Evangelio (Jn 15,9-17)
Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.
Comentario al Evangelio
Hoy en la Iglesia celebramos la fiesta del apóstol Matías.
El Evangelio nos sitúa en el contexto de la Última Cena. Jesús profundiza en su enseñanza sobre la naturaleza del amor, al que, una y otra vez, pone en relación con la vida y la alegría. Nos invita a permanecer unidos a su amor. Y permanecer en él significa permanecer en sus palabras: escucharlas activamente y hacerlas vida propia. ¿Y cómo permanecemos unidos a Jesucristo? Por la fe y el amor. ¿Y qué pone en movimiento nuestro amor? El amor recibido.
Las palabras de Jesús que nos ofrece el evangelio de hoy nos están diciendo que los mandamientos del Padre no son algo ajeno a nosotros, algo que viene de fuera, sino que son como nuestro ADN espiritual: nos recuerdan quiénes somos, de qué estamos hechos, aquello a lo que aspiramos. En el corazón de ese ADN espiritual está el mandamiento del amor mutuo, pero de un amor cuya medida solo podemos captar mirando a Cristo.
Pero para realizar esta tarea, previamente Dios nos elige, nos concede una vocación. Como hizo con San Matías. En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que la Iglesia nos propone en la primera lectura de la Misa, los discípulos rezan para determinar la llamada de un nuevo apóstol. Porque es Dios quien concede la vocación, no es uno el que la escoge. Tras rezar “Echaron suertes y la suerte recayó sobre Matías, que fue agregado a los once apóstoles”. Según la Tradición «Matías, que completó la docena de apóstoles, atracó en Etiopía primeramente, y después de haber llevado las multitudes a Cristo, con ánimo valeroso, recibió la corona del martirio» (cfr. Clemente de Alejandría, Stromata)
Igual que el apóstol, tú y yo también somos llamados por Dios a proclamar la Buena Nueva. Cada uno, en sus circunstancias concretas, pero todos con la misma radicalidad de la llamada evangélica. Somos afortunados, Dios se ha fijado en nosotros. La vocación, toda vocación, es un misterio, y su descubrimiento, un don del Espíritu. Benedicto XVI lo explicaba así: «El secreto de la vocación está en la relación con Dios, en la oración que crece justamente en el silencio interior, en la capacidad de escuchar que Dios está cerca. Y esto es verdad tanto antes de la elección, o sea, en el momento de decidir y partir, como después, si se quiere perseverar y ser fiel en el camino»[1]. Pidamos al Señor, luz para ver nuestra vocación y la fuerza para, como hizo san Matías, llevar el mensaje del amor al prójimo a todos los rincones de la tierra.
[1] Benedicto XVI, Encuentro con los jóvenes en Sulmona, 4-VII-2010.