Evangelio del domingo: “Y le puso por nombre Jesús”

Comentario del 4.º domingo de Adviento (Ciclo A). "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa”. Aprendamos de la grandeza del alma de san José. Una persona de fe, profundamente sensible a la voz de Dios, atento a cuidar por nosotros de Jesucristo y de su esposa, Santa María.

Evangelio (Mt 1,18-24)

La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.

José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:

—José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.

Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:

Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo,

a quien pondrán por nombre Emmanuel —que significa Dios-con-nosotros.

Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio ella a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús.


Comentario

A las puertas de la Navidad, el evangelio del cuarto domingo de Adviento recoge el relato del nacimiento de Jesús según san Mateo, que empieza con la expresión «la generación de Jesús fue así». Esta peculiar frase atrajo la atención de algunos Padres de la Iglesia, porque con ella Mateo da a entender que la generación de Jesús necesita ser contada: fue especial y única. “Como quien va a decir una cosa nueva –decía san Juan Crisóstomo− (Mateo) promete narrar la manera de realizarse esta generación; no fuera a suceder que al oír las palabras "esposo de María" cualquiera pensase que Cristo había nacido según la ley general de la naturaleza”[1]. En cambio, el evangelista señala con su relato que la concepción de Jesús fue sin la intervención de un hombre, que fue por tanto virginal y milagrosa: por la acción del Espíritu Santo. Y en los hechos sucedidos se cumplían además las Escrituras y, en concreto, el famoso vaticinio de Isaías 7,14, que anunciaba el nacimiento del Emmanuel de una virgen.

Cuenta Mateo que cuando María concibe en el seno al Señor, ella y José ya estaban desposados; es decir, habían hecho los compromisos matrimoniales llamados qiddûshîn, pero todavía no habían celebrado sus bodas (nissûîn), en las que la esposa era recibida en casa del esposo y empezaban a vivir juntos. No obstante, la primera ceremonia tenía ya todos los efectos jurídicos de cualquier matrimonio. Entre ambos acontecimientos se produce precisamente la concepción “por obra del Espíritu Santo” (v. 20).

Según la Ley de Moisés, José debía denunciar a María en público para ser lapidada por su supuesto adulterio (Dt 22,23-24). Pero cuando se da cuenta del hecho, decide repudiar en secreto a María. Esto significaba probablemente firmar y entregar en privado un documento que dejaba a María libre del desposorio celebrado. De este modo, podría presentarlo cuando todos supieran que estaba embarazada de un niño que no era de José.

El gesto de José evidencia su excepcional talla humana, porque pretende proteger a María y quitarse él de en medio. Por eso merece el elogio del evangelista, que lo llama «justo». El Papa Francisco decía en una ocasión: “hay que meditar estas palabras para comprender cuál fue la prueba que José tuvo que afrontar los días anteriores al nacimiento de Jesús. Una prueba semejante a la del sacrificio de Abrahán, cuando Dios le pidió el hijo Isaac (cf. Gn 22): renunciar a lo más precioso, a la persona más amada. Pero, como en el caso de Abrahán, el Señor interviene: encontró la fe que buscaba y abre una vía diversa, una vía de amor y de felicidad: “José —le dice— no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt 1,20). Este Evangelio −concluía el Papa− nos muestra toda la grandeza del alma de san José. Él estaba siguiendo un buen proyecto de vida, pero Dios reservaba para él otro designio, una misión más grande. José era un hombre que siempre dejaba espacio para escuchar la voz de Dios, profundamente sensible a su secreto querer, un hombre atento a los mensajes que le llegaban desde lo profundo del corazón y desde lo alto”[2].

Una vez tomada su difícil decisión, José recibe en sueños la indicación angélica de aceptar sin temor a María y al niño como hijo propio, porque debe ponerle un nombre ante la Ley. Con su obediencia al ángel, José recuerda al patriarca con su mismo nombre, que supo interpretar el querer de Dios revelado en sueños (Gn 40,8ss.). El nombre del niño, Jesua o Yehosúa, significa «Dios salva» e implica su misión pues, como explica el ángel, «salvará a su pueblo de sus pecados» (v. 21).

La figura de José que presenta este relato ha despertado siempre la devoción de los santos hacia el esposo de María. San Josemaría, por ejemplo, invitaba a considerar: “mira cuántos motivos para venerar a San José y para aprender de su vida: fue un varón fuerte en la fe...; sacó adelante a su familia —a Jesús y a María—, con su trabajo esforzado...; guardó la pureza de la Virgen, que era su Esposa...; y respetó —¡amó!— la libertad de Dios, que hizo la elección, no sólo de la Virgen como Madre, sino también de él como Esposo de Santa María”[3].


[1] San Juan Crisóstomo, Homiliae in Matthaeum 4.

[2] Papa Francisco, Homilía, 22 de diciembre de 2013.

[3] San Josemaría, Forja, 552.

Pablo M. Edo