Como en una película: El carpintero de Nazaret

En su taller de Nazaret, Jesús aprendió y ejerció el oficio de carpintero. Desde allí nos enseña a cultivar el mundo convirtiendo toda nuestra vida en un diálogo personal con Dios.

Ante nosotros se extiende la villa de Nazaret del primer siglo, un pequeño pueblo situado en la ladera de una colina, donde habitan unas docenas de familias, con su pequeña sinagoga, sus campos cultivados en terrazas y sus casas construidas con la piedra local. Nos adentramos en la sinagoga. Jesús está hablando y sus paisanos le miran con la boca abierta. Han oído decir que, desde que se marchó de la aldea, ha empezado a hacer milagros y a arrastrar multitudes, a las que predica con más autoridad que los escribas y fariseos. Pero no salen de su asombro: todo eso contrasta con su vida en Nazaret, que conocen perfectamente: ¡es el carpintero del pueblo! «¿De dónde sabe este estas cosas? –se preguntan–. ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos? ¿No es este el artesano, el hijo de María?» (Mc 6,2-3).

Probablemente, en el pasado, Jesús habría salido de Nazaret en contadas ocasiones: solamente para ir a Jerusalén en las fiestas a las que acudía todo judío piadoso y quizá, por motivos de trabajo, a otros pueblos vecinos. Tampoco hay constancia de que se hubiera trasladado a Jerusalén para estudiar con los maestros de Israel. Los judíos de la Ciudad Santa estaban seguros de no haberle visto por allí y se interrogaban: «¿Cómo sabe este de letras sin haber estudiado?» (Jn 7,15).

Los habitantes de Nazaret tenían a Jesús por una persona sencilla, un trabajador como tantos otros que se había ganado el sustento con sus propias manos. A ojos del pueblo, su vida no había tenido ningún misterio. Pero esa falta de misterio es precisamente lo que nos ilumina: conocemos que su vida fue normal, que no se diferenció en nada de lo que un trabajador realizaba en la Galilea del primer siglo. Aquella vida es, para nosotros, una película apasionante, pues Dios nos ha llamado a vivir y a trabajar así, encontrando en el mundo, en las tareas que llevamos a cabo, el espacio en el que podemos experimentar un encuentro personalísimo con la Santísima Trinidad: «Todos, siguiendo cada uno su propia vocación –en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos–, estamos llamados a participar del reino de los cielos»[1].

Toda nuestra vida cotidiana y nuestro esfuerzo por cultivar el mundo está llamado a convertirse en un diálogo personal con Dios. «Los campos, el mar, las fábricas siempre fueron “altares” desde los que se alzaban oraciones hermosas y puras, que Dios acogió y recogió. Oraciones dichas y rezadas por quien sabía y quería rezar, pero también oraciones dichas con las manos, con el sudor, con la fatiga del trabajo de quien no sabía rezar con la boca»[2].

Jesús y el trabajo de la madera

Al escuchar en la sinagoga el oficio de Jesús, nos preguntamos si todavía podríamos encontrar su taller entre las casas de Nazaret. El Evangelio nos dice que Jesús era un tektón (Cfr. Mt 13,55; Mc 6,3), es decir, un carpintero. Según los expertos, este término designa más el carpintero de obra que el artesano de la madera, aunque quizá hacía ambas tareas. Dado el tamaño de la aldea, no debe de haber sido poco frecuente visitar una casa en la cual había una mesa realizada con sus manos.

En un pueblo tan pequeño, no había muchos encargos para un tektón. A unos veinte kilómetros se encuentra la ciudad de Séforis, que fue escenario de una rebelión tras la muerte de Herodes el Grande, duramente sofocada por los romanos. La ciudad fue incendiada y sus habitantes vendidos como esclavos[3]. Más tarde, Herodes Antipas la reconstruyó y le dio el nombre de Autocratoris[4]. Ya que estaba tan cerca de Nazaret, y requerirían mucho trabajo en madera, es posible que algunos artesanos y obreros nazarenos tomaran parte en la reconstrucción de esa ciudad.

Probablemente los trabajadores se emplearían en todo lo que les permitiera aumentar sus ingresos, desde construir una casa –bien cimentada sobre roca y calculada en todos sus detalles–, hasta realizar cualquier tarea propia de una sociedad agrícola. En las casas de Nazaret había graneros y bodegas, lugares para el vino y para el aceite, prueba de que la comunidad allí asentada estaba formada por pequeños propietarios.

Jesús y el trabajo de la vid

En ese sentido, son varios los ejemplos y las parábolas de Jesús que denotan su conocimiento de las faenas agrícolas. En unas ocasiones se refiere al cultivo de la vid y a la producción del vino, comparándose a sí mismo con la cepa y a sus discípulos con los sarmientos. Sabe bien que hay que emplear distinto tipo de odres, adecuados para cada tipo de vino, y conoce la situación de los jornaleros de temporada durante la vendimia, que no siempre encuentran quien les emplee. Otras parábolas están ambientadas entre viñas, como la de los dos hijos, la de la higuera estéril o la de los arrendatarios homicidas.

En esta última se nos dice, entre otros detalles, que el dueño de la viña excavó un lagar, una cavidad donde se prensa la uva para extraer el mosto. A poca distancia de Nazaret se ha encontrado uno excavado en la roca. Es posible que sea uno de los pocos lagares –si no el único– que existen en Nazaret. Tal vez, en este mismo lugar, Jesús festejó en alguna ocasión la vendimia con sus amigos y familiares, pisando la uva, entre la música y la alegría de todos. No podemos olvidar que su primer milagro fue transformar el agua en un vino de gran calidad, hasta el punto de suscitar el asombro del maestresala de Caná. Jesús entendía del trabajo vinícola y no se contentó con saciar la sed de los invitados a las bodas, sino que quiso darles algo verdaderamente bueno.

Jesús y los trabajos del campo

Volviendo a las parábolas que podrían darnos indicios sobre los trabajos que Jesús conocía, encontramos diversas referencias a las tareas de labranza. La semilla de trigo que germina sola, y la de aquella que tiene que morir y ser sepultada si quiere dar fruto, denotan un agudo espíritu de observación. Es esa misma mirada la que le llevaba a notar la desproporción entre la pequeñez de una semilla de mostaza y el árbol que se desarrollará a partir de ella. El ejemplo de la cizaña quizá se refiere a alguna venganza entre campesinos de la que Jesús podría haber tenido noticia, y podría haber visto también en su comarca cómo algunos ricos llenaban hasta el borde sus graneros en años de buenas cosechas.

Pero la parábola más conocida es la del sembrador. Levantando los ojos por encima de los tejados podemos ver los campos de cultivo, organizados en terrazas debido a lo inclinado del terreno. En aquellas pequeñas parcelas, delimitadas por muros de mampostería en seco, el subsuelo es pedregoso y las propiedades están atravesadas por senderos que comunican los terrenos entre sí. Cuando llega el verano, en los bordes crecen cardos en abundancia. No es remota la posibilidad de que una parte de la semilla caiga en terreno pedregoso, en un camino o entre espinos que la sofocarán. Y eso podría tener consecuencias significativas para la cosecha de una familia humilde.

Además de las faenas del campo, Jesús manifiesta un buen conocimiento de otras actividades como las comerciales y bancarias, la pesca o la ganadería. En definitiva, conoce el mundo del trabajo; no vive aislado en su ámbito rural, sino que probablemente está en contacto con centros más animados de la economía de Galilea, como Cafarnaún y sus alrededores, donde tendrán lugar muchos de sus milagros y de sus enseñanzas. Jesús vive compartiendo los intereses y afanes de sus contemporáneos.

¿Por qué quiso trabajar Jesús?

Jesús quiso prepararse a cumplir su misión, que culminaría en el ofrecimiento de su vida por nosotros, empleándose, año tras año, en un trabajo fatigoso y muy normal. ¿Por qué?

Como sucede con tantos otros interrogantes de la vida de Jesús, la respuesta última es esta: porque nos ama. Cada instante en ese trabajo tenía que ver con nuestra Redención. Todos los actos de su vida fueron redentores[5].

¿Qué pensaba Cristo mientras llevaba a cabo su labor? Todo esto tenía un motivo, una razón que se esconde en lo profundo de su Corazón: trabajaba por amor al Padre y por amor a nosotros. Por eso cada jornada estaba iluminada por la gran alegría de saber que aquello tendría repercusiones en toda la humanidad, para siempre. Ciertamente el amor de Jesús llegaría al extremo en la Cruz, pero su tarea cotidiana formaba parte del plan salvador.

Nuestro Padre nos ha enseñado que santificar el trabajo es «trabajar día a día, sin recibir aplausos y sin buscarlos, pero con el convencimiento de que Dios Nuestro Señor nos mira, nos espera, y quiere de nosotros un trabajo hecho por amor»[6]. Quizá nos habremos preguntado alguna vez: y, ¿qué significa exactamente, en la práctica, trabajar por amor? Trabajar por amor significa «hacerlo por Dios y por los demás, lo que exige hacerlo bien»[7]. Significa trabajar como lo hizo Jesús. Llevar a cabo nuestra labor cotidiana compartiendo ese mismo afán redentor, ilusionándonos con aportar nuestro granito de arena al océano inmenso de misericordia que hace posible la salvación del género humano. Tener los mismos sentimientos del Corazón de Cristo que trabaja pensando en las almas. De este modo, nos empeñaremos cada uno en la propia ocupación, también cuando nos topemos con el sufrimiento de quedarnos sin trabajo y sin poder llevar el jornal a casa.

En Jesús no encontramos un hombre que simplemente trabajaba por Amor: nos hallamos ante el Amor mismo que trabajaba. Ese Amor divino que impulsó y modeló la creación del mundo y que, como escribe Dante, «mueve el sol y las demás estrellas»[8].

Luis Cano // Photo: Benjamin Thomas (Unsplash)


[1] Es Cristo que pasa, n. 44.

[2] Papa Francisco, Encuentro con trabajadores en Génova, 27-V-2017.

[3] Cfr. Flavio Josefo, Antigüedades judías, 17.289.

[4] Cfr. Ibid., 18.27.

[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 517-518.

[6] San Josemaría, Tertulia, 18-VIII-1968.

[7] F. Ocáriz, Congreso interdisciplinar sobre el trabajo, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, 20-X-2017.

[8] Dante, Divina comedia, Paraíso, canto XXXIII, v. 145.