá del horizonte de su pequeña comarca. Tenía un corazón inquieto, y quería saciar esa inquietud. Por eso fue tras el Bautista. Y fue precisamente estando con él que Jesús pasó por su lado. El Bautista le indicó: «Este es el Cordero de Dios»; y él y su amigo Andrés, «al oírle hablar así, siguieron a Jesús» (Jn 1,36-37).
¿Qué podemos hacer nosotros para seguir los pasos del joven apóstol? Primero, escuchar nuestro corazón inquieto. Hacerle caso cuando se muestre insatisfecho, cuando no le baste una vida mundana, cuando desee algo más que las cosas y las satisfacciones de la tierra. Y acercarnos a Jesús. De hecho, tal vez lo hemos tenido, en cierto sentido, más fácil que Juan. Muchas personas nos han indicado ya dónde está Jesús: «aprendimos a invocar a Dios desde la infancia, de los labios de unos padres cristianos; más adelante, maestros, compañeros, conocidos, nos han ayudado de mil maneras a no perder de vista a Jesucristo»[8]. Por eso, lo que podemos hacer ahora es buscarle: «Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos»[9].
¡Que encuentres a Cristo!
Cuando Juan y Andrés comenzaron a seguir a Jesús aquella primera vez, la situación debió ser un poco embarazosa para ellos. Se habían puesto en camino detrás de aquel hombre, pero ¿cómo le iban a abordar? No es muy convencional parar a alguien y preguntarle: «¿Eres tú el Cordero de Dios?» Sin embargo, eso les había dicho el Bautista y, en realidad, era lo único que sabían de Él… Quizá estaban deliberando entre ellos qué podían hacer cuando Jesús mismo, «viendo que le seguían, les preguntó: — ¿Qué buscáis?» (Jn 1,38).
Al Señor le conmueven los corazones jóvenes, inquietos. Por eso, cuando le buscamos sinceramente, Él mismo se hace el encontradizo de la manera más inesperada. San Josemaría recordó toda la vida su primer encuentro personal e inesperado con Jesús. Él era entonces un adolescente, con un corazón que bullía de proyectos e ideales. Tras una fuerte nevada, que había cubierto las calles de su ciudad con un denso manto blanco, salió de casa. Descubrió al poco, sorprendido, el rastro de unos pies descalzos sobre la nieve. Las huellas le llevaron hasta un fraile que iba camino de su convento. Aquello le impresionó profundamente. «Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo,
—se dijo— ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?»[10]>
Ese día, igual que Juan y Andrés, el joven Josemaría fue tras los pasos del Señor, que se hacía presente, esta vez, en unas huellas en la nieve. Muchas otras personas quizá también vieron aquellas huellas, pero para aquel joven fueron un signo inequívoco de que Jesús quería entrar en su vida. Después, su reacción fue muy similar a la de aquellos primeros amigos de Jesús. «Ellos le dijeron: — Rabbí — que significa: “Maestro” — , ¿dónde vives? Les respondió: — Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima» (Jn 1,38-39).
Descubrir que alguien nos ama despierta en nosotros un deseo enorme de conocerle. Darnos cuenta de que hay alguien a quien le importamos, que hay alguien que nos está esperando, y que tiene la respuesta a nuestros anhelos más profundos, nos lleva a buscarle. A través de aquellas huellas, Dios quiso que san Josemaría cayera en la cuenta de que «llevaba ya, metida muy dentro, “una inquietud divina”, que renovó su interior con una vida de piedad más intensa»[11].
Buscar a Jesús y encontrarle es solo el inicio. Podremos a partir de entonces empezar a tratarle como a un amigo. Procuraremos conocerle mejor, leyendo el Evangelio, acercándonos a la Santa Misa, disfrutando de su intimidad en la Comunión, cuidándole en quienes más lo necesitan. Y procuraremos darnos a conocer, compartiendo con nuestro Amigo nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestros proyectos y nuestros fracasos. Porque eso es, después de todo, la oración: «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»[12]. Como Juan y Andrés, que pasaron todo aquel día con Jesús.
¡Que ames a Cristo!
El día en que el joven Juan encontró a Jesús fue el día en que su vida cambió. Por supuesto, tenía aún mucho camino por delante. Desde la pesca milagrosa hasta los viajes con Jesús por Palestina; desde sus milagros hasta su palabra que llenaba de alegría el corazón, o hasta sus gestos de cariño con los enfermos, con los pobres, con los despreciados… Pero, sobre todo, aquellos momentos de conversación a solas con el Maestro. El diálogo que comenzó una tarde, junto al río Jordán, iba a durar toda una vida.
La relación con nuestros amigos nos va transformando, hasta que llegamos a querer lo mismo
Todos tenemos experiencia de la medida en que una amistad nos cambia. Por eso es lógico que los padres estén pendientes de las amistades de sus hijos. Sin darnos cuenta, la relación con nuestros amigos nos va transformando, hasta que llegamos a querer lo mismo y rechazar lo mismo. Tanto nos une la amistad, que se puede decir que los amigos comparten «una misma alma que sustenta dos cuerpos»[13].
En este sentido, es muy llamativa la transformación del joven apóstol. A él y a su hermano Santiago los llamaban «los hijos del Trueno» (Mc 3,17), y algunos detalles de los Evangelios nos hacen comprender que no se trataba de un epíteto excesivo. Por ejemplo, aquella ocasión en que unos samaritanos se negaron a dar alojamiento a Jesús y a sus discípulos, y los hermanos se dirigieron al Maestro preguntando: «¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9,54). Sin embargo, poco a poco, precisamente a medida en que iba creciendo su amistad con Él, aprendieron a amar como Jesús, a comprender como Jesús, a perdonar como Jesús.
Lo mismo nos puede suceder a cada uno de nosotros: encontrar a Jesús y tratarle nos llevará a querer amar como Él ama. No debe sorprendernos que ese deseo vaya tomando nuestro corazón: dejemos que se llene de agradecimiento, porque el Señor quiere contar con nosotros para hacer presente su Amor en el mundo. Así sucedió a san Josemaría. Aquellas huellas en la nieve le dieron una profunda seguridad de que tenía una misión en esta tierra: «comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor»[14]. Descubramos también nosotros, detrás de estas llamadas del corazón, un eco de la voz de Jesús que en muchas ocasiones leemos en el Evangelio: «¡Sígueme!»
Vivir con Cristo nuestra vida entera
Echando la mirada atrás, Juan no hubiera cambiado nada por tener la oportunidad de seguir a Jesús. Así es como Dios actúa en cada persona: «El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja»[15]. Le sucedió a Juan, como le sucedió a Pedro, a Santiago, a Pablo… a Bartimeo, a María Magdalena y a tantos otros desde que Jesús vino al mundo. La presencia del Señor no es menos real hoy que entonces. Al contrario: Jesús está más presente, porque puede vivir en cada uno de nosotros. Más que invitarnos a compartir la misión que Él recibió de su Padre, pues, Jesús quiere amar desde nuestra vida, desde dentro de cada uno: «permaneced en mi amor», nos dice (Jn 15,9), para reconciliar este mundo con Él, cambiar odio por Amor, egoísmo por servicio, rencor por perdón.
El joven apóstol, que había descubierto el Amor del Señor, le acompañó junto a la Cruz. Más tarde, con el resto de los apóstoles, recibió una misión que daría forma a su vida entera: «— Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). También nosotros, si escuchamos nuestro corazón inquieto y buscamos a Jesús, si le encontramos y le seguimos, si somos amigos suyos, descubriremos que Él cuenta con nosotros. Nos propondrá que le ayudemos, cada uno a su modo, en la Iglesia. Como un amigo que, precisamente porque nos quiere, nos propone sumarnos a un proyecto entusiasmante. «Hoy Jesús, que es el camino, te llama a ti, a ti, a ti a dejar tu huella en la historia. Él, que es la vida, te invita a dejar una huella que llene de vida tu historia y la de tantos otros. Él, que es la verdad, te invita a abandonar los caminos del desencuentro, la división y el sinsentido. ¿Te animas?»[16].
Borja Armada
[1] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est (25-XII-2005), n. 1.
[2] Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 3.
[3] F. Ocáriz, notas de una reunión familiar, en Obras, IV-2017, p. 50 (AGP, Biblioteca, P03).
[4] San Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Kazajstán, 23-IX-2001.
[5] Benedicto XVI, Audiencia, 2-VIII-2006.
[6] Francisco, Ex. ap. Christus Vivit (25-III-2019), n. 129.
[7] San Josemaría, Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 382.
[8] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 1.
[9] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 300.
[10] A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, p. 96.
[11] Ibidem, p. 97.
[12] Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, 8, 2.
[13] San Gregorio Nacianceno, Sermón 43.
[14] A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, p. 97.
[15] T. de Kempis, La imitación de Cristo, 3, 5.
[16] Francisco, Vigilia de oración con los Jóvenes, 30-VII-2016.