Como en una película: «Vivir de fe»

En la multiplicación de los panes y los peces, Jesús invita a los apóstoles a no vivir según sus propios cálculos humanos, sino confiando en el don divino.

La noticia de la muerte de Juan el Bautista había afectado hondamente al Señor. Él había venido a liberarnos del pecado, que había marcado profundamente la naturaleza humana que él quiso hacer propia. Pero precisamente porque, excepto en el pecado, asumió esa naturaleza hasta sus últimas consecuencias, no le dejó indiferente esta nueva experiencia de la maldad que cabe en el corazón humano. Experimentó el impulso de retirarse a un lugar tranquilo, donde pudiera rezar y meditar con paz (cfr. Mt 14,13).

Sin embargo, «al desembarcar vio una gran muchedumbre y se llenó de compasión por ella» (Mt 14,15). Pasó el resto de la jornada ocupándose de aquellas gentes, de sus almas y de sus cuerpos: les enseñó muchas cosas y curó a los enfermos. El Señor no provocó esa situación, su intención era simplemente meditar y descansar. Pero su corazón sacerdotal no dejó escapar una oportunidad inesperada de atender a los demás.

Desproporción

La gente llevaba varias horas escuchando las enseñanzas del Maestro. Entre los discípulos comenzaba a correr una sensación de inquietud: ¿qué sucedería cuando esta multitud se diera cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar un lugar en donde proveerse de alimentos? Quizá el entusiasmo de ahora se transformaría en desánimo o incluso en enfado. Por eso, se acercaron discretamente a Jesús y le advirtieron: «Este es un lugar apartado y ya ha pasado la hora; despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos» (Mt 14, 15). La actitud de los apóstoles está llena de sentido común: «Estas personas tienen una necesidad y hay que darles la oportunidad de satisfacerla antes de que sea demasiado tarde». Pero seguramente no se esperaban la respuesta del Señor: «No hace falta que se vayan, dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). O lo que es lo mismo: «Su problema también es vuestro problema, afrontadlo vosotros».

Los apóstoles no habían acudido a Jesús huyendo de su responsabilidad. No estaban intentando quitarse de encima una dificultad. Era, sencillamente, una tarea que les superaba de tal manera que ni se les había pasado por la cabeza que tuviera que ver con ellos. Por supuesto, se compadecían de aquellas gentes, pero ¿qué más podían hacer? Por eso, las palabras del Señor les dejarían desconcertados: «¿Nosotros? ¿Les tenemos que dar de comer nosotros? ¡Pero si incluso el jornal de doscientos días de trabajo resultaría una cantidad de pan irrisoria para tal multitud!».

El Maestro, sin embargo, no cedió. Quiso que cargasen este problema sobre sus hombros:

–¿Cuántos panes tenéis? Id a verlo.

Los apóstoles reconocieron la insuficiencia de sus medios:

–Tenemos cinco y dos peces.

–Traédmelos aquí.

Quizá los apóstoles se acordarían de esta conversación años más tarde, cuando se encontraban inmersos en la tarea de evangelización. También esa tarea sobrepasaba sus cualidades humanas. Pero del Señor habían aprendido a no dejarse vencer por la falta de medios: si solo tenían cinco panes y dos peces, con esto tendrían que afrontar el reto. Lo único que quiere Jesús es que dejemos a sus pies lo que tenemos, lo que podemos hacer, sin dejarnos abrumar por lo que no tenemos, por lo que supera nuestra capacidad.

«Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los dio a los discípulos y los discípulos a la gente» (Mt 14,19). Alcanzó para todos e incluso sobró tanto que se necesitaron doce cestos para contener los restos. «El milagro no se produce de la nada, sino de la modesta aportación de un muchacho sencillo que comparte lo que tenía consigo. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino que nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede realizarse un milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don»[1].

Superar el vértigo

No es fácil hacerse cargo de cómo se produjo el milagro. Probablemente nos resulta chocante pensar que el montón de panes y peces aumentase repentinamente y lo que era poco se hiciera sobreabundante, ante la admiración de todos. Otra posibilidad, menos espectacular, ayuda a percibir con mayor claridad una enseñanza que probablemente Cristo quería transmitir.

Pudo suceder que el Señor entregase a varios de los apóstoles una parte de los trozos de pan para que los repartieran entre la muchedumbre. Es fácil imaginarlos –quizá llenos de vergüenza– empezando a dar a las personas cercanas unos pedacitos minúsculos de pan y de pez con la intención de que alcanzase para el mayor número posible de personas. Es posible que el Señor tuviera que animar a alguno a ser magnánimo y dar a cada uno todo lo que necesitase.

Comenzaron, pues, a distribuir con generosidad aquellos panes y poco a poco se fueron dando cuenta del prodigio. En su cesta nunca aumentó considerablemente la cantidad de pan; siempre fue escaso y siempre daba la impresión de que alcanzaría para pocos más. Pero llegó para todos e incluso sobró. También el maná era imposible de acumular (cfr. Ex 16, 17-20): Dios quería que quienes recibían aquel alimento no perdiesen la conciencia de que era un don divino y se abandonasen en él, en lugar de buscar una seguridad meramente humana. Por eso quizá el Señor quiso que los apóstoles tuvieran una experiencia similar. «Jesús manifiesta su poder, pero no de forma espectacular, sino como señal de la caridad, de la generosidad de Dios Padre hacia sus hijos cansados y necesitados»[2].

Para aquellos de los presentes que fueron conscientes de lo sucedido, fue un motivo de sorpresa y de admiración. Para los apóstoles fue una clara lección de fe. Unos meses después, el Señor les iba a pedir que echaran sobre sus hombros la tarea de anunciar la buena nueva a millones de almas: «Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Sin duda, iban a sentir que claramente les superaba: ¿quiénes eran ellos? ¿Qué podían hacer? ¿No sería más razonable proponerse metas que estuvieran a su alcance? Podrían entonces traer a su memoria lo que habían vivido. Podrían recordar que el Señor les pidió que hiciesen un recuento de sus medios; para él era lo mismo dar de comer a aquella multitud con cinco panes que hacerlo sin ningún pan, pero quiso enseñarles a poner todo de su parte. Podrían meditar que Jesús no permitió que la escasez de medios rebajase el objetivo que les había propuesto; que no se conformó con prestar una ayuda simbólica, que no resolviese el problema. Podrían recordar también que sus medios fueron siempre escasos... pero terminaron siendo suficientes. En definitiva, habrían aprendido que a la hora de difundir el Evangelio lo determinante no debían ser sus condiciones –que de todos modos debían examinar– sino las necesidades de las almas.

Los apóstoles se sintieron interpelados por la sed que Dios tiene de almas en todos los ambientes y ocupaciones. No dilataron el inicio de esta tarea hasta que dispusieran de todos los panes necesarios. Seguramente sintieron fuertemente la desproporción entre sus capacidades y lo que pensaron que el Señor les pedía. También nosotros podemos sentir un cierto vértigo, una sensación de impotencia o de inseguridad que no hemos de entender como una prueba de que nos falta fe. Al contrario, es quizá una demostración de que el amor de Dios nos impulsa más allá de lo que podemos imaginar. Como a los apóstoles, el Señor nos empuja más allá de nuestros pobres cálculos.

La fe con la que el Señor espera que actuemos, no consiste, pues, en la seguridad de que nuestras cualidades se multiplicarán. Consiste más bien en poner nuestros cinco panes al servicio de Dios, en actuar como si esos panes fueran suficientes, incluso si mientras lo hacemos seguimos sintiendo nuestra limitación. La vida de fe no se demuestra en los sentimientos, sino en las obras, también cuando aquellos parecen contradecir esas certezas fundamentales en las que se apoya todo nuestro actuar. «El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios»[3].

La fe del cristiano no es la ingenuidad de quien no se hace cargo de las dificultades y confía, por eso, en que todo saldrá bien. La fe genera un optimismo «que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad», es decir, que se sostiene y se alimenta de la conciencia de que las cosas pueden ir mal y de hecho a veces irán mal, porque la libertad humana –la nuestra y la de los demás– no siempre querrá lo que Dios quiera. Es por eso «un optimismo que lleva (...) a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios», aun sabiendo que ni siquiera así tendremos certeza de que todo será favorable.

La fe no consiste en un sentimiento de confianza en la buena marcha de las cosas. Es más bien la seguridad de que, vayan como vayan, Dios está a mi lado y se servirá de ellas en mi favor, en favor de quienes me rodean y de la Iglesia entera. Dicho de otro modo: Dios no espera de mí que todo me salga bien, ni tampoco yo espero de Dios que si hago lo que debo todo evolucionará favorablemente. Dios espera que yo confíe en que Él nunca me abandona y por eso desea que yo ponga lo que está de mi parte para que las cosas vayan bien. Y yo tengo la certeza de que, haciendo lo que él quiere, estoy logrando el objetivo que realmente importa en mi vida, aunque aquello no siempre produzca un estado de cosas positivo. Habrá cosas que irán mal, pero seguiré el consejo de san Pablo: «No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien» (Rm 12, 21) y, por eso, a pesar de todo, el bien estará venciendo: omnia in bonum!

El Señor ha encomendado una gran misión a la Iglesia y a cada cristiano. Es lógico que sintamos que excede nuestras capacidades e incluso que, al pensar en ella, en ocasiones nos sintamos abrumados. Esta escena nos hará de nuevo conscientes de que el Señor espera que –como los apóstoles– nos impliquemos en la misión apostólica con todas nuestras capacidades. Y espera también que comencemos a hacer lo que podamos sin dejarnos dominar por la preocupación de si conseguiremos culminar la labor. La escasez de nuestros panes y peces no ha de impedir que hagamos lo que en cada momento esté en nuestras manos: Dios proveerá a lo que venga después. Así, aunque no nos sintamos seguros, estaremos de hecho viviendo de fe".


[1] Benedicto XVI, Ángelus, 29-VII-2012.

[2] Francisco, Ángelus, 2-VIII-2020.

[3] San Josemaría, Forja, n. 659.

Julio Diéguez