Evangelio (Jn 14,15-21)
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco más y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Ese día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.
Comentario
Estas palabras nos introducen en ese clima de intimidad con el que Jesús abría su corazón a los apóstoles durante la Última Cena.
Comienza diciendo algo claro y exigente: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (v. 15). Dios no es veleidoso, ni sus mandamientos son ocurrencias arbitrarias para imponer su autoridad. Al contrario, son expresión del amor con el que un buen Padre enseña a sus hijos cómo comportarse para ser felices. Ciertamente, en algunas situaciones ajustarse a lo que Dios manda resulta costoso. De hecho, “en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso –respondía San Juan Pablo II–, porque –en términos de sencillez evangélica– consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia (…). El seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización. (…) Quien ama a Cristo observa sus mandamientos”[1]. La justa correspondencia al amor que recibimos de Dios reclama dejarse querer, y eso no consiste en otra cosa que en guardar fielmente todo lo que ha mandado. Así lo dice Jesús confidencialmente a sus discípulos: “el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama” (v. 21).
Jesús es consciente del esfuerzo que supone guardar sus mandamientos, pero nos asegura que contaremos con una ayuda inestimable: “yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre” (v. 16). La palabra Paráclito viene del griego parakletós, un término que significa uno llamado al lado para ayudar – un consolador, defensor o abogado. Es alguien invitado a caminar junto a nosotros, que nos acompaña, nos advierte de los obstáculos, nos defiende, pero, a la vez, va hablándonos suavemente, confortando, sugiriendo, animando… El Paráclito es un fiel compañero inseparable.
Jesús mismo no dejará nunca de ser nuestro parakletós, como lo prometió a los discípulos: “no os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros” (v. 18). Pero, además de él, promete “otro Paráclito para que esté con vosotros siempre” (v. 16). Se refiere al Espíritu Santo. “En efecto, el primer Paráclito -son palabras de Benedicto XVI- es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo, cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes, habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación íntima de reciprocidad: ‘yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros’, dice Jesús (v. 20)[2]”.
“Meditando estas palabras de Jesús –nos dice el Papa Francisco–, nosotros hoy percibimos ser el Pueblo de Dios en comunión con el Padre y con Jesús mediante el Espíritu Santo. (…) El Señor hoy nos llama a corresponder generosamente a la llamada evangélica, al amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y dedicándonos al servicio de los hermanos, especialmente a los más necesitados de apoyo y consuelo”[3].
[1] S. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, n. 119.
[2] Benedicto XVI, Homilía, 27 abril de 2008.
[3] Papa Francisco, Regina coeli, 21 de mayo de 2017.
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