Evangelio (Lc 9,57-62)
Mientras iban de camino, uno le dijo:
—Te seguiré adonde vayas.
Jesús le dijo:
—Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
—Sígueme.
Pero éste contestó:
—Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.
—Deja a los muertos enterrar a sus muertos –le respondió Jesús–; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Y otro dijo:
—Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa.
Jesús le dijo:
—Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.
Comentario
Jesús camina con determinación a Jerusalén, para cumplir la misión que su Padre le había encomendado y que inflamaba su corazón: abrir la puerta del Cielo a toda la Humanidad. Su paso no deja indiferente a quienes lo contemplan, y suscita reacciones audaces: «Te seguiré…». Pero el Señor responde de una manera aún más audaz: «Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios» (v. 62). Estas palabras recuerdan la historia de Eliseo, narrada en el Antiguo Testamento: Elías le da tiempo para que deje el arado y vaya a despedirse de sus padres antes de unirse a su misión (cfr. 1 Re 19,20-21). Ahora, sin embargo, se nos sugiere que la llamada de Jesús es aún más apremiante, que no hay tiempo que perder para responder.
Quizás hemos visto películas o series en las que llega un momento crucial en el que el protagonista debe de tomar una decisión que marcará toda su vida: ¿acepta la declaración de amor que recibe? ¿dirá que sí a la aventura que se le propone? En pocos minutos parece que la historia puede tomar una forma u otra, cada una de ellas totalmente distinta… Algo así sucede en este pasaje del Evangelio: Jesús lanza una propuesta que compromete la vida de sus interlocutores. Y aún hoy, el Maestro sigue llamando a asociarse a su misión, a recorrer los caminos del mundo para ser altavoces de su misericordia. «¿Por qué no te entregas a Dios de una vez..., de verdad... ¡ahora!?»[1]. Existe una santa impaciencia del amor.
No sabemos cuál fue la respuesta final de estos tres personajes del Evangelio de hoy. Quizá, después de un momento de vacilación, siguieron a Jesús. Sea como fuere, la Escritura nos presenta un ejemplo perfecto de respuesta pronta, total, entusiasta: es el ejemplo de santa María. Cuando el arcángel Gabriel le anuncia que Dios quiere que sea su Madre, Ella pregunta sobre cómo se realizará tal prodigio y abraza su misión sin dudarlo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lucas 1,38).
[1] San Josemaría, Camino, n. 902.