Como en una película: Confiar en la palabra que salva

Pedro jamás olvidaría aquel encuentro con Jesús. Después de una noche de fracaso, se fía de su invitación a echar las redes y descubre un océano insospechado. Tiempo después, cuando algunos discípulos se alejaron del Maestro, volvería a reafirmar su decisión de confiar en su palabra.

Entre los apóstoles reina un frío silencio. ¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67). La pregunta les llega quizá como un flechazo imprevisto y la mirada de Jesús, siempre exigente y cariñosa, les golpea esta vez con especial fuerza. De fondo pueden oírse vagamente los pasos de una gran multitud de personas que se alejan con rostros desconcertados. Los ecos de alguna risa irónica quizá todavía vuelan por el ambiente.

Hace mucho tiempo que Pedro sigue a Jesús. No se pierde ninguna de sus palabras. Cada uno de sus gestos es para él una nueva invitación a adentrarse en el misterio de Dios. Pero nunca antes le había escuchado pronunciar un discurso así; jamás había dicho palabras tan incomprensibles. ¿Cómo podía dar a comer su cuerpo, entregarnos su sangre como bebida? Pero estaba claro que lo decía en serio; que solo aquellos que estuvieran dispuestos a aceptar de todo corazón esas verdades podrían seguirlo. O comían su carne y bebían su sangre, o no gozarían de la vida eterna. No se trataba ni de una metáfora ni de una parábola. No había confusión posible.

¿Qué le respondería a Jesús? Estaba viendo a muchas personas que lo habían seguido durante semanas y que ahora se retiraban decepcionadas. Familias que habían experimentado un gran milagro entre los suyos tomaban distancias del Maestro. Y Pedro, ¿qué partido iba a tomar? ¿Cómo reaccionarían los demás apóstoles? Entonces, en un instante que pareció eterno, el pescador de Galilea vuelve quizá a recrear en su corazón una escena que había cambiado su vida por completo.

Un púlpito improvisado

Por fin brillaba el sol, que venía a sellar con su luz una jornada de fracaso. Habían pasado toda la noche trabajando, pero en vano. Ahora solo les quedaba el cansancio del cuerpo y la preocupación cada vez más acuciante por el sustento de sus familias. Ni siquiera la belleza natural del lago, que cada día se presentaba ante sus ojos con un nuevo color, podía consolarlos.

Pedro se puso a lavar sus redes, mientras por su corazón viajarían muchos recuerdos y preocupaciones. No sería la primera vez que volvería a su casa con las manos vacías. ¿Cómo podría ingeniárselas para ganar un mínimo de dinero esa semana? ¿Qué podría ofrecerle a los compradores de la feria de Cafarnaún? Tan absorto estaba en sus amargas reflexiones, que casi no se había dado cuenta de la gran afluencia de personas en la orilla del lago. Entre el movimiento de sus redes que limpiaba con esmero y las ondas que salían desde sus manos hacia la infinitud del lago, comenzaba a reflejarse una multitud de personas que aparentemente se habían congregado con un mismo fin. Le pareció oír un discurso, quizá de algún maestro religioso que había cautivado a las masas. ¿Pero qué podía interesarle unas palabras que no lo consolaban en su desdicha, ni le solucionaban su inquietud por la falta de alimento?

Sin embargo, podemos imaginar a Pedro justo en el momento en que luchaba interiormente por masticar su fracaso y se le hacía cada vez más insoportable la presencia de tanta gente en su apacible lago. Entonces, ocurrió el hecho que cambiaría por completo su vida: Jesús se subió a su barca. El bote de Pedro era más que unas maderas algo desteñidas que surcaban el agua; materializaban sus anhelos y sus preocupaciones, sus alegrías y el deseo de sacar adelante a su familia. Y de pronto, ese maestro se había fijado en quizá la única persona del entorno que no estaba interesada en sus palabras. Posó su mirada en el derrotado pescador y, lleno de una audacia divina, tomó posesión de su barca. Y si el pescador de Galilea ya estaba desconcertado por la actitud del predicador de Nazaret, cuán mayor fue su sorpresa cuando «le rogó que la apartase un poco de tierra» (Lc 5,3) para que su voz pudiera viajar a través de la brisa marina y llegar más fácilmente hasta los oídos atentos de la muchedumbre.

Todavía no sabía que Jesús había querido compartir su vida con él, para convertir su fracaso humano en éxito divino. Pero algún gesto de su rostro o un mínimo detalle de su voz habrán convencido a Pedro a acceder a su petición. Así pudo experimentar cómo «esa barca vacía símbolo de nuestra incapacidad se convierte en la “cátedra” de Jesús, en el púlpito desde el que proclama la Palabra. Esto es lo que le gusta hacer al Señor: subir a la barca de nuestra vida cuando no tenemos nada que ofrecerle; entrar en nuestros vacíos y llenarlos con su presencia; servirse de nuestra pobreza para proclamar su riqueza, de nuestras miserias para proclamar su misericordia»[1] .

El triunfo de un fracaso

«Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca» (Lc 5,4). Seguramente en un principio Pedro habrá escuchado las palabras de Jesús con cierto escepticismo. Todavía no había terminado de limpiar las redes, tenía que encontrar una solución a su quizá precaria situación económica y sus ojos se le cerraban por el cansancio. Además, sus compañeros le hacían señas desde la orilla, un tanto sorprendidos de que haya querido convertir su herramienta de trabajo en el escenario desde el que predicar un sermón. Sin embargo, alguna palabra debió cautivar al curtido pescador. Esto podría explicar su respuesta: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes» (Lc 5,5).

Pedro estaba agotado. Todo el trabajo de una noche había sido en vano. Pero después de haber oído hablar del amor de Dios y de su Reino, ¿por qué no iba a intentar lo que parecía imposible? Probablemente él mismo sería el primer sorprendido al pronunciar esta respuesta que surgía de lo más profundo de su corazón. «Jesús era carpintero, no experto en pesca, y a pesar de ello Simón el pescador se fía de este Rabino, que no le da respuestas sino que lo invita a fiarse de él»[2]. Hasta entonces siempre había surcado las aguas basándose en su propia experiencia. Ahora había decidido remar por las corrientes del mundo sostenido por una palabra divina. Y no quedaría decepcionado.

Fue tal la cantidad de peces que capturaron «que las redes se rompían» (Lc 5,6). La jornada, que hace un momento parecía llegar a su fin sin más frutos que unas redes vacías y el sabor amargo de un trabajo estéril, se transformó de pronto en una aventura llena de vida. Pedro y sus compañeros se vieron obligados a pedir ayuda urgente a los pescadores de la otra barca, que contemplaban atónitos cómo la sola presencia del maestro de Nazaret había cambiado radicalmente el desenlace de la pesca. No se lo hubieran imaginado. Pero la necesidad del momento no les permitía perderse en largas disquisiciones, porque tenían que salvar como fuera posible tan valioso botín. «Y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían» (Lc 5,7). Si pocos segundos antes habían temido naufragar en la oscura frustración del fracaso, ahora les parecía casi imposible no sucumbir ante el peso de un triunfo tan arrollador debido a la pesca obtenida. Aunque, sobre todo, sentían el poder de Dios. Estaban convencidos de haber sido testigos de un gran milagro. El asombro se dibujaba en sus rostros y posiblemente paralizaba los miembros de su cuerpo. De pronto se habían dado cuenta de que «es Cristo el amo de la barca; es él el que prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre»[3].

Sin miedo a la aventura

Sin pensarlo, «Pedro se arrojó a los pies de Jesús» (Lc 5,8). En un instante se le habían pasado por la cabeza tantos momentos de su vida que hasta entonces eran como las piezas de un puzle, que parecen no encajar pero que, de pronto, cuajan en perfecta armonía, consiguiendo formar un dibujo que supera con creces cualquier imaginación. Y haciendo acopio de la poca fuerza que le quedaba después de un día tan extraño, exclamó lleno de admiración: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). No sabía con certeza quién era aquel hombre, pero sus palabras y su poder sobre las aguas solo podían proceder de Dios. Daría lo que fuera por seguirle porque su presencia le había cambiado la vida.

Con cuánto amor miraría entonces Jesús al futuro apóstol arrojado a sus pies. Sabía que postrado en tierra se encontraba uno de los que serían fundamento de la Iglesia, el futuro custodio de las llaves del Reino de los Cielos. Es precisamente esa humildad de Pedro la que le convierte en una barca dócil, en la que su mensaje de redención podría navegar en todas las direcciones de este mundo. Ninguna tormenta lo detendría. Pero quizá también era consciente de que sus palabras iban más allá de lo que después era capaz de realizar. Sabemos de hecho que Pedro negaría a Jesús en el momento más duro de su vida, aunque volvería compungido, como cada madrugada tornaba a su casa después de una ardua noche de trabajo. Por esto Jesús le dice: «No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás» (Lc 5,10). «Si me seguís, os haré pescadores de hombres; seréis eficaces, y atraeréis las almas hacia Dios. Debemos confiar, por tanto, en esas palabras del Señor: meterse en la barca, empuñar los remos, izar las velas, y lanzarse a ese mar del mundo que Cristo nos entrega como heredad»[4].

«Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc 5,11). Aquellos que pensaban que su querido mar de Galilea no podía ser superado en belleza ni en extensión, de pronto habían divisado un océano infinito que podrían navegar durante toda la eternidad; aquellos que temían que su ancla no fuera lo suficientemente fuerte para aguantar las recias marejadas del lago ni las olas de las tormentas, por fin habían encontrado un ancla que podía sostener toda su vida. ¿Y no era más importante luchar por el alimento que no perece antes que satisfacer las necesidades terrenales? Ni Pedro ni sus compañeros podían ya imaginarse una vida sin la palabra de Cristo, sin su cercanía. Ni siquiera les hizo falta conversar sobre la decisión. «Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron» (Lc 5,11). Fue así como comenzó para ellos una aventura divina.

* * *

«¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67).

Podemos imaginar que de pronto Pedro vuelve de su navegación por el pasado. No sabe cuánto tiempo ha permanecido absorto en sus recuerdos, pero percibe que los demás apóstoles se encuentran desconcertados, inseguros. Nadie se atreve a dar una respuesta. Todos tienen puesta su mirada fija en él. En otro momento de su vida le había dicho a Jesús: «Apártate de mí» (Lc 5,8). De algún modo, esas palabras quizá lo habían pillado desprevenido y le habían mostrado en un solo golpe toda su pequeñez. Pero tantos meses de asidua convivencia con el Maestro le han enseñado que es precisamente su miseria la que puede ser transformada en una barca divina. No necesita ser perfecto para sentirse amado por el Señor. Bastaba confiar en su palabra, también cuando parece más oscura y desconcertante. Y, mientras abre su corazón a la mirada de Jesús, exclama con una convicción que hasta el día de hoy sostiene los vaivenes de la Iglesia: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68). "


[1] Francisco, Ángelus, 6-II-2022.

[2] Benedicto XVI, Audiencia, 17-V-2006.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 260.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 159.

Gaspar Brahm / Photo: Patrick Hendry - Unsplash