Evangelio del miércoles: administradores de los misterios de Dios

Comentario al Evangelio del miércoles de la 29.ª semana del tiempo ordinario. “¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa?”. Dios nos ha donado la creación para hacerla nuestro hogar, en donde poder vivir como una gran familia, la familia de los hijos de Dios.

Evangelio (Lc 12, 39-48)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sabed esto: si el dueño de la casa conociera a qué hora va a llegar el ladrón, no permitiría que se horadase su casa. Vosotros estad también preparados, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre».

Y le preguntó Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o por todos?»

El Señor respondió: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el amo pondrá al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida? Dichoso aquel siervo a quien su amo cuando vuelva encuentre obrando así. En verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si ese siervo dijera en sus adentros: “Mi amo tarda en venir”, y comenzase a golpear a los criados y criadas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará el amo de aquel siervo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará duramente y le dará el pago de los que no son fieles. El siervo que, conociendo la voluntad de su amo, no fue previsor ni actuó conforme a la voluntad de aquél, recibirá muchos azotes; en cambio, el que sin saberlo hizo algo digno de castigo, recibirá pocos azotes. A todo el que se le ha dado mucho, mucho se le exigirá, y al que le encomendaron mucho, mucho le pedirán».


Comentario al Evangelio

El evangelio de hoy, en continuidad con el de ayer, recoge las otras dos parábolas exhortando a la vigilancia. Jesús se dirige a sus discípulos enseñándoles a cuidar al pueblo de Dios a ellos encomendado. Los invita a vivir desde la lógica del amor, de la atención, de la ternura, de la vigilancia.

Todo cristiano es administrador de los misterios de Dios: de la vida que nos ha dado, del amor intratrinitario en el que vivimos -hijos de Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo-, de los talentos y capacidades con los que nos ha adornado, de las personas que nos ha confiado. Y nadie nos puede sustituir en esa tarea.

Cuando nos olvidamos de que todos esos bienes nos han sido confiados, cuando pensamos que los merecemos y no nos damos cuenta de por qué los tenemos, acabamos encerrados en nosotros mismos, llenos de nuestras soberbias, de nuestras envidias, de nuestros rencores, de nuestros juicios críticos. Y, entonces, no solo no cuidamos, sino que acabamos maltratando a los demás, incapaces de mirarlos con la mirada de Cristo.

Como señala Benedicto XVI, esta vigilancia significa “de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe”[1].

Jesús quiere que nuestra existencia sea fecunda, que no bajemos la guardia, para recibir con gratitud y maravillados todos los tesoros de su corazón. Quiere que estemos vigilantes para poner al servicio de los demás nuestros talentos y capacidades, nuestra sonrisa, nuestro perdón, nuestro trabajo diario, nuestra vida de fe, esperanza y amor.

Cristo nos presenta la vida como una misión: estar «al frente de la casa para dar la ración adecuada a la hora debida». Nuestra vida es una misión. Venimos a la tierra para algo, o más bien, para alguien: para nuestras familias, nuestras amistades, nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos. De nuestro cuidado depende, en gran medida, la felicidad eterna de esas personas.


[1] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, p. 333-334.

Luis Cruz / Photo: Donna Douglas Unsplash